
El primer trago de vodka atravesó su garganta ardiendo como el veneno que en realidad deseaba tomar. No tenía el valor suficiente aún, o la desesperación no era tan abrumadora como para decidirse a preparar pociones mágicas... al menos todavía. Así que decidió dedicarse a los cuarenta grados de un brebaje endulzado con sabor a limón, que trataba de encubrir sin conseguirlo el aroma a alcohol que desprendían el vaso y la botella. Lo bueno de volver a beber es que a partir del segundo trago ya no resulta desagradable, simplemente te habitúas al regusto amargo que te sirve de instrumento para el olvido. Apoyó su frente sobre la palma de las manos y cerró los ojos. Deseaba volar, salir de su cuerpo, de su encierro carnal, de la superficie de su cerebro gris, con sus valles y montañas... Respiraba al ritmo del reloj de péndulo que colgaba de la pared. Tic... tac... tic... tac... El tiempo se lo llevaba, pero no conseguía volar. Elevarse por encima de la mesa, dejando su cuerpo apoyado en la misma posición patética que ahora tenía, con su espalda encorvada, con sus párpados pegados, con su cansancio, con su miedo... ¿Miedo a qué? ¿A morir? ¿A vivir? Sólo miedo. Un perrillo asustado por la tormenta que busca las piernas de su amo con desesperación, pero que no tiene amo. Que se esconde temblando en un rincón de la habitación más oscura, gimiendo y llorando mientras el cielo se rompe a su alrededor. Abrió los ojos sin levantar la cabeza. La mesa de madera oscura, con sus vetas onduladas, con sus imperfecciones, con sus marcas de objetos apoyados en ella durante años y que hace años que desaparecieron... la mesa, le devolvía la mirada con una sonrisa malévola. Se reía de su mirada sin vida, de su cara pálida como la luna que menguaba allá afuera, de sus ojeras malvas emboscando sus ojos hundidos, y de su aliento sucio por la recaída en el hábito de huir. Al menos había tenido el buen gusto de acompañar el vaso con el Réquiem de Mozart... ya que deseaba morir esta noche, al menos quería representarlo con elegancia. Al levantar la mirada observó los cuadros de la habitación. Las paredes oscuras casi los ocultaban a cualquier intento de apreciarlos con claridad, pero los conocía demasiado bien como para necesitar luz. Todos ellos eran recuerdos de ciudades de cielo gris con aguacero, de tormentas de verano, de lluvia fría de invierno, de hojas secas cubriendo el camino... ¡Qué largo es el camino! Si alguien nos lo advirtiese al comenzar a caminar, si escuchásemos en algún momento las palabras que nos advierten... Cuadros oscuros sobre pared oscura, música oscura sobre alma oscura...
Ya había perdido la cuenta de los tragos de aquella bebida salvadora, cuando comenzó a sentir esa agradable sensación de abandono que precede a la euforia... Pero quería saltarse esa parte, sólo tiene sentido cuando estás acompañado. Cuando se unen, la soledad y la borrachera no saben de compadreos, ni de palmadas en la espalda, ni de recuerdos compartidos. Así que decidió pasar directamente por encima de la felicidad impostora, de la alegría farsante, para hundirse sin parada previa en el agujero oscuro que acompaña a la desesperanza. Esa falsa aceptación de que todo está perdido ya, de que uno debe rendirse a la fatal evidencia de que no hay remedio para su propia vida. La forma de llegar raudo a esa zona roja que precede al malestar físico y a la verdadera enfermedad, se alcanza tanto más velozmente cuanto más veloces somos aumentando la cantidad de brebaje ingerido. Es una especie de fórmula matemática que nos muestra el atajo hacia la inconsciencia. En aquella habitación caldeada por una calefacción demasiado alta, el atajo fue abordado con celeridad... tanta que ya comenzaba sentirse mareado.

Fue entonces cuando una mano igual a la suya comenzó a surgir de la suya... Al verla pensó que estaba llegando al límite, que pronto dejaría de sentir cualquier cosa que no fuera un movimiento constante de la habitación de abajo hacia arriba, como una película de cine mal calibrada... La sorpresa fue que, de repente, una mano nueva comenzó a surgir de la mano que aún no tenía gemela. El fenómeno se fue extendiendo, ascendiendo por el brazo hasta llegar a los hombros, bajando por el pecho, que empezó a duplicarse hacia el frente, al mismo ritmo en que se duplicaba su propio rostro. Los pies y piernas continuaron con el proceso de modo que, en menos de un minuto, había pasado de estar borracho, a estar borracho fuera de su propio cuerpo. ¡Vaya! Parecía que al final lo había logrado. Se giró para observarse a sí mismo, pero el cuerpo físico, desprovisto de la fuerza vital que lo sujetaba, se había desmoronado sobre la mesa en una posición inverosímil, como un muñeco de goma abandonado tras la noche de Reyes. Observó la degeneración de su anterior hogar, ése que había compartido durante tantos años con dolores de muelas, heridas, roturas de huesos y enfermedades que, a veces, le dejaban postrado en cama durante semanas. Agarró su propia cabeza por el pelo, y la elevó para mirarse a los ojos... no encontró más que vacío profundo. Horrorizado, la dejó caer con un golpe sordo sobre la madera maciza... pero, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, se sentía enormemente reconfortado. Ya no había dolor físico, no había cansancio, no había miedo... Sólo un pequeño globo de recuerdo flotaba alrededor de sus ojos duplicados. Era rojo como la sangre, ligero como una pluma mecida por el viento, y su movimiento era previsible... cada dos parpadeos pasaba por delante de sus ojos. Intentó apartarlo de un manotazo, como quien aparta las moscas molestas en verano. Pero cada vez que lo intentaba, su mano duplicada atravesaba el recuerdo sin rozarlo. Intentó dejar de parpadear desesperadamente, pero su acompañante continuaba su recorrido incansable, inacabable... Se dirigió a la puerta de salida hacia la noche exterior y se detuvo en el umbral a respirar por fin... No sentía dolor, no sentía frío, no sentía nada... Cualquier observador desde cualquier ventana, si es que alguno se aventuraba a observar en la madrugada, habría podido vislumbrar una figura erguida, decidida, y acompañada por un pequeño globo en movimiento. Dentro de él, rodeado de paredes rojas y suaves, un diminuto gato negro dormía entre dulces sueños y pesadillas. En sus momentos de despertar, tan breves, sus miradas se cruzaban en el centro del espacio que los separaba, y una luz verde atravesaba sus ojos duplicados para enseñarle a comprender. Se olvidó de la música, se olvidó del cuerpo, de la casa... Se adentró en la noche perseguido por su sombra bajo las farolas. Atravesó llanuras pobladas de campos cultivados de trigo y maíz, de olivos y vid... Subió a la nieve fría del invierno de las cumbres, alcanzó al mar azul como la madrugada y se zambulló en él. Charló con habitantes de todas las ciudades, se detuvo en todos los cruces de caminos y dudaba... Durmió solo en bosques oscuros y apreció la claridad del alba sin frío, pasaron semanas, y meses, y años... No echaba de menos nada, excepto una sola cosa... Y resultó que, por lejos que huyera su alma emancipada, siempre habría un globo rojo de recuerdo, girando a su alrededor, habitado por un gato negro que dormía y despertaba...
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