Con la cabeza apoyada en la ventanilla intentaba recuperar algo de sueño. El vuelo duraría un par de horas y el olor a ambientador de aerolínea barata inundaba la atmósfera del avión, ya demasiado cargada por el exceso de pasajeros. No había dormido nada en toda la noche, tampoco había comido desde el mediodía anterior. Así que decidió maltratar su cuello durante el viaje y soportar el frío que se acomodaba e su mejilla a través del fuselaje. Odiaba dormir de esa manera, pero estaba agotado. Las cabezadas eran demasiado breves, pero su cerebro se iba reiniciando poco a poco a base de pequeños sueños, pequeños flashes que duraban segundos pero que al despertar bruscamente le obligaban a situarse de nuevo en aquella mañana, aquel viaje, aquella despedida...
Había elegido un asiento de la primera fila, así podría estirar las piernas y ningún maleducado de los que pueblan el país en estos tiempos, decidiría que su respaldo podía partirle las rodillas sin que mediase una mínima disculpa. Sólo había un problema, su butaca quedaba justo a veinte centímetros de la puerta delantera, y el frío de los ocho mil metros se colaba directamente en su pierna izquierda, dejando la mitad de su cuerpo en un estado previo a la congelación. Podría soportarlo. Cuando aterrizó en Bolonia, el cuello se había convertido en un castigo doloroso que mandaba punzadas hacia su cabeza con saña. El día era aplastantemente gris. La humedad calaba cualquier cosa que se mantuviera un par de minutos en el exterior, pero agradeció la bofetada de oxígeno frío directo a sus pulmones. Fue el primero en bajar la escalerilla y dirigirse caminando por el asfalto empapado, ni siquiera miró hacia atrás cuando escuchó la algarabía de los demás pasajeros recogiendo sus maletas.
Recorrió el trayecto que separa el aeropuerto Marconi de la Estación Central en autobús. Con la gorra calada casi hasta las cejas y el equipaje sobre sus rodillas, se dedicó a evitar la mirada de las personas sentadas frente a él escapándose a través de la ventana que lo separaba del tráfico. La ciudad había despertado hacía rato y la prisa les rodeaba con estrépito. Pasaban unos minutos de las diez, ya debía de haber despegado. La idea le hizo torcer el gesto en una mueca de dolor, duró un instante, se obligó a fijarse en las tiendas que desfilaban al otro lado de la acera, todas recién abiertas, todas iluminadas, daban la misma sensación de frescor que unos dientes recién cepillados. Era la primera vez que pisaba la Estación Central de Bolonia, y en su imaginación había construido un inmenso edificio renacentista plagado de vías a su espalda, con trenes partiendo desde elegantes andenes cubiertos por una enorme cúpula... Se encontró con un vestíbulo pequeño, saturado de máquinas rojas y plata expendedoras de billetes, unos andenes sucios como en cualquier otro lugar, como en cualquier otra estación, de los que partían trenes manchados y ruidosos, como en todas partes. Se alegraba de estar aquí. Al encuentro de la vieja amistad, se sumaba la huída de una casa demasiado vacía... siendo honestos... completamente vacía.
Así que compró el billete en una de esas máquinas pegadas cada una a una pequeña fila de pacientes viajeros. Por suerte esa usurpadora usurpaba la personalidad de un amable funcionario que hablaba castellano,así que no le resultó difícil descifrar el misterio que rodea siempre a la compra de un biglietto para alguien que de italiano entiende bastante poco cuando se trata de lidiar con cajeros y cajeras aburridos. El vagón era cálido a pesar de su aspecto exterior, se acomodó en un asiento de ventanilla y disfrutó de la retirada cobarde del frío que aún se emboscaba obstinado en sus pies. No había más que cuatro viajeros aparte de él, alejados por varias filas de asientos, lo que satisfizo su misantropía de un modo que no podía dejar de agradecer. El trayecto hasta Faenza era breve, tres estaciones más y nada le separaría de su destino. En esos cincuenta minutos iba a dejarse llevar. Apareció en su cabeza la imagen de un avión blanco sobrevolando la península hacia el sur, dejando atrás la costa y parte del Atlántico para posarse bruscamente en una pista de aterrizaje, en una isla mil kilómetros más allá de sus deseos. Apareció el sol de la mañana, el ajuste horario, apareció una sonrisa por haber llegado, dos maletas y un perro blanco... apareció un nudo en la garganta, aparecieron unos ojos húmedos y la desvergüenza consentida de sentirse triste contra la ventanilla de un tren en marcha, de llorar contra la ventanilla de un tren en marcha. Apareció la esperanza de que esa huída cobarde que él había emprendido durante esa semana, le permitiera extrañar con calma por calles extrañas, donde nadie le preguntaría hacia dónde iba, ni se fijaría en su mirada perdida mientras caminaba. Saboreó durante cincuenta minutos la intimidad de un tren, un tren en la intimidad.
Cuando las puertas se abrieron para que subiesen al vagón el frío y la humedad, bajó con el equipaje al hombro y la carne de gallina. Atravesó el vestíbulo medio vacío, atravesó las puertas, se encontró en la calle, se apoyó en una señal de parada de taxis, una señal como cualquier otra de cualquier otro lugar, y esperó. Casi al instante apareció un pequeño coche amarillo que se detuvo frente a él. Después... un abrazo, un ¿cómo ha ido el viaje?, un me alegro de que hayas venido... Dentro de él... un te necesito, un te extraño, un te echo de menos, un por qué has tenido que marcharte, y un agujero en el alma que sólo se llenará con un regreso.
Había llegado.
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