domingo, 29 de abril de 2012

Autobuses vacíos

   El reflejo en el cristal le devolvió su mirada salpicada de gotas de lluvia. Una mirada enmarcada entre arrugas de vejez prematura, una mirada vivida antes de tiempo a base de noches en vela y viajes interminables sin rumbo definido... sin destino. El viaje de hoy, el que había comenzado dos horas antes, al subir a aquel autobús, este viaje no carecía de punto de llegada conocido. Esta vez conocía el lugar y conocía la hora que, impacientes, anhelaban verlo aparecer. Lo más novedoso, lo más inquietante, lo aterrador, era la sensación de que esta vez, este viaje a través de la lluvia, también le conducía a él, a él, a través del anhelo de un encuentro mil veces aplazado.


   Lo acompañaban atravesando este día gris otros tres viajeros, cada uno con su historia en una maleta sobre sus cabezas. Un hombre delgado, excesivamente delgado, se había sentado dos filas delante de él. Tenía unos setenta años y, desautorizando a su aspecto de debilidad, irradiaba fuerza en sus movimientos. Al colocar la maleta sobre su asiento habían intercambiado una leve inclinación de cabeza, y un destello brillante en la mirada del viejo había despertado su interés. Parece que no era el único que necesitaba hacer este viaje.


   Las otras dos personas que les acompañaban formaban una pareja de mediana edad, con un par de vidas conjuntas y descafeinadas en apariencia... pero sólo en apariencia. Bastaron para demostrarlo los menos de dos minutos que tardaron en acomodarse... de debajo de la chaqueta de él, apareció el periódico deportivo de la mañana, con sus fotografías a todo color y sus titulares mal redactados... del bolso de ella surgió un volumen gris y manoseado del “Ulises” de Joyce, que siguió siendo devorado por enésima vez con un hombro apoyado contra la ventanilla que lo protegía de la lluvia. Imaginó tardes de domingo con transistor en una habitación, mientras en la de al lado otra persona viajaba lejos, quizá también sin rumbo ni destino. Las razones que conducen a determinadas vidas a cruzarse y mantenerse juntas en el camino eran, un misterio tan insondable para él como el origen del universo para otros.


   Esa mañana el autobús les conducía a todos ellos al mismo lugar, pero todos y cada uno viajaban en un tiempo diferente. Cerró los ojos con la cabeza recostada contra el cristal. Intentaba revivir solamente una cosa, solamente un momento... Una mirada que bailaba entre el gris y el marrón se le clavó en medio de la oscuridad. Se dejó llevar buscando un olor desesperadamente recordado en otro tiempo, deseado hasta rozar la locura un poco más adelante, y asumido como suyo, como parte de él mismo, de su vida, esta mañana de martes. El olor de una piel apenas acariciada, tan suave y tan ajena que le dolía como propia.


   Le sacó de la ensoñación la voz del anciano. Cuando abrió los ojos apoyaba el brazo en el respaldo del asiento delante del suyo.

