sábado, 19 de mayo de 2012 0 comentarios

Momentos

   Quiero guardar momentos en un tarro, en una lata... Vivir uno de ellos, guardarlo en el recuerdo y, al llegar a casa, ponerlo en un tarro de cristal y encerrarlo bajo una tapa enroscada deprisa para que no se escape nada de él. Luego almacenarlos en un armario de madera antigua y clasificarlos... Buenos, malos, inolvidables, melancólicos, grises, rojos... Todos ellos alineados como un pequeño listado de una vida. Podría agruparlos en capítulos cronológicos... Infancia, adolescencia, madurez, vejez... muerte. Quizá alguien pudiera guardar el momento de la muerte, para poder regresar y morir unas cuantas veces. Es posible incluso que en cada estantería colocara el nombre de una persona... momentos con Manuel, con Javi, solo, contigo... O puede ser que los nombres fueran de lugares... Madrid, Barcelona, Lisboa, mi casa, tu casa....

   Y así, cada vez que necesitara un momento porque no vivo un momento, me levantaría del sillón, de la cama, abriría el armario de madera antigua y desenroscaría la tapa de uno de ellos. Con mucho cuidado para que no se escapara ninguna sensación, ningún sonido, ningún olor, ningún color... Imaginaos un recuerdo sin olores, sin sonido, como una película muda en la que nadie coloca el texto para saber lo que está pasando. Serían momentos perdidos que provocarían el dolor de sentir solo una parte. Los que pensara revivir en más ocasiones estarían guardados en recipientes más grandes, para que la pérdida cada vez que se abren no consiguiera agotarlos. Al abrirlos volvería a estar allí, o aquí... volvería a estar contigo, o sin ti... No podría quedarme más que un tiempo breve. Los momentos son delicados, esquivos, si se mantienen demasiado tiempo fuera de sus tarros se descomponen, se corrompen mezclándose con el momento de abrirlos... Podría idear una habitación estéril de instantes, fuera del tiempo, en la que colocar mi armario. Una habitación cerrada por una gruesa puerta de acero, con una clave secreta que cambiaría cada día. Nadie podría entrar, porque entonces me conocería.

   Si todos los frascos se abriesen al mismo tiempo, en el centro de mi habitación estéril una nube de minutos vividos se formaría como una tormenta, violenta como el instante en que surgió la vida. De su viento y sus relámpagos brillantes aparecería una sola figura, una figura que se iría haciendo visible a medida que se disipase el fragor de la lluvia. Una figura compuesta de lugares, de nombres, de mí, de ti... Inevitablemente sería yo.
jueves, 17 de mayo de 2012 0 comentarios

Lisboa V

  El puente rojo recortado sobre el cielo gris enmarca el aire pesado de finales de la primavera. Una brisa templada recorre la terraza frente al museo, y se lleva el humo del cigarrillo casi consumido con demasiada calma. Está rodeado de voces en idiomas extraños, pero no se siente fuera de lugar. La cerveza fría ayuda, rubia, a encarar la ciudad, su último día, con un poco menos de nostalgia. La soledad hace crecer en mayor medida. Al menos la vida no ha sido excesivamente cruel con la herida abierta, o quizá haya sido él mismo el que por fin ha mirado hacia dentro, ha encontrado algo, algún modo de saborear la ausencia, de masticar el vacío, tragarlo y hacerlo digerible.

  Un Cristo alado observa desde la otra orilla, con pretensiones de grandeza inacabadas. Los turistas, con sus rostros pálidos, comparten, leen, sonríen sin tener ni idea.  No sienten el momento... Comen, beben... Cámaras oscuras sobre las mesas blancas hablan de formas de escuchar un río, una desembocadura, una piedra tallada y almacenada a la espalda junto con pinturas mágicas en salas vacías. Él es diferente a todos ellos. Navegando por los días siempre solo, por caminos diferentes, sólo compartidos en el espacio pero nunca nada más. Sin las banalidades obscenas de una existencia pueril y tan feliz que da envidia vivirla.

  No existe el lugar adecuado para él entre todos ellos. Ha de recogerse y mantener el muro levantado, vigilado por soldados armados, el puente levadizo siempre arriba... ¿Por qué mostrar los secretos que nadie sabrá compartir? ¿Por qué franquear la entrada a quien se sentará a la mesa sólo para saborear olores nuevos, diferentes, de los que acabará harto, saciado y enfermo?

