miércoles, 12 de octubre de 2011

Resurrección

     Al tercer día resucitó de entre los muertos... Su padre no era carpintero ni su madre virgen, tenía 34 años, y no era domingo sino miércoles. La corona de espinas  había sido sustituida por un dolor de cabeza insoportable y recordaba perfectamente su crucifixión.  Había ocurrido el domingo por la noche, dos días después de su despido, cuando su mujer se largó inspirada por su futura incapacidad de satisfacer sus deseos materiales. Fueron tres clavos bien clavados. 
      Así que decidió hacer lo que cualquier persona en su sano juicio habría hecho en su situación... Bebió durante tres días hasta caer inconsciente, luego se levantó del suelo y se metió en la ducha, abrió el grifo del agua fría y resucitó de entre los muertos... Fue la primera ducha fría de su vida, y fue condenadamente fría. Mientras se secaba notaba cómo una mano gigantesca le apretaba las sienes con la intención de destrozarlas. Abrió la caja de aspirinas y se tragó dos usando el grifo del lavabo. Notaba la boca pastosa y con un regusto desagradable a vómito reciente. Ni siquiera recordaba haber vomitado, esperaba al menos haber tenido la dignidad de hacerlo en el aseo. Se lavó los dientes y luego se enjuagó. Empezó a sentir demasiada hambre como para pensar en lo absurdo de comer justo tras lavarse la boca. En la cocina encontró un trozo de queso reseco que comió de dos bocados acompañado de un trago al único cartón de leche que quedaba en el frigorífico. Empezaba a sentirse mejor. 
   El resplandor del sol al abrir la puerta hacia la calle le hizo llorar. Tanteó en el bolsillo de su chaqueta hasta encontrar sus gafas. Sólo después de ponérselas pudo ver su coche aparcado al final del camino que llevaba de la calle al porche de la casa. Era un deportivo inglés carísimo que pronto dejaría de ser suyo, como la casa del lago y la casa que estaba a punto de abandonar. El dolor de cabeza casi había desaparecido, pero una ligera náusea quería acompañarle toda la mañana. 
- ¡Buenos días Henry! - El vecino de la casa de al lado sonreía desde su porche mientras gesticulaba con la mano. 
- ¡Buenos días Frank! - Maldito desgraciado, seguro que había tomado buena nota de la maleta que llevaba Katy cuando salió de casa el domingo. Tenía suerte de que tuviera prisa. Ese cerdo y su mujer eran los dignos herederos de la tradición vecinal de meterse donde no te llaman. Su sonrisa de gilipollas no podía disimular unos ojos brillantes ante la perspectiva de un nuevo tema estrella de conversación. Abogado de éxito despedido y abandonado en menos de dos días por cierto problema con el alcohol. Tenia suerte de que tuviera prisa.
- ¡Bonito día! ¿Estás de vacaciones? El domingo vi salir a Katy con una maleta. ¡Qué bien vivís los abogados!
- ¡Tenemos suerte! Me reuniré con ella en la casa del lago mañana.- Maldito cerdo descerebrado, quizá algún día pierda un poco de tiempo contigo...
   Atravesó el camino de gravilla hacia el coche y subió lo más deprisa que pudo. Notaba la mirada de Frank clavada en su espalda. Sólo el ronroneo de los ocho cilindros consiguió que se calmara. Esa sensación de náusea seguía allí. Pisó el acelerador y enfiló la calle que llevaba a la salida de la urbanización. Saludó con un gesto de la cabeza al guardia de seguridad que levantó la barrera desde su garita y condujo decidido a perderse entre la marea de coches de la autopista. 
   De pequeño había sido educado en la fe católica. Los colegios privados de la iglesia le fueron sacando poco a poco de su error. Había odiado los domingos durante toda su adolescencia, de pequeño habían conseguido que odiara todos los días de la semana. Esa maldita amenaza siempre sobre la cabeza de un crío de cinco años. Dios lo ve todo, Dios castiga a los pecadores, comer carne el viernes es pecado, mirar a las niñas es pecado, el sexo es pecado, vivir es pecado... Acercar el aliento a vino de eucaristía a un chaval de doce años mientras se confiesa con la mano del confesor en su rodilla no es pecado. Curiosa la invidencia divina cuando de sus pastores se trata. Toda esa hipocresía le alejó poco a poco del camino del rebaño vaticano, y le convirtió en un lobo pervertidor de cualquier alma pura que se le acercara. Así fue cómo conoció a Katy. En su cuarto año de universidad, enfundado en su disfraz de futuro abogado, sonrisa arrebatadora, ocultando su verdadera naturaleza de alcohólico trasnochado. Consiguió convencer a una de las mujeres más hermosas que jamás le había dirigido la palabra para que fuera su mujer tras dos meses de escarceos clandestinos. Fueron más de diez años de convivencia a tres. Con el alcohol llevaba casado desde los diecinueve. Nunca probó otra droga. 