-  ¿Puedo sentarme?
-  Claro. - Se recolocó en el asiento y retiró del de al lado el bolso con el ordenador. El viejo se sentó.
-  Hace años odiaba viajar solo... creo que deseaba compartir todo lo que veía. Pero uno se hace viejo y se da cuenta de que los demás ojos siempre miran de forma diferente a los de uno mismo, así que decidí quedarme a solas con lo mío. La soledad es agradable, pero a veces tengo que huir de ella... me llamo Héctor. - Le tendió la mano, que él estrechó temeroso de romperla.
-  Yo soy Luis...
-  Encantado de conocerte Luis. Siento mucho haber interrumpido tus pensamientos, pero necesitaba una tabla de salvación por unos minutos.
-  ¿De qué necesita salvarse dentro de un autobús vacío?
-  ¡Buena pregunta! - Sonrió dejando ver sus dientes gastados de fumador de años. - La verdad es que quizá sea de eso de lo que pretendía salvarme, un autobús vacío suena demasiado tentador... La consecuencia es que ahora estoy sentado a tu lado... Lo que nos lleva a los lugares empieza a perder importancia justo en el momento en que llegamos allí, ¿no es cierto? - Rió abiertamente al mismo tiempo que la lectora de Joyce volvía con curiosidad la mirada.
-  Ojalá lo fuera... - Luis sonrió mientras se giraba un segundo de nuevo hacia el paisaje que desfilaba al otro lado de la carretera.  Seguía lloviendo, y no parecía cercana la posibilidad de que dejara de hacerlo. Su atracción por los días grises desde niño, siempre le había acarreado miradas de desconfianza. Es difícil de aceptar que haya seres humanos que se sienten cómodos mojándose bajo la lluvia, cuando la vida está programada para brillar bajo la luz del sol. - Pero lo que me ha traído a mí hasta este asiento no hace más que cobrar importancia a medida que transcurre el tiempo.
-  Bueno, siempre hay excepciones, querido Luis, y me temo que tienes ojos de excepción a muchas reglas. - Lo miró fijamente hasta casi hacerlo sentir incómodo... mantuvo la mirada unos segundos más antes de comenzar a sonreír. - Algunas cosas no se pueden ocultar tras una mirada, y los deseos son una de ellas.


   El autobús fue aminorando poco a poco su velocidad hasta entrar en una gasolinera de carretera secundaria, con una pequeña cafetería al lado. Héctor se levantó con soltura y cogió su chaqueta del portamaletas antes de salir. Luis esperó unos minutos para controlar la sensación de irrealidad que le había asaltado junto a las palabras del viejo. Un café le ayudaría a despertar. No se apresuró al salir del autobús, dejó que las gotas de lluvia fría de otoño le golpearan la cara mientras caminaba despacio hacia la cafetería. En una de las mesas, junto a la ventana, se sentaba la pareja. Él con el periódico abierto, ella con una taza de café caliente abrazada entre los dedos, miraba hacia el exterior. Se sentó en la barra y pidió café. Excepto por el sonido de las noticias que escupía el televisor, reinaba el silencio. Vio a Héctor sentado en una mesa en el rincón más alejado de la puerta, leía delante de una magdalena y un par de tostadas. Con su café en la mano se sentó a su lado. El viejo no levantó la mirada del libro, las gafas de pasta negra casi en la punta de la nariz le daban un aire abstraído y concentrado.

-  ¿Qué le hace seguir viajando Héctor?
-  Bueno, éste será mi último viaje. - Dijo sin levantar la mirada. - Pero siempre me ha movido lo mismo que a ti... el deseo. De encontrar un lugar, de encontrarme con alguien, de encontrarme a mí... - Lo miraba por encima de las gafas.
-  ¿Qué quiere decir que será el último viaje?
-  Cuando llegue a mi destino moriré. - Lo dijo de un modo tan seco e inesperado, tan crudo y tan en silencio, que Luis sintió un escalofrío.
-  ¿Cómo lo sabe?
-  Es muy fácil de saber cuando es uno mismo el que elige el lugar y la hora. - Dejó el libro sobre la mesa y miró hacia el aparcamiento sin ver lo que allí había. - No me queda más camino por recorrer, Luis. Y no me apetece pasar demasiado tiempo en el destino. La vida es un viaje demasiado corto como para no disfrutarlo... cada parada, cada estación, cada momento. Pero una vez que llegamos al final de la vía, cuando nos toca detener el cambio, cuando hemos de apearnos en el andén, bajar las maletas y recogernos bajo un techo acogedor, entre paredes calientes, en ese momento, no tiene sentido. Moriré mañana a las siete en punto de la tarde, en un banco con letras grabadas hace mucho tiempo, bajo la lluvia. - Su mirada regresó al mundo sólo para clavarse en él. - Todavía hay gente que no comprende que lo importante es el viaje, no el destino.


