domingo, 16 de octubre de 2011

Amistad


   
   Atardecía un día plomizo a la orilla del río. El viento frío secaba la piel y los peces dejaban sus huellas concéntricas en la superficie del agua cada vez que emergían a por su bocado. Un viejo sauce arrugado de más de doscientos años se inclinaba sobre la orilla izquierda, y a sus pies, sentado, mirando hacia la otra orilla cubierta de vegetación verde oscura, se encontraba un hombre de espalda combada. Llevaba una gorra de pana verde heredada hacía demasiados años de su abuelo. La seguía usando, ajada y descolorida, sólo por mantener en su memoria a aquel viejo gastado que le había enseñado que ser diferente no era lo peor que te podía pasar en el mundo, sólo era algo más jodido que ser como los demás. Hacía rato que había dejado de llover, pero el suelo aún guardaba la humedad del otoño. Pronto volvería a descargar una fina lluvia, pero él ya no estaría allí. 
  Justo detrás de él aparca un todoterreno negro, los cristales traseros tintados, como intentando ocultar permanentemente a todos aquellos viajeros que nunca se habían sentado allí. De él desciende un hombre vestido con vaqueros y zapatillas de deporte, lleva un jersey azul de cuello alto y una gorra de béisbol de los Yanquis de Nueva York. Se acerca al hombre sentado y, sin dirigirle una mirada, se sienta a su lado en silencio. 
  • Deberías habérmelo dicho. Hubiese estado a tu lado. - El hombre de la gorra de pana ni siquiera lo mira.
  • Ya estabas a mi lado.
  • Pero no lo sabía...
  • Eso no importa.
  • Joder, a mí sí me importa, tenías que habérmelo dicho. 
  • Lo sé.
  • ¿Cuántos años tenía ya?
  • Doce.
  • ¿Cuánto hace que no lo veías?
  • Once.
  • Lo siento mucho.
  • Lo sé.
  • ¿Qué ha pasado?
  • Estaba enfermo desde hacía más de dos años.
  • ¿No lo sabías?
  • No.
  • Esa maldita zorra...
  • Sabes que ella no tiene la culpa, ni siquiera estaba consciente cuando se marchó.
  • Joder, era tu hijo. Tenías derecho a saberlo.
  • Ya no sé si era mi hijo. 
  • ¡Pues claro que era tu hijo! Diga lo que diga esa maldita zorra tenías todo el derecho a saberlo.
  • Ella sólo estaba protegiéndolo.
  • ¿De su padre?
  • No, de mí.
  • ¿Has estado bebiendo hoy? 
  • Llevo seco un par de meses. Sólo he estado escribiendo un rato.
  • Está bien. ¿Dónde lo han enterrado?
  • No ha querido decírmelo.
  • Joder, uno debería saber dónde está enterrado su hijo. Déjame que hable con ella, ha de entrar en razón.
  • No importa.
  • ¿Cómo coño no va a importar? ¡Ni siquiera te habían dicho que tu hijo se había muerto! ¿Por qué mierda no vas a poder ir a su tumba?
  • Ya te he dicho que ni siquiera sé si aún era mi hijo.
  • Eres un gilipollas. Renunciaste a él hace once años, ten los huevos de ir a llorarle a donde está enterrado.
  • ¿Me llevas a casa?
  • Vámonos.
   Rodean el sauce cada uno por un lado y suben al coche. El hombre del jersey de cuello alto pone la llave en el contacto y arranca. La radio comienza a recordar los desgraciados incidentes de la noche anterior en una maldita frontera africana. Por primera vez el hombre de la gorra de pana le dirige la mirada al otro. Una sola lágrima, como abandonada, olvidada por el resto de la tristeza, se desliza por su mejilla. El hombre del jersey de cuello alto coloca su mano en el hombro del otro, sus dedos se aferran a él, incluso llega a temer hacerle daño. Un momento después ambos miran al frente de nuevo, la mano ya está en la palanca de cambios que se mueve ágil para engranar la primera marcha. 
  • Vamos a casa. - Dice el del jersey de cuello alto.
   Cuando enfilan el camino de regreso, la fina lluvia hace que ponga en marcha el limpiaparabrisas. 

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