lunes, 30 de enero de 2012

Mar

   El sol de febrero calentaba de un modo inusual esa mañana. La orilla del mar iba y venía en una danza suave que invitaba a preguntarse qué habría más allá. Era un pensamiento que le había perseguido durante toda su vida cada vez que se enfrentaba a su horizonte plano, azul a veces, oscuro y enorme otras. ¿Qué se esconde más allá? Y en todos y cada uno de los momentos en los que, plantado delante de cualquier mar, su mirada se había perdido en el horizonte, como por arte de la magia de algún espíritu de fino sarcasmo, el corazón aumentaba de peso hasta que su pecho no podía retenerlo. Era la tristeza dulce que le consumía por no poder abarcar el mundo entero en una sola vida. La soledad de la playa que pisaba hoy, hacía que pudiera ensuciarse de pena sin prisa, sin interrupciones de caminantes descalzos que buscan el roce del agua fría por una extraña razón que no podía imaginar. Sentado, abrazado a sus rodillas, con la mirada fija al frente, respirando el salitre, sintiendo su piel curtiéndose a merced del viento y el sol... era un buen lugar para sentirse pequeño. Un velero recortado en el horizonte completaba el cuadro que acompañaba el vuelo de las gaviotas a lo lejos. Aún quedan islas con playas en las que se puede olvidar.

   Cerró la mano sobre un puñado de arena fina que se escurría entre sus dedos deseando escapar. Le gustaba su roce sobre la piel, cálido por el sol, mil pinchazos al mismo tiempo que podía apretar y soltar. A su alrededor, algunas zonas estaban cubiertas de algas aún verdes, que la tormenta de anoche había desterrado tierra adentro. Las tormentas en la orilla son aún mejores para la nostalgia, pero la de ayer se le había escapado. ¿Cómo podría haber pensado que había algo más importante? El barco casi había desaparecido tras el cabo que mordía el agua a su izquierda. El grupo de gaviotas que lo perseguía no se rendiría hasta llegar a puerto. Detrás de él, la piedra escarpada ascendía en ángulo hacia algún lugar mucho más cercano, y mucho menos interesante. Nada en tierra firme te podía hacer sentir más insignificante que aquella llanura azul que tenía ante él, ni las montañas más altas pueden causar indefensión como aquélla. Era un refugio para dejar que el corazón pesara sin miedo a mostrar debilidad... somos débiles. Estaba completamente solo.

   Le pareció ver una sombra frente a él. Una cabeza, unos hombros, emergieron muy despacio. Casi podía ver el brillo de las gotas de agua resbalando por el cuello, largo y delgado, que había comenzado a crecer, rompiendo la calma de la superficie casi lisa. Era un hombre alto, caminaba despacio haciendo esfuerzos por adelantar una pierna, luego otra. Estaba completamente desnudo, y, cuando llegó a la orilla, no se detuvo. Entornó los párpados para poder librarse de la luz del sol que le impedía ver con claridad. No conseguía distinguir más que la silueta a contraluz que se dirigía hacia él. Nadie se bañaba desnudo en febrero en el mar. Su piel era blanca, casi transparente, y su pelo, negro como la misma noche, se pegaba empapado a su cabeza, saltando sobre su nuca pálida hasta llegar a los hombros. Era demasiado delgado para su estatura, con aspecto de enfermo, pero, una vez fuera del agua, se movía con una sorprendente agilidad sobre la arena. Sus ojos también eran negros, pero no pudo darse cuenta hasta que el curioso bañista no se había sentado junto a él y lo miró fijamente. Sólo un segundo después, él también abrazó sus rodillas y miró al frente.

- Pareces estar demasiado solo... - Su voz era profunda, como si viniera de un lugar muy lejano, pero sonaba a seguridad de que nada malo podría ocurrir. - Los hombres que se sientan en la playa una mañana de febrero no deberían hacerlo solos, o acabarán pensando demasiado.
- Me preguntaba qué hay más allá, y me dolía no poder estar en todos los lugares al mismo tiempo.
- Hay lugares a los que no se nos conduce porque no merecemos ser conducidos a ellos... y hay otros lugares que, simplemente, no son el nuestro.
- Yo no tengo un lugar, así que merezco estar en todos.
- Claro que tienes un lugar, pero huyes de él con el ímpetu de un loco ignorante. - Volvió a mirarlo y los ojos aún eran más negros.
- No es cierto, ¿de qué podría estar huyendo? Ocurre que, simplemente, no hay un lugar para mí. He encontrado sitios en los que descansar, sombras en el desierto, refugios contra el frío de la tormenta... pero ninguno de ellos era el mío. Me he cansado de la compañía de la gente que me amaba, he escapado en silencio sin despertarles por la vergüenza de no apreciar sus cuidados... Pero yo no tengo un lugar.
- ¿Sabes ya quién eres?
- No me interesa saber quién soy... Sólo quiero estar en todos los lugares al mismo tiempo... ¿Puedes concederme eso?
- Yo no puedo conceder nada. Sólo he venido para decirte algo... No olvides que realmente no importa el lugar. Estás demasiado solo... No huyas, deja de correr, no persigas lo que no necesitas. - Su mirada fija, oscura y brillante, fría... - He de irme....

   Se levantó despacio. Su piel blanca, cubierta de sal, reflejaba la luz del sol como si naciera de ella misma. No volvió a mirarlo. Caminó tranquilo hacia la orilla, sus pies entraron en el agua helada sin un temblor, sin una indecisión. Cuando hubo desaparecido regresó la nostalgia sin condimentos, pura y limpia. Deseó que le crecieran alas para volar sobre aquel cabo. Pero permaneció en el mismo lugar, abrazando sus rodillas y mirando al frente. Era un mentiroso, realmente sí había un lugar para él, un lugar conocido, vivido, cálido como una manta en la noche fría. Un lugar lejano, que se marchó en silencio sin despertarle.

- ¿Dónde estás?...

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