Una herida... Una hoja afilada que abre la carne, que a veces profundiza hasta los huesos y provoca un dolor nauseabundo... un mareo inesperado por mentiroso y por cabrón. Su extensión depende de la superficie de la mentira, porque la mentira siempre desgarra la carne sin elegancia, sin la clase de una mirada sincera. La sinceridad viste un traje negro, impoluto, perfecto aunque duela... Hace cortes muy finos, elegantes, de esos que sólo molestan cuando los limpias... que se olvidan, y se cierran. La mentira viste de harapos, de retales de indiferencia y de descaro, huele a podrido y a sudor reseco. Porque la mentira cicatriza mal... porque no puedes arrancarla y empapa tu herida de ponzoña y rencor y restos de vómito mal digerido... porque su cicatriz es suave y un golpe de viento puede abrir de nuevo esa cavidad sangrante... porque siempre supura... porque siempre está sucia.
Guárdate las mentiras, ya voy vestido de la piel rosada y plegada de sus quemaduras. Escóndelas, no quiero verlas, escúpelas lejos de mí. Si vas a hacerme daño lléname de cortes sinceros, que sangren gota a gota y luego se me olviden... que me dejen separar sus bordes con la yema de los dedos para mirar dentro, sabiendo que al unirlos todo habrá pasado. No quiero infecciones que se me extiendan hasta las tripas. No quiero noches en vela odiándote mientras te echo de menos, encogido, con los ojos abiertos y sin ver nada. Muerde tu lengua si va a envenenarme, oculta tus dedos si no van a arañarme. No me las traigas de nuevo, ya conozco su boca sin dientes, sus ojos sin luz. No me las traigas. No te quedes si te acompañan, no regreses con ellas atadas. Si vas a hacerme daño lléname de cortes sinceros o quizá... quizá no me lo hagas.
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