Érase una vez un hombre sentado en un parque. Detrás de él, un edificio abandonado. Gatos de cualquier color entran y salen por las ventanas. Algunos se detienen al sol cuando las nubes se abren. De vez en cuando, alguien cruza por delante de la fachada. Los coches circulan del otro lado, detrás de unos pocos árboles verdes ya, y delante de un convento. Habla con voz pausada, parece que habla solo, pero una respiración desacompasada lo acompaña al otro lado de la línea... sólo de vez en cuando... sólo un segundo... y después de eso... silencio.
Se puede ver cómo su voz se detiene a tomar aliento, cómo se frena, para no romperse. Dentro de él hay pedazos, pedazos de vida que sangra y escapan sangrando entre sus dientes. Está muy quieto, alguien lo escucha. Habla... habla... habla. Hay palabras que se quiebran, hay palabras que nacen rectas y decididas... también las hay disfrazadas. Son el cauce del río después de la tormenta... son unos ojos color avellana. A veces se estira digno en su asiento, otras se encoge, como un enfermo que rechaza su tratamiento. Se ha arrancado el alma con la mano derecha... parece pequeña, parece podrida al sol de Mayo... devorada por los gusanos fuera del cuerpo que la encerraba. La deja caer... la abandona... cuelga el teléfono y marcha.
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