lunes, 24 de diciembre de 2012

La carta


  La carta cayó dentro del buzón sin emitir ni un solo sonido. La mano que hace un minuto la sostenía casi inerte junto al costado regresó a su posición inanimada. Delante de aquella pieza metálica amarilla, justo frente a las letras en relieve que señalaban ausentes la fina ranura para introducir los sobres, justo ahí, el resto de un cuerpo de poco más de un metro ochenta se mantenía inmóvil, como en éxtasis de beatitud, con la mirada fija en ninguna parte. Exhaló un suspiro sin inmutarse, excepto por la disminución del ritmo de los latidos de su corazón, nada había cambiado. Nadie caminaba por la plaza a esa hora de la madrugada, la niebla cargada de humedad hacía la noche de diciembre aún más fría, con cada respiración su boca desterraba de su cuerpo una porción de calor en forma de nube de vapor tibio. Dios, esperaba que la dirección siguiera siendo la misma, habían pasado demasiados años. Sabía que ella siempre había deseado aquella casa, desde el día que caminaron por la vereda justo delante de la arcada de la cancela. Se había puesto de puntillas como una niña que quería alcanzar alguna golosina escondida en el armario. - ¿Has visto? - dijo - Es preciosa... Necesito vivir en una casa así, necesito esta casa. - Él no lo tomó demasiado en cuenta en aquel momento, pero cuando después de mil paseos por la vereda apareció el cartel que la ponía en venta se convirtió en una obsesión para ella. No era un objetivo, un sueño alcanzable quizás... Era un pensamiento continuo, un deseo de cuatro paredes de piedra que no dejaba de aparecer en cualquier conversación. Por aquel entonces las cosas ya no funcionaban entre ellos, al menos no como al principio. Ella echaba de menos algo que nunca comprendió, los años habían pasado rápidos entre planes de futuro que se postergaban por falta de dinero, por falta de tiempo, por huída cobarde de la intención... Quizá fuera eso lo que le aferró a la idea de aquella casa pequeña, perdida entre un gran terreno poblado de árboles y cubierto de hierba verde. Sólo el camino de grava estéril rompía la monocromía del lugar. El camino y la casa propiamente dicha, con paredes de grandes bloques de piedra gris y tejado marrón oscuro a dos aguas. 

   Las cosas comenzaron a ir mal entre ellos aquella noche de verano en que él no quiso hacer el amor en la playa. Habían estado cenando y habían bebido un poco, lo suficiente como para que ella se desnudara en su cala escondida, donde lo habían hecho tantas veces tiempo atrás. Él estaba tumbado mirando la luna allá arriba, perdido en algún pensamiento que ahora ya no podía recordar, hundido en aquel mundo irreal que le acosó durante tantos años desde la adolescencia. Se tumbó a su lado de costado y comenzó a dibujar formas moviendo el dedo con suavidad por su pecho. Él sabía lo que ella anhelaba aquella noche de luna llena, la diferencia mortal, lo que asesinó la energía que siempre había fluido entre ellos desde que se conocieron, lo que la enterró bajo una tonelada de piedras y barro, fue su sensación de que él no anhelaba lo mismo. Él sólo quería seguir mirando la luna allá arriba. Puso su mano sobre la de ella con delicadeza y la retiró hacia su costado. Oyó su suspiro y sintió cómo se tumbaba boca arriba a su lado sin soltarse. - Está demasiado lejos.- dijo ella. Y él no supo si se refería a aquella esfera blanca o a él mismo. 

   Todo lo que siguió a aquella noche estuvo cargado de desesperanza, de miedo al futuro y de temor al presente. Todo hasta que una tarde llegó a casa y ella ya no estaba. No había escrito ninguna nota, ningún adiós, no había hecho falta más que ver cómo se consumían las semanas estériles, cada vez más secas, cada vez más desiertas. Anduvo cansino hasta la cocina, sacó la botella de whisky del armario de la esquina y se sirvió una copa. Apoyado en la pequeña mesa donde habían cenado juntos, escuchó el silencio de la casa vacía, en penumbra. Así fue como terminó su historia. Sin escándalos, sin dramas, simplemente se fue pudriendo poco a poco desde el día que prefirió la luna a un cuerpo tibio, prefirió la frialdad y la distancia al calor y la vida. 

   De eso habían pasado doce años. No hubo llamadas. Al principio le llegaban noticias de ella a través de algún amigo común conquistado durante sus años juntos. Supo que su trabajo fue bien, que pudo comprar la casa de piedra junto con su terreno verde y su camino de grava. Supuso que era feliz en ella, la imaginó junto a la chimenea en invierno, quién sabe si con algún crío de pelo castaño como el suyo correteando a su alrededor. Imaginó navidades agradables con una familia que no era él, imaginó veranos al sol en la hierba verde. Él se marchó lejos, tanto como le permitió su desarraigo con el mundo, tanto como le llevó el primer avión que encontró dos meses y siete días después de su marcha, después de abandonar su trabajo, cómodo y tedioso, y cobrar lo que se le debía por los servicios prestados. Anduvo algunos lugares que siempre había deseado andar. Una mañana, caminando por las calles húmedas de París, recordó lo mucho que ella se quejaba cuando se empeñaba en caminar sin rumbo por las ciudades. Decía que siempre había que saber hacia dónde se dirigía uno, o su vida siempre sería vivida por otros. Conoció a algunas mujeres, no muchas, siempre había sido un tipo demasiado difícil, demasiado silencioso en su mundo vivido por otros, pero la mayoría del tiempo estuvo solo. Poco a poco se había separado de todo lo que le unía con su pasado, los amigos se agotaron de tanto esperar y no había amigos nuevos. Se acomodó en la soledad y en el movimiento, es más fácil partir sin decir adiós. 

   Ahora era más viejo, los lugares estaban cada vez más lejos, la soledad se volvió fría y desapacible. Hace una semana que se había parado delante de la cancela de reja negra y se había puesto de puntillas para observar. Todo seguía en su lugar, pero no había señales de que alguien habitara la casa. En realidad no importaba, porque nunca se hubiese atrevido a cruzar esa puerta, simplemente sus pasos le dirigieron hacia allí inconscientemente. Caminaba sin rumbo, ya sabéis, examinando obsesivamente un mundo que no existía, cuando se dio cuenta de dónde se encontraba, se puso de puntillas para observar, y todo seguía en su lugar. Así que siguió su camino sin prisa. Pero cuando llegó a la pensión, cuando estuvo tumbado mirando el techo de piedra, las esquinas pobladas por telarañas, las paredes desconchadas por la humedad, unas uñas lo empezaron a desgarrar desde la tripa, por todo su interior notaba las punzadas del pasado que vuelve, de los asuntos pendientes que se sacan del armario y se desempolvan crueles, sin que se puedan esconder de nuevo un poco más profundo y cerrar la puerta después. 

   Y ahora estaba parado de madrugada ante un buzón amarillo, delante de las letras insensibles que indican la fina apertura que engulle deseos y pensamientos sin inmutarse. Calado de humedad y arañado. Esperando que la dirección sea la misma, escuchando el silencio de la carta al mezclarse con las otras. 











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