martes, 26 de febrero de 2013 1 comentarios

La cabaña


   Aquella tarde el anciano se encontraba algo más hablador que de costumbre. Era una de esas personas silenciosas a las que nunca escuchas si no tienen nada que decir. Así es como siempre lo había recordado, y ese silencio, ese estar callado, había creado una especie de flujo de comprensión entre ambos. A ninguno de los dos le gustaban las palabras vacías, innecesarias, que llenan los encuentros de conversaciones banales. Muchas tardes se sentaron al calor del fuego de aquella cabaña durante el último otoño, sin abrir la boca, simplemente contemplando las llamas, arropados con mantas gruesas mientras el viento y la lluvia se llevaban los días al otro lado de las paredes de madera. A veces el viejo se levantaba y ponía algo de música, un jazz acelerado e improvisado, una sonata de piano, un blues desconcertante en voces femeninas rotas por algún dolor de un tiempo pasado... Otras veces sacaba el tablero de ajedrez que guardaba en su armario, piezas de madera en caja de madera y, simplemente, las desplegaba en formación dispuestas para la batalla. “¿Blancas o negras?” Siempre negras. Era un ritual, una oración por la compañía y el hombro con hombro, una respiración acompasada en el fondo de la trinchera. 

   Llevaban poco más de un mes en medio de aquel bosque marrón y gris, rodeados de castaños y viejas hayas que poblaban la ladera, a un par de horas de la vida real, escondidos dentro de un cuento de hadas oscuro en el que el sol no salía nunca. “Quiero que vengas conmigo a la cabaña, como antes. No sé por cuánto tiempo.” Nada más, ninguna razón para comprender por qué había decidido volver a pisar aquel lugar abandonado cuando ella murió. Pasaron casi una semana limpiando y reparando antes de poder sentirse realmente instalados, y, cuando lo estuvieron, los días se fueron amontonando entre libros, caminatas de horas por los senderos, música, ajedrez, y una chimenea. Silencio, siempre silencio. Había que ser paciente con el viejo, no podías esperar nunca que hablase sin haber masticado durante el tiempo necesario aquello que tenía que decir. Bien, él también era paciente. 

  Pero aquella tarde estaba algo más hablador. Le había hablado de los viajes cuando apretaba el hambre y, ni él ni ella, habían encontrado el modo de arrancar nada a la tierra fría y estéril en que se había convertido este país. Le habló de idiomas extraños, de peones hacinados en barracones durante la noche y repartidos por el campo durante la mañana. Le habló de sudor y de nostalgia, de cartas manuscritas con mala letra y peor ortografía, dictadas a quien supiera al menos coger el lápiz. Sus palabras tranquilas, su mirada fija en el fuego, estaba hablando solo. Él conocía parte de la historia, la posguerra, la huída, la distancia, nunca de sus labios, ella era mucho más abierta en ese tema. También le habló del regreso, de las caminatas para buscar agua, de las vainas de los cartuchos usados que coleccionaban los niños, agrupadas por color sobre las estanterías, y que siempre se encontraban en la linde del camino. De los perros que ayudaban por la tarde a que hubiera carne para la cena, de las visitas uniformadas que tanto temor infundían con poco que fueras algo cabal. Y después la fábrica, y el vuelco del corazón y el alma misma cuando la sirena llamaba al trabajo y sonaba como otras sirenas que se querían olvidar. La apariencia de hombre insensible se esfumaba en aquella cabaña al calor del fuego, se colgaba en el perchero junto a la puerta y se cambiaba por piel arrugada de años vividos, por viejas historias y, ¿quién sabe?, por la satisfacción de los caminos andados con pena y con gloria, que conducían a este otoño desde el refugio. 

   Cortó el pan en gruesas rebanadas y sirvió queso y jamón para la cena. La forma de abrir la navaja, de sujetar la hogaza, el sonido de la corteza tostada al ser atravesada, el olor del aceite sobre la miga blanca... podría haber estado a miles de kilómetros de casa sin dejar de sentir que estaba en ella. Una botella de tinto recién descorchada esperaba paciente a la mesa, el viejo seguía usando la bota de piel de tapón negro que colgaba en el respaldo de la silla para dar un tiento de tanto a tanto. La botella era para él, para el tipo de sombra alargada que se apoyaba ahora en el cristal de la ventana, la mirada hacia el exterior, buscando la luz blanca y titilante de alguna estrella entre los pocos huecos que dejaban las nubes, tan apretadas esta noche. “¿Qué haces, chico? Deja de buscar la vida allá arriba cuando tienes la comida en la mesa.” Miró su propia sonrisa reflejada en el cristal antes de darse la vuelta y sentarse. Chopin no había sido una mala elección para la noche. Cenaron despacio, saboreando el vino que poco a poco les hacía a ambos más vulnerables para soltar amarras a aquellos barcos atracados en su garganta. Era la primera vez que tomaban alcohol en todo este tiempo. Satisfecho, el anciano se recostó en la silla mientras encendía un cigarrillo.

