Me construí tu pira funeraria con las fotos que me quedaban,
un par de cartones de Lucky, un mechero
y alguna que otra de tus curvas a ciegas de a sesenta,
o cualquiera que fuera la puta velocidad
con que querías tomarlas.
Y ardiste... joder si ardiste...
como una santa en sábanas blancas,
como una piedad sin virgen, como una niña
desvirgada en vagones de metro, en autobuses verdes por Madrid
y en todos esos versos que escuchabas para hacerte mayor.
Era hipnótico... tus llamas cambiaban de color
según quemaban las palabras, las sonrisas y los ojos.
Me puse enfermo de nostalgia cuando ardieron tus caderas,
ya ves, aún las agarro en el aire para evitar la caída.
Luego me vine a este bar, en la mesa de la esquina,
donde me enseñaste a levantar tu falda bajo la cerveza,
para aprender lo húmeda que es la vida.
El de aquel baño donde te pusiste de rodillas para rezarme.
Y sigo preguntándome qué es lo que viene ahora,
si vendrán divanes o polvos sin receta,
clonazepam, diazepam...
si volveré a perderme en cualquier entrepierna
como cuando no estabas
y yo era miembro fácil y sólo labios abiertos.
Y escribo desde la casilla de salida del infierno
en que se convierten las noches sin tu almohada y sin tu pelo.
En un cuaderno, en una esquina, en una silla de madera,
en un posavasos manchado con las huellas que dejaban
tus tacones subiendo mi escalera.
Y me cago en todos los que sonríen,
y en los que me miran serios, y en los de "la vida sigue",
y en las aceras, y en el supermercado, y en la vieja del quinto
y en su puchero...
Y en los que me dicen que coma, que duerma, que folle...
Los que no te han conocido, el camarero,
los seguratas del metro...
y el jodido incienso que quemo cada noche para olerte.
¿Qué coño saben ellos?
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
0 comentarios:
Publicar un comentario