- No puedo quejarme. Hace una semana que me han vuelto a ascender, ya sabes, despacho más grande, un piso más arriba...
- Te veo más delgado, ¿no estarás comiendo como siempre? Recuerda lo que te dijo el médico, tienes que cuidarte.
- Estoy comiendo bien, te lo prometo. Lo cierto es que llevo unas semanas de demasiado trabajo y no encuentro momentos de calma. Eso consume a cualquiera. - Una leve sonrisa acompañó la frase. La verdad es que hacía meses que no comía más que lo primero que encontraba en casa, que muchas veces era demasiado poco. Había tenido que comprar ropa nueva casi cada semana. Dormir era una pesadilla cada noche, había probado pastillas de todo tipo, recetadas por su médico o por cualquiera que las ofreciese, pero no conseguía dormir más de una hora seguida. Sus ojos se hundían cada vez más, rodeados por unas ojeras malvas mal disimuladas por las gruesas gafas de pasta negra.

- Cada día más viejo, el veterinario ha dicho que es muy probable que tenga cataratas. En una semana quizá tenga un hueco para la cirugía. Es irónico, un antiguo perro lazarillo quedándose ciego... - Ambos sonrieron.
Rufo era un labrador negro que habían adoptado cuando ya no fue útil como perro guía. Tenía más de once años y la cara canosa, pero seguía comportándose como un perro de trabajo cada vez que lo sacaban a la calle. Para un tipo acostumbrado a no respetar un solo semáforo, los paseos se hacían interminables, pero era una de las pocas actividades que le hacían sentir vivo cada día. Ella no había podido quedárselo cuando se marchó, porque el piso era muy pequeño y pasaba demasiadas horas trabajando. Él no lo reconoció, pero era un gran alivio seguir teniendo alguna responsabilidad en casa.
- ¿Recuerdas a Ana? Ayer me la encontré en la calle Ancha. Tomamos un café, se ha mudado al norte de la ciudad. Parece que le van bien las cosas.
- Me alegro por ella, no me imaginaba que se fuera a tomar tan bien la separación. El pobre Juanjo se anda arrastrando aún de bar en bar. El otro día me confesó que prefiere llegar borracho a una casa vacía. Lo peor es que hace ya demasiado tiempo que no escribe y está pensando en vender la casa. - En aquella casa enorme, situada en la colina, habían pasado grandes momentos todos juntos. Se le hacía un nudo en la garganta al pensar que otras personas pudieran borrar aquellas tardes con su sola presencia.
- Imagínate, la mayoría de los escritores aprovechan los momentos de flaqueza para escribir sus mejores obras, en cambio el nuestro... - Se sorprendió a sí misma cuando oyó sus palabras. En realidad hacía más de un año que no sabía nada de él, pero seguía siendo su escritor. Se sentía unida al grupo tal y como lo había estado los años anteriores. Pero seguía temiendo que los demás no la vieran del mismo modo. La separación fue tranquila, con los sobresaltos mínimos tras la rotura de una convivencia demasiado prolongada, así que realmente no había nada que temer, pero esa sensación no la abandonaba.
- Sí, el nuestro es demasiado especial. Ni siquiera deprimido es capaz de escribir una buena línea... - Esta vez sonrió abiertamente por primera vez en días. La verdad es que quería demasiado a ese desgraciado. - ¿Recuerdas cuando le dejó la anterior? Se encerró a escribir su gran obra durante un mes, y su editor le puso en su lista negra al leer semejante basura... No le dejó ni sacarla del despacho, ¡la trituró allí mismo! - ambos rieron con ganas.
- No me gustaría que tuviera que perder la casa. En aquella casa les dijimos a todos que íbamos a vivir juntos, ¿lo recuerdas? - Fue en una tarde fría de invierno, con la chimenea encendida y las copas de vino posteriores a la cena. Estaban todos allí. Ninguno de ellos sabía siquiera que hacía un par de meses que habían empezado a verse a solas. Juanjo descorchó su mejor cava para celebrar la noticia y todos les abrazaron y besaron entre sonrisas y caras sonrosadas por la bebida. Parecía la escena final de una de esas series ñoñas americanas que veían en Navidad cuando eran niños. Pero se quedó grabado en ella demasiado profundo como para olvidar. Lo seguía recordando con tanto cariño que hasta le dolía.
- Claro que lo recuerdo. Ya hace demasiado tiempo. - Desvió la mirada hacia la lluvia, que ahora caía con más fuerza. En la cafetería no quedaban más que un par de personas sentadas en una mesa en la esquina contraria del salón. Era agradable. Sabía que ella estaba preocupada por él. Tenía que reconocer que su aspecto no invitaba al optimismo. Pero saldría adelante, lo había hecho en otras ocasiones, aunque esta vez iba a tener que levantarse desde un suelo algo más profundo. Tardaría.
El camarero se acercó a comprobar que no les faltaba nada y aprovecharon para pedir otros dos cafés. Durante los años de convivencia se habían acostumbrado a compartir silencios, sin esa absurda necesidad de hablar que la mayoría de las personas sienten cuando pasan más de diez segundos sin dirigirse la palabra. A ambos les gustaba el silencio compartido. Así que guardaron silencio hasta que el camarero vino con dos nuevas tazas humeantes de café recién hecho.