  • Te pasas la vida mirando al cielo, ¿sabes por qué? Porque lo echas de menos. Pero aún te queda demasiado tiempo para regresar, los pies en la tierra hacen la vida un poco más soportable, muchacho. 
  • Los pies en la tierra hacen la vida más soportable porque la hacen más vulgar, abuelo. - Desde la mesa, giró la cabeza hacia la ventana. Oscuridad. 
  • Te ganas la vida inventando historias, cuentos de colores apagados. Lo respeto, lo admiro... pero no respeto tu modo de quedarte allí, de flotar, como llevas un mes haciendo en esta casa de madera. Me da pena que no recuerdes por qué estás aquí, en esta tierra, viendo salir el sol cada mañana y esconderse cada noche. - Se incorporó despacio y apoyó los brazos sobre la mesa mirándolo fijamente.- Dentro de poco tiempo te habré olvidado, eso dicen esos tipos de bata blanca y habitaciones estériles. Dentro de poco no recordaré este lugar, ni la recordaré a ella. Ella, a la que prometí una noche que recordaría siempre nuestros días, pasara lo que pasara.
  • Por eso no entiendo qué hacemos aquí... Tenemos que volver, tiene que existir algún modo de...
  • ¡Bah! No escuchas, te asustas como un corderito cuando el lobo aúlla. No volveremos todavía, déjalo estar. Bebe un poco más de vino, estás algo pálido. - Sirvió el tinto más tinto que recordaba, casi hasta el borde del vaso. El joven lo acercó a sus labios y notó el calor en la garganta, el sabor a alcohol y barrica en el paladar. 
  • ¿Qué hacemos aquí?
  • Escúchame muchacho, esta casa la construimos con nuestras propias manos, nos costó sudor, nos costó sangre, largo camino para poder recuperar fuerzas, pero era nuestra presa cuando el río se desbordaba. Antes de que todos estuvierais aquí, ella y yo nos refugiábamos de la tormenta bajo estas vigas. Aquí nos amábamos sin vergüenza cuando el mundo se hacía insoportable. Aquí dentro no importaba nada... ¿Comprendes? - Volvió a recostarse y a fumar satisfecho cuando el chico asintió.
  • Anoche soñé con ella. No había soñado con ella desde que se fue, pero anoche se acercaba a mi cama y me susurraba algo al oído. No puedo recordar sus palabras, lo intento, pero se han borrado.
  • Ha estado aquí todo este tiempo, pero hasta anoche no has dejado que te hable. Caminas por el mundo sabiendo que algo te falta, notas ese agujero en medio del pecho que se hace cada vez más profundo, más negro. Por eso estamos aquí, chico. Ninguno de nosotros puede permitir que te dejes tragar por él. Por eso, y porque quería disfrutar de este lugar una última vez antes de marcharme, antes de olvidarlo en un instante. 

   Apagó el cigarrillo mientras expulsaba el humo de la última calada y se levantó hacia la puerta que daba a la leñera. Cuando apareció de nuevo, cargaba con un par de troncos secos que chascaron en el mismo instante en que sintieron el calor del fuego. Se quedó allí un momento, agachado, las piernas dobladas, colocándolos con las pinzas de hierro forjado y sintiendo el calor en su cara. Cuando hubo terminado se volvió hacia él. 
  • ¿Querrás acompañar a este anciano en aquellos sofás tan acogedores, y sentarte a su lado una noche más? 
  • Desde luego.

