Se tumbó en la cama, la habitación hervía a casi treinta grados en una madrugada de mitad de Junio... demasiado calor para dejarse dormir. Mirando el techo amarillento a la luz de la lámpara, recordó quién había sido. Rehizo el tortuoso camino que había recorrido, observándose como un espectador de película en blanco y negro. Tócala Sam, si ella la resistió yo también... Bogart era un tipo duro con chaqueta blanca y pajarita. Bogart sí... Él sólo era un tipo más fuerte que hace unos meses, no regentaba un bar en Casablanca, ni recordaba las sirenas de la guerra en París tras la ventana, pero la piel se le había endurecido, aunque no el alma. Había sido difícil, escapar de la desesperanza es como escapar de una emboscada tendida por tu propia mente, por tu propia vida. Pero ahora podía mirarse al espejo, esta noche sí. Podía anhelar sin destruirse. Había cumplido su promesa, la persona que comenzaba a emerger de la tormenta era mucho mejor que la que se escondía empapada, temerosa, que aquél que temblaba con las manos sobre la cabeza en cada estallido de luz de cada relámpago. Había cumplido su promesa.
Conducía por una de esas carreteras secundarias bordeadas de árboles camino de ninguna parte. Hacía rato que había comido lo que encontró en la nevera, un poco por costumbre, llevaba meses sin tener más que un recuerdo de lo que es el apetito. Conducía sin rumbo intentando no pensar en nada. ¿De verdad eso era posible? Lo había leído en alguna parte. El viento de la tarde se colaba por la ventanilla bajada, las dos manos en el volante, la mirada fija en la carretera. Hacía ya demasiado tiempo que le acosaba la sensación de haber perdido el control de su vida, como si se moviera por impulsos, gobernado por una mano externa, desconocida, demasiado burlona como para tener ninguna gracia. Hace años que cada vez que se siente acosado, sale de casa, se sube al coche, nota la seguridad del abrazo del asiento gastado, del olor de la tapicería, del quejido renqueante del motor, muy ronco ya, y simplemente conduce. Conduce con la radio apagada, buscando caminos nuevos por caminos que ha recorrido antes, buscando ese momento en que la mente se queda en blanco, en que no hay un pensamiento que la atraviese... ¿de verdad eso es posible?
Era domingo, era junio, era un día más de un mes más. Se detuvo en uno de los rincones en que se había detenido ya tantas veces, fente al río verde que se enroscaba en una curva cerrada, cambiando de dirección pero no de sentido. Ojalá pudiera doblarse con él, girar en ángulo recto y seguir adelante. Un bosque de cañas emergía del agua en la otra orilla, un grupo de patos de cabeza esmaltada dormitaba en la sombra. No había nadie más allí, casi nunca lo había, el calor le servía de coartada para la soledad. No salió del coche cuando apagó el motor, simplemente cerró los ojos. Se concentró en su respiración... lenta... profunda... Se concentró en el calor, en la soledad, en el dolor de la mentira, de la verdad oculta. Se concentró en ti, en tus palabras, en odiarte, en enterrarte, en ignorar que has existido. En sus latidos, en el temblor de su mano al encender un cigarrillo. Cómo duele la ausencia cuando no termina, cómo duelen los sueños cuando se te olvidan.
Abrió los ojos con el sonido insistente de la alarma del teléfono tumbado en el asiento de al lado. Eran las 15:56, era la hora de pensarte, era domingo, era junio. Ritual heredado pero no compartido, prueba de vida del recuerdo secuestrado, sentencia del rencor que tú añorabas y que sólo conseguiste a medias. Cuando llegase a casa lo silenciaría, un movimiento leve de un solo dedo, una última ola salada que borra un nombre escrito en la orilla. Cuando llegase a casa, como cada domingo, como siempre, sabría que no podía...
Era domingo, era junio, era un día más de un mes más. Se detuvo en uno de los rincones en que se había detenido ya tantas veces, fente al río verde que se enroscaba en una curva cerrada, cambiando de dirección pero no de sentido. Ojalá pudiera doblarse con él, girar en ángulo recto y seguir adelante. Un bosque de cañas emergía del agua en la otra orilla, un grupo de patos de cabeza esmaltada dormitaba en la sombra. No había nadie más allí, casi nunca lo había, el calor le servía de coartada para la soledad. No salió del coche cuando apagó el motor, simplemente cerró los ojos. Se concentró en su respiración... lenta... profunda... Se concentró en el calor, en la soledad, en el dolor de la mentira, de la verdad oculta. Se concentró en ti, en tus palabras, en odiarte, en enterrarte, en ignorar que has existido. En sus latidos, en el temblor de su mano al encender un cigarrillo. Cómo duele la ausencia cuando no termina, cómo duelen los sueños cuando se te olvidan.
Abrió los ojos con el sonido insistente de la alarma del teléfono tumbado en el asiento de al lado. Eran las 15:56, era la hora de pensarte, era domingo, era junio. Ritual heredado pero no compartido, prueba de vida del recuerdo secuestrado, sentencia del rencor que tú añorabas y que sólo conseguiste a medias. Cuando llegase a casa lo silenciaría, un movimiento leve de un solo dedo, una última ola salada que borra un nombre escrito en la orilla. Cuando llegase a casa, como cada domingo, como siempre, sabría que no podía...
Cada día suena el despertador dos veces. Rutina absurda y agradable que se repite desde niño siempre que duermo solo. La primera avisa de que la vida se ha puesto en marcha pero puedo seguir ignorándola bajo las sábanas, la segunda es la propia vida gritando que me necesita. Terca y obstinada se resiste a comprender que yo no a ella. Hasta ahora siempre me he rendido, rutina absurda y desagradable que se repite desde niño siempre que duermo solo.
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