
Bajó las escaleras, y, al abrir la puerta de la calle, de nuevo una nube de hojas marrones, amarillas y de mil tonos ocre invadieron la casa. Ya recogería luego, algún día. Subió el cuello de la gabardina y encendió un cigarrillo antes de salir. Cuando cerró tras él, el frío de noviembre en el bosque le despertó del letargo como si hubiera recibido una bofetada. Empezaba a pensar que, al fin y al cabo, no había sido tan mala idea mudarse a 50 km de la ciudad. Al menos podía caminar rodeado de un viento helado, mientras esquivaba las hojas que amenazaban con lastimarle la cara de verdad. Metió la mano izquierda en el bolsillo mientras fumaba con la derecha. Algún día volvería a dejarlo, probablemente mañana...
Caminó por el sendero de tierra que atravesaba el bosque alrededor de la casa hasta llegar al lago. El vecino más cercano estaba a diez minutos en coche y ni siquiera lo conocía. Su odio a relacionarse con la gente que vivía cerca de él, lo había acompañado siempre. Los vecinos desconocidos son los mejores vecinos, su padre siempre lo había dicho. Eso le llevó a morir solo y sin que nadie notara su ausencia durante días. Pero una vez que uno ya está muerto, eso no importa mucho, ¿no es cierto? Llegó al embarcadero del lago en diez minutos de paseo lento, frío y húmedo. A nadie se le ocurriría salir a pasear en un día como éste, pero al menos no llovía aún. Se detuvo en el extremo del embarcadero de madera y se sentó con los pies colgando sobre el agua. Algún día tendría que salir a pescar algo, seguro que habría buenos peces... Bueno, algún día haría tantas cosas... Miró a su alrededor y sólo vio bosque y agua, olió la tierra mojada, sintió la urgente llegada de la lluvia... Los troncos sobre los que se había sentado estaban aún húmedos, pero no le importaba. La verdad es que aquel lugar era increíblemente hermoso. Se alegraba de estar allí.
Le sacó de su ensimismamiento el sonido del teléfono que llevaba en el bolsillo. En contra de lo que se podría pensar, las compañías telefónicas eran lo suficientemente hábiles como para no dejar escapar a un cliente, aunque éste se fuera a vivir al fin del mundo. Descolgó el teléfono.
- Hola.
- Hola. - Una voz de mujer joven respondió al otro lado. - ¿Cómo estás? ¿Ha sido una mañana productiva?
- La verdad es que no he escrito nada más que porquería...
- Eres demasiado duro juzgándote, aunque supongo que por eso has llegado a tener esa casa. - Parecía preocuparse sinceramente.
- Lo cierto es que es eso exactamente lo que me ha hecho llegar hasta aquí, tiene usted toda la razón señorita... - Sonrió por primera vez desde el amanecer.
- Siempre la tengo.- Dijo ella riendo. - Llegaré mañana y estaré allí hasta el lunes, he conseguido organizarlo. He decidido pasar contigo todos los minutos que pueda. Me temo que no escaparás.
- Me temo que no deseo hacerlo... Te esperaré impaciente.
- Un beso, te llamo esta noche. - Colgó.
Al guardar el teléfono en el bolsillo se dio cuenta de que aún estaba sonriendo. Volvió a mirar a su alrededor. Todo seguía siendo increíblemente hermoso. Sabía lo que estaba ocurriendo, lo había temido durante años. Siempre había estado seguro de que no podría escribir una sola línea que valiese la pena si esto llegaba a suceder. Nunca podría escribir siendo feliz. Se le escapó suspiro de resignación. No le importaba.
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