
Las otras dos personas que les acompañaban
formaban una pareja de mediana edad, con un par de vidas conjuntas y
descafeinadas en apariencia... pero sólo en apariencia. Bastaron para
demostrarlo los menos de dos minutos que tardaron en acomodarse... de debajo de
la chaqueta de él, apareció el periódico deportivo de la mañana, con sus
fotografías a todo color y sus titulares mal redactados... del bolso de ella
surgió un volumen gris y manoseado del “Ulises” de Joyce, que siguió siendo
devorado por enésima vez con un hombro apoyado contra la ventanilla que lo
protegía de la lluvia. Imaginó tardes de domingo con transistor en una
habitación, mientras en la de al lado otra persona viajaba lejos, quizá también
sin rumbo ni destino. Las razones que conducen a determinadas vidas a cruzarse
y mantenerse juntas en el camino eran, un misterio tan insondable para él como
el origen del universo para otros.
Esa mañana el autobús les conducía a todos
ellos al mismo lugar, pero todos y cada uno viajaban en un tiempo diferente.
Cerró los ojos con la cabeza recostada contra el cristal. Intentaba revivir
solamente una cosa, solamente un momento... Una mirada que bailaba entre el
gris y el marrón se le clavó en medio de la oscuridad. Se dejó llevar buscando
un olor desesperadamente recordado en otro tiempo, deseado hasta rozar la
locura un poco más adelante, y asumido como suyo, como parte de él mismo, de su
vida, esta mañana de martes. El olor de una piel apenas acariciada, tan suave y
tan ajena que le dolía como propia.
Le sacó de la ensoñación la voz del anciano.
Cuando abrió los ojos apoyaba el brazo en el respaldo del asiento delante del
suyo.
- ¿Puedo
sentarme?
- Claro.
- Se recolocó en el asiento y retiró del de al lado el bolso con el ordenador.
El viejo se sentó.
- Hace
años odiaba viajar solo... creo que deseaba compartir todo lo que veía. Pero
uno se hace viejo y se da cuenta de que los demás ojos siempre miran de forma
diferente a los de uno mismo, así que decidí quedarme a solas con lo mío. La
soledad es agradable, pero a veces tengo que huir de ella... me llamo Héctor. -
Le tendió la mano, que él estrechó temeroso de romperla.
- Yo
soy Luis...

- ¿De
qué necesita salvarse dentro de un autobús vacío?
- ¡Buena
pregunta! - Sonrió dejando ver sus dientes gastados de fumador de años. - La
verdad es que quizá sea de eso de lo que pretendía salvarme, un autobús vacío
suena demasiado tentador... La consecuencia es que ahora estoy sentado a tu
lado... Lo que nos lleva a los lugares empieza a perder importancia justo en el
momento en que llegamos allí, ¿no es cierto? - Rió abiertamente al mismo tiempo
que la lectora de Joyce volvía con curiosidad la mirada.
- Ojalá
lo fuera... - Luis sonrió mientras se giraba un segundo de nuevo hacia el
paisaje que desfilaba al otro lado de la carretera. Seguía lloviendo, y no parecía cercana la
posibilidad de que dejara de hacerlo. Su atracción por los días grises desde
niño, siempre le había acarreado miradas de desconfianza. Es difícil de aceptar
que haya seres humanos que se sienten cómodos mojándose bajo la lluvia, cuando
la vida está programada para brillar bajo la luz del sol. - Pero lo que me ha
traído a mí hasta este asiento no hace más que cobrar importancia a medida que
transcurre el tiempo.
- Bueno,
siempre hay excepciones, querido Luis, y me temo que tienes ojos de excepción a
muchas reglas. - Lo miró fijamente hasta casi hacerlo sentir incómodo...
mantuvo la mirada unos segundos más antes de comenzar a sonreír. - Algunas
cosas no se pueden ocultar tras una mirada, y los deseos son una de ellas.
El autobús fue aminorando poco a poco su
velocidad hasta entrar en una gasolinera de carretera secundaria, con una
pequeña cafetería al lado. Héctor se levantó con soltura y cogió su chaqueta
del portamaletas antes de salir. Luis esperó unos minutos para controlar la
sensación de irrealidad que le había asaltado junto a las palabras del viejo.
Un café le ayudaría a despertar. No se apresuró al salir del autobús, dejó que
las gotas de lluvia fría de otoño le golpearan la cara mientras caminaba
despacio hacia la cafetería. En una de las mesas, junto a la ventana, se
sentaba la pareja. Él con el periódico abierto, ella con una taza de café
caliente abrazada entre los dedos, miraba hacia el exterior. Se sentó en la
barra y pidió café. Excepto por el sonido de las noticias que escupía el
televisor, reinaba el silencio. Vio a Héctor sentado en una mesa en el rincón
más alejado de la puerta, leía delante de una magdalena y un par de tostadas.
Con su café en la mano se sentó a su lado. El viejo no levantó la mirada del
libro, las gafas de pasta negra casi en la punta de la nariz le daban un aire
abstraído y concentrado.
- ¿Qué
le hace seguir viajando Héctor?
- Bueno,
éste será mi último viaje. - Dijo sin levantar la mirada. - Pero siempre me ha
movido lo mismo que a ti... el deseo. De encontrar un lugar, de encontrarme con
alguien, de encontrarme a mí... - Lo miraba por encima de las gafas.
- ¿Qué
quiere decir que será el último viaje?
- Cuando
llegue a mi destino moriré. - Lo dijo de un modo tan seco e inesperado, tan
crudo y tan en silencio, que Luis sintió un escalofrío.
- ¿Cómo
lo sabe?