   Se levantó dejando el desayuno intacto y caminó solo hasta el autobús... Sin prisa, dejando que las gotas frías de lluvia de otoño le golpearan la cara, mientras Luis lo contemplaba desde el otro lado de la ventana, desde la mitad del camino.


   Ya sentados de nuevo en su lugar, el autobús reanudó la marcha. Quedaban un par de horas más de viaje, y se puso a pensar que quizá las distancias que nos separan de algunos momentos no son físicas, no son los kilómetros de asfalto, no son las horas de viaje... son las distancias que nosotros construimos en altos muros de temor, de vergüenza, de miedo a que algo suceda, de miedo a nuestra propia debilidad. Esos momentos aplazados, alejados por nuestra decisión absurda, quizá sean los únicos que hagan que el tren no se detenga. Eso ya lo había intuido hacía dos días, cuando sentado en un café de Madrid, delante de un sillón vacío, recordó que su vagón había ido mucho más deprisa una vez, en ese mismo lugar, pero sin sillones vacíos. La búsqueda de la soledad, enfermiza, en lugar de librarle del lastre de la compañía, en lugar de aligerarle y permitirle volar más fácilmente, en lugar de eso... en lugar de eso le lastraba. Durante años, la soledad mal entendida le había pesado en la espalda, sobre los hombros, había hecho más pesado el caminar... y más lento.


   La lectora de Joyce le miraba con curiosidad desde su asiento y le sonrió. Todas las personas que viajamos por este mundo solos sabemos reconocernos. Pero había llegado el día en que necesitaba escapar de las noches en vela, de los jardines caminados en tardes de otoño... Héctor dormía con las manos sobre las piernas, la respiración profunda, pausada, las arrugas de la piel, las manchas en la frente... Él no era demasiado distinto de ese hombre. Sus propios ojos le devolvieron la comprensión desde el cristal de la ventanilla. Sus propios labios le hablaron con un susurro...

-  Tú no eres ese hombre...
-  Quizá llegue un día a serlo...
-  Envidias el control que los demás ejercen sobre sus propias vidas, anhelas recorrer los senderos que has elegido, pero no te das cuenta de que nadie tiene poder más que para elegir cuándo ha llegado... elegir la hora y el lugar es el máximo control al que puedes aspirar...


   Se quedó dormido...


   Abrió los ojos en el momento en que el autobús entraba en la estación. La lluvia había cesado, pero las nubes seguían cerradas en una cúpula gris que gritaba que no habían concluido su trabajo. Sólo una figura esperaba bajo la marquesina de la estación desierta. Sintió cómo la sangre latía en su cabeza. Se levantó para recoger su maleta mientras notaba el temblor de sus manos y tuvo que detenerse para respirar profundamente. La distancia hoy había desaparecido, tras años de obstinada construcción de muros, tras años de defensa de una atalaya vacía, tras años de miedo y de vergüenza... No había ropa en la maleta... sólo libros... y cine... acumulados para llenar el castillo que hoy capitulaba. Serían los testigos mudos, algunos nunca más leídos ni vistos, de la rendición. Al bajar los peldaños que conducían al andén se sintió tranquilo. Muy despacio, dio la vuelta al autobús para encontrarse con una mirada que bailaba entre el gris y el marrón, con un olor asumido como suyo, con una piel tan ajena que le dolía como propia. Cuando estuvo frente a ella dejó caer la maleta a su lado. Jugueteaba con una moneda de diez florines, garante de que otra vez la distancia también había sido cero. Una sonrisa triste, nostálgica y esperanzada, una sonrisa que aceptaba al fin que los días grises pueden ser disfrutados y devorados con la misma ansiedad que los días brillantes, se asomó a sus labios. Y fue imitada por otros labios frente a los suyos...

-  Hola pequeña...

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