- No podría estar en otro sitio. - En sus ojos descubrió la tristeza, oculta tras el maquillaje que cubría el tono violeta bajo su mirada. Volvió a darse cuenta de lo estúpido que era. Él no era el único fantasma que vagaba de casa al trabajo, el único que notaba la soledad sobre los hombros incluso mientras dormía. Una ola de cariño le recorrió la nuca y anidó en el pecho. No había podido dejar de pensar en él mismo desde que ella se marchó de casa. Había mirado cada rincón vacío, cada hueco que ella había dejado, sin darse cuenta de que las relaciones son como un puzzle, cuando se separan las piezas unidas, quedan huecos vacíos en ambos lados. - Y aquí seguiré.
- Yo también sigo aquí... - Ella sonrió consciente de que una lágrima comenzaba a deslizarse lenta. La dejó caer con calma. Hoy no era uno de sus mejores días. Le había costado mucho reunir fuerzas para despertar y salir al trabajo. Antes de que él llegara, había tenido que retocarse el maquillaje en el baño de la cafetería, porque no había podido evitar ponerse a llorar en silencio en el taxi. Ella también era consciente de que la tormenta pasaría, y de que poder contar con él ayudaba a mojarse algo menos bajo el aguacero.
Volvieron a quedar en silencio mientras bebían. Qué agradable resulta siempre el calor en las manos de una taza de café en una tarde de invierno.
- ¿Cómo va tu trabajo? - Ella había ascendido hasta la dirección de marketing de una empresa de moda pequeña pero en pleno crecimiento. Él sabía que era capaz de controlar con pulso firme a todas las personas a su cargo, y que todas ellas la adoraban. Era una pregunta de rutina, pero le sirvió para tomar aire.
- Bastante bien, la verdad. Dentro de tres semanas hago un viaje a San Francisco para coordinar la nueva campaña. Estoy muy ilusionada con esto. Pasaré allí una semana y un par de días en Nueva York. Planeamos nuevas tiendas. - Los ojos le brillaron con la emoción de una niña antes de abrir los regalos. Él sonrió. La imaginaba caminando por la Quinta Avenida con los ojos de par en par mirando a las alturas, como la primera vez.
- Me alegro mucho, pero no te olvides de nosotros cuando llegues a la cima... Resérvanos alguna copita de vino de vez en cuando.
- No sé yo qué decirte, quizá no me convenga codearme con gente tan desarrapada... - Ambos rieron.
- He de marcharme ya. - Él tomó su mano sobre la mesa con suavidad. - Rufo no esperará eternamente su paseo. A ese perro viejo no le importa en absoluto mojarse un poco.
- Está bien, yo me quedaré un rato más, aprovecharé para trabajar un rato.
- De acuerdo. - La besó en la frente. - Nos veremos antes de tu viaje.
- Claro que sí.

Muchos años más tarde, una día de invierno, sin lluvia pero con una copa de vino en la mano, en silencio, en el balcón de la casa de la colina mientras los demás charlaban, con él a su lado y la mirada perdida en la caída del sol, recordó aquella tarde. Afortunadamente en esta vida hay personas que llegan para quedarse.
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