  Ellos se mueven, charlan por sus teléfonos muertos, toman sus vasos con manos que sólo sienten cristal y miran con ojos que sólo ven verde en la hierba... La lluvia se acerca, se huele, y ellos sacarán sus paraguas para no mojarse... insensatos. Y mirarán extrañados su paso lento, su frente empapada de lluvia de mayo, mientras se refugian en su propia vida y encierran su alma en rutina enferma. Leen pero no comprenden, y algunos ni siquiera saben leer. Son aves con alas cortas y estómagos llenos que nunca emprenden el vuelo, condenadas a vivir en tierra, ocupadas en encontrar su grano y dormir pronto su noche. Saciados de vida simple, de hambre saciada y sin más hambre.

  La cerveza apurada exige un movimiento urgente. Se marcha solo entre gente, hacia las calles estrechas de esta ciudad en ruinas, con fachadas descoloridas, con ginja, faro, puentes de metal rojo y veleros atracados. Rodeado de un muro elegido, así camina...
lunes, 7 de mayo de 2012 0 comentarios

Lisboa I

El olor del agua, entre dulce y salado, invadía todo el paseo. Acababa de descubrir que las desembocaduras desprenden un aroma muy especial. Una especie de final en un camino nacido a mil kilómetros, un éxtasis en el que el río se ensancha para recibir la recompensa del sabor salado. Los veleros desfilaban frente a las rocas sobre las que estaba sentado, y la música y el baile de un grupo callejero de africanos, en la Plaza del Comercio, a su espalda, le daban a la realidad el toque justo de magia.

Era agradable estar solo entre tanta gente. Esa misma mañana había llegado a Lisboa y se había sentado en ese mismo lugar con la maleta al lado. En aquel primer encuentro la ciudad dormía al amanecer. Caminar con ella a su merced, loos edificios silenciosos con sus fachadas de azulejos destartalados, sólo para él, había sido un ejercicio de liberación para su nostalgia demasiado reconfortante. Ahora se dedicaba a contemplar el movimiento del agua en la orilla y a respirar el aire y la vida que lo rodeaban.

Después de dejar su maleta en el estudio y tomar un par de tazas de café, se había apresurado a caminar durante todo el día. Llegar a una ciudad nueva y perderse sin rumbo por las calles, sin esperar nada a cambio, descubriendo cada esquina, cada recodo, observándolo todo por primera vez. Decidir si es un buen lugar para vivir... O para morir. Saberse de paso y sin urgencias. Cargar la maleta con un nuevo lugar quizá definitivo, quizá demasiado breve.

La música de los africanos se detuvo por un momento mientras ellos descansaban. A su espalda la plaza se abría dolorosamente amplia hacia el río. Con sus arcadas y su gran arco central, por el que las personas se dirigían al Rossio, sólo un poco más arriba. Todo daba la sensación de abrazarle. Los rayos de sol, ya cerca del ocaso, reponían el calor que la brisa robaba. La misma brisa que sustentaba el vuelo carroñero de las gaviotas civilizadas, la misma que empujaba las velas de los barcos sacados de puerto los domingos...


Un momento inesperado, un arañazo que le atravesó el pecho, un destello luminoso en medio de la frente, y conoció el sabor de algo nuevo. Un par de lágrimas, sólo dos, quizá una más, nadie iba a detenerse a contarlas, sin pedir permiso aparecieron, nocturnas y alevosas bajo las gafas de sol. No eran como las demás, no como fueron todas las anteriores, no como serían las de la madrugada... Éstas eran claras, con un pequeño toque de azul, con un pequeño, pequeñísimo, color de esperanza, de paz, de pausa en la agonía nostálgica del echar de menos. Liberado de ataduras, de miedos y congojas, aprendió cuánto se puede acercar alguien a ser feliz mientras espera. Y deseó que ese momento fuera eterno, si ya no lo era, decidió, a su pesar, quedarse a vivir en él, en una pequeña casa de madera rodeada de bosque verde, justo en el centro de ese instante. Con un pequeño toque de impaciencia, con una pizca de añoranza de lo que ocurrirá mañana cuando se sabe que va a ocurrir. Esa pequeña incsertidumbre de que el mundo cambie su giro cuando se sabe que no lo cambiará. Ése fue el momento que más cerca estaría nunca de la felicidad absoluta, pura y sin esquinas.

Se levantó y caminó despacio, bajo el sol, hacia ninguna parte. Se dirigía sin saberlo, ingenuo entre los ingenuos, hacia la mayor amargura durante la madrugada, hacia un despertar de lágrimas negras durante la noche.

Dejémosle pues tranquilo, atado en ese instante...
 
;