   Algo estaba sucediendo, no era capaz de saber si ocurría dentro o fuera de su cuerpo, pero cuando se movió fue como si no fuera él el que se moviera. Se sentó en el sofá más cercano a la chimenea, el que siempre había usado desde que era un crío que no sabía atarse los zapatos, el reservado para el que no podía soportar un instante de frío. El anciano ya estaba acomodado en el viejo sillón de dos plazas, una manta sobre sus rodillas, frotando las manos frías entre sí buscando un poco de calor. Pero no estaba solo. De pie, erguida a su espalda, con ambas manos sobre los hombros de él, estaba ella. No la rodeaba ninguna luz fantasmal, no flotaba a unos centímetros del suelo, su mirada no irradiaba ninguna conexión con el mundo de los que ya han muerto... Simplemente era ella, apoyando sus manos con infinito cariño sobre él, apretando ligeramente sus dedos para hacerse presente aunque no fuera vista. Ambos lo miraban, el vivo y la que ya no lo estaba, no temía, no podía apartar la mirada de ellos. Muy despacio, ella se sentó a su lado. 

  • Éste era el único lugar en el que podíamos hacer que despertaras. El mismo lugar en el que fuiste niño en libertad, en el que estabas abierto a cualquier cosa que te presentase el mundo, sin prejuicios, sin bien ni mal. El mismo lugar en el que aún recordabas quién eres...
  • Yo nunca he sabido quién soy. He buscado en todas partes, pero siempre he estado perdido... - Por algún motivo, aquella situación irreal, aquella visión esquizofrénica de algo que no puede suceder, que no es posible, le estaba llenando de la paz que hace demasiado que no tenía. 
  • Lo has sabido, pero lo has olvidado, no del todo, aún sigues teniendo ese afán de mirar al cielo día y noche. Dentro de ti llevas esa nostalgia de un lugar tranquilo, quieres regresar, quieres escapar de todo lo que no comprendes aquí, ahora. Pero aún no es el momento, muchacho. - Sólo hablaba él, ella asentía con una pequeña sonrisa. Era ella... tal y como la recordaba, tal y como se había marchado un par de años antes, sin avisar, sin que la enfermedad la cambiase lo más mínimo, sin dolor. Su pelo, sus labios, ¿seguiría siendo su voz la misma? La había echado tanto de menos que aún la buscaba.
  • No te entiendo... ¿Existe el momento?
  • Voy a contarte algo, una última lección, una historia increíble para los que no creen en nada. No existen las personas, no existe un quién eres dentro de este mundo. Todos nosotros somos simplemente algo intangible, un susurro, un alma que va y viene, que se transforma en algo que se toca y se siente por un tiempo limitado, pero que se va pudriendo poco a poco, una especie de cubierta que perece con el paso del tiempo para dejarnos salir de nuevo. Un ciclo en el que el cuerpo se destruye pero no nos mata, un ciclo en el que vamos y venimos desde una parte del espejo a la otra. Pero todos regresamos aquí por un motivo, la mayoría lo olvida en el momento de nacer, otros lo van olvidando a medida que pierden la inocencia, a medida que crece su cuerpo se esconde su alma. Pero a veces ocurre algo, un encuentro que parece casual, un cruce de vidas que nos llega como un relámpago en mitad de la noche, que nos hace reconocer algo allá al fondo de ese agujero, algo de lo que realmente somos. Estamos unidos a otras personas, a unas pocas, con un lazo que las leyes de este mundo que pisas hoy, no contemplan. Un lazo que no conoce el tiempo ni el espacio. Eso se siente, se sabe, se reconoce. Tú sabes por qué estás aquí. Sabes que no te gusta cruzar a este lado, prefieres no hacerlo, lo evitas, has vivido poco de este lugar y siempre con el anhelo de regresar, siempre te ha sucedido lo mismo. La razón que te ha traído de vuelta es lo suficientemente poderosa, lo bastante importante como para que hayas venido. La has olvidado, pero no del todo, aún sigue ahí. 
  • Estoy aquí porque alguien necesita que esté, porque lo necesito...
  • Cierto. Alguien tan importante que no te ha importado regresar.
  • Alguien que puede no haberme reconocido. - Una sensación de vacío creció dentro de él. 
  • Alguien a quien has encontrado de un modo que parecía casual pero que era inevitable. No temas, muchacho, no se ha olvidado de ti. Has de seguir tu camino, te recuerda, sólo has de esperar a que deje de negárselo. Mi viaje acaba en este lugar. Vuelve a casa. - Se levantó dejándolo solo allí sentado, ni siquiera se dio cuenta de que ella lo había seguido hasta el interior del cuarto, no podía apartar la mirada de las llamas, de las sombras que se formaban a su alrededor.

   Poco después del amanecer miró por el retrovisor, el viejo saludaba con la mano levantada mientras el coche atravesaba la cancela por el camino de tierra. Justo a dos horas de carretera se encontraba la realidad.

 
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