Se levantó dejando el desayuno intacto y
caminó solo hasta el autobús... Sin prisa, dejando que las gotas frías de
lluvia de otoño le golpearan la cara, mientras Luis lo contemplaba desde el
otro lado de la ventana, desde la mitad del camino.
Ya sentados de nuevo en su lugar, el autobús
reanudó la marcha. Quedaban un par de horas más de viaje, y se puso a pensar
que quizá las distancias que nos separan de algunos momentos no son físicas, no
son los kilómetros de asfalto, no son las horas de viaje... son las distancias
que nosotros construimos en altos muros de temor, de vergüenza, de miedo a que
algo suceda, de miedo a nuestra propia debilidad. Esos momentos aplazados,
alejados por nuestra decisión absurda, quizá sean los únicos que hagan que el
tren no se detenga. Eso ya lo había intuido hacía dos días, cuando sentado en
un café de Madrid, delante de un sillón vacío, recordó que su vagón había ido
mucho más deprisa una vez, en ese mismo lugar, pero sin sillones vacíos. La
búsqueda de la soledad, enfermiza, en lugar de librarle del lastre de la
compañía, en lugar de aligerarle y permitirle volar más fácilmente, en lugar de
eso... en lugar de eso le lastraba. Durante años, la soledad mal entendida le
había pesado en la espalda, sobre los hombros, había hecho más pesado el
caminar... y más lento.
La lectora de Joyce le miraba con curiosidad
desde su asiento y le sonrió. Todas las personas que viajamos por este mundo
solos sabemos reconocernos. Pero había llegado el día en que necesitaba escapar
de las noches en vela, de los jardines caminados en tardes de otoño... Héctor
dormía con las manos sobre las piernas, la respiración profunda, pausada, las
arrugas de la piel, las manchas en la frente... Él no era demasiado distinto de
ese hombre. Sus propios ojos le devolvieron la comprensión desde el cristal de
la ventanilla. Sus propios labios le hablaron con un susurro...
- Tú
no eres ese hombre...
- Quizá
llegue un día a serlo...
- Envidias
el control que los demás ejercen sobre sus propias vidas, anhelas recorrer los
senderos que has elegido, pero no te das cuenta de que nadie tiene poder más
que para elegir cuándo ha llegado... elegir la hora y el lugar es el máximo
control al que puedes aspirar...
Se quedó dormido...

- Hola
pequeña...
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