El olor del agua, entre dulce y salado, invadía todo el paseo. Acababa de descubrir que las desembocaduras desprenden un aroma muy especial. Una especie de final en un camino nacido a mil kilómetros, un éxtasis en el que el río se ensancha para recibir la recompensa del sabor salado. Los veleros desfilaban frente a las rocas sobre las que estaba sentado, y la música y el baile de un grupo callejero de africanos, en la Plaza del Comercio, a su espalda, le daban a la realidad el toque justo de magia.
Era agradable estar solo entre tanta gente. Esa misma mañana había llegado a Lisboa y se había sentado en ese mismo lugar con la maleta al lado. En aquel primer encuentro la ciudad dormía al amanecer. Caminar con ella a su merced, loos edificios silenciosos con sus fachadas de azulejos destartalados, sólo para él, había sido un ejercicio de liberación para su nostalgia demasiado reconfortante. Ahora se dedicaba a contemplar el movimiento del agua en la orilla y a respirar el aire y la vida que lo rodeaban.
Después de dejar su maleta en el estudio y tomar un par de tazas de café, se había apresurado a caminar durante todo el día. Llegar a una ciudad nueva y perderse sin rumbo por las calles, sin esperar nada a cambio, descubriendo cada esquina, cada recodo, observándolo todo por primera vez. Decidir si es un buen lugar para vivir... O para morir. Saberse de paso y sin urgencias. Cargar la maleta con un nuevo lugar quizá definitivo, quizá demasiado breve.
La música de los africanos se detuvo por un momento mientras ellos descansaban. A su espalda la plaza se abría dolorosamente amplia hacia el río. Con sus arcadas y su gran arco central, por el que las personas se dirigían al Rossio, sólo un poco más arriba. Todo daba la sensación de abrazarle. Los rayos de sol, ya cerca del ocaso, reponían el calor que la brisa robaba. La misma brisa que sustentaba el vuelo carroñero de las gaviotas civilizadas, la misma que empujaba las velas de los barcos sacados de puerto los domingos...
Un momento inesperado, un arañazo que le atravesó el pecho, un destello luminoso en medio de la frente, y conoció el sabor de algo nuevo. Un par de lágrimas, sólo dos, quizá una más, nadie iba a detenerse a contarlas, sin pedir permiso aparecieron, nocturnas y alevosas bajo las gafas de sol. No eran como las demás, no como fueron todas las anteriores, no como serían las de la madrugada... Éstas eran claras, con un pequeño toque de azul, con un pequeño, pequeñísimo, color de esperanza, de paz, de pausa en la agonía nostálgica del echar de menos. Liberado de ataduras, de miedos y congojas, aprendió cuánto se puede acercar alguien a ser feliz mientras espera. Y deseó que ese momento fuera eterno, si ya no lo era, decidió, a su pesar, quedarse a vivir en él, en una pequeña casa de madera rodeada de bosque verde, justo en el centro de ese instante. Con un pequeño toque de impaciencia, con una pizca de añoranza de lo que ocurrirá mañana cuando se sabe que va a ocurrir. Esa pequeña incsertidumbre de que el mundo cambie su giro cuando se sabe que no lo cambiará. Ése fue el momento que más cerca estaría nunca de la felicidad absoluta, pura y sin esquinas.
Se levantó y caminó despacio, bajo el sol, hacia ninguna parte. Se dirigía sin saberlo, ingenuo entre los ingenuos, hacia la mayor amargura durante la madrugada, hacia un despertar de lágrimas negras durante la noche.
Dejémosle pues tranquilo, atado en ese instante...