   Aparcó el Aston en la plaza que había tenido reservada los últimos tres años. Parece que aún no tenían sustituto. Que les jodan. Les había hecho el trabajo sucio durante demasiado tiempo como para que alguno de ellos quisiera comenzar ahora a mancharse las manos. Ninguno de ellos había tenido que pasear por las cloacas para ganarse la vida. La sede del bufete era un edificio de dos plantas algo alejado del centro de la ciudad. Edificio moderno, con grandes ventanales para exhibir el lujo interior hacia cualquiera que se atreviese a pasar por delante. Saludó con la mano al guarda de seguridad.
- Buenos días,Tom. Vengo a recoger mis cosas.
- Adelante señor, el señor Klanski está en su despacho. - La mirada irónica del guarda casi le hizo vomitar. Tal vez tuviera un segundo también para charlar con él. 
Subió las escaleras a grandes zancadas, tenía ganas de terminar con todo esto lo antes posible. Llevaba una caja de cartón bajo el brazo para guardar los pocos libros que le quedaban allí, y la foto de Katy en la casa del lago. Una de ellas ya no era suya y la otra dejaría de serlo en cuanto ella pidiera el divorcio. 
Entró en su despacho y descubrió aliviado que estaba vacío. Al menos tendría tiempo para guardar sus cosas antes de que el cabrón de Jack Klanski lo viera. Colocó con cuidado los libros dentro de la caja y lanzó sobre ellos la foto enmarcada. Le pareció oír un leve crujido cuando el cristal chocó con el borde de el tomo más infumable de derecho mercantil. Que se joda.
Una vez que estaba todo recogido acudió al despacho de Jack. Ni siquiera se giró antes de cerrar la puerta con su nombre aún grabado, quería olvidar, zanjar asuntos y largarse para no volver. Dejó la caja en el suelo al lado de la puerta de Klanski antes de llamar. 
- ¡Adelante! Hola Henry, me alegra verte sobrio - desgraciado - Tom me ha dicho que has venido a por tus cosas. Siéntate, por favor. - Le señaló la silla que tenía justo ante él. Henry se sentó. Metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y se recreó al ver los ojos del hijo de puta al ver la pistola. Dios, parecía que se le fueran a salir de las órbitas. No tardó más de dos segundos en apretar el gatillo, pero le parecieron minutos. El estampido del disparo sonó mucho menos espectacular de lo que habría deseado, pero la bala atravesó obediente la cabeza de ese cerdo y esparció su cerebro en la pared del fondo. Buena chica. 
Gracias a las gruesas paredes de las construcciones de lujo modernas nadie oyó más que un pequeño golpe. Nadie le dio importancia. Es curioso cómo las personas son capaces de pasar por alto todo aquello que no les afecta directamente. Sin ningún remordimiento. Abrió la puerta, se agachó a recoger la caja con los libros y esa estúpida foto, y se dio cuenta de que, por primera vez en cinco días, se encontraba totalmente calmado. Acababa de volarle la cabeza a un tipo y no pasaba de sesenta pulsaciones. Joder, estaba muy enfermo. 
Abandonó el edificio sin cruzar la palabra con nadie excepto con Betty, la señora que limpiaba cada mañana el pasillo del primer piso. 
- Buenos días, señor.  Es una desgracia que las buenas personas sean despedidas de esa manera. No es justo señor. Lo echaremos de menos. 
- Gracias Betty, es usted muy amable, pero no creo que me echen demasiado en falta. 
- Salude a su mujer señor, es tan guapa... Ojalá mi hija se cuidara como ella. Y es tan amable. Déle un beso de mi parte señor. 
- Gracias Betty, seguro que nos vemos pronto. - Jamás. 
   El imbécil de Tom no estaba en su puesto. Curiosa negligencia que le salvó la vida. ¿Habría premiado Dios la pereza humana? Se estaría volviendo blando. Sonrió. 
   Se subió al Aston, arrancó el V8, y cerró los ojos. El cielo existe y es aquí y ahora. Apretó los labios en una nueva sonrisa mientras aceleraba para retomar la autopista. ¿Lo estaría vigilando Nuestro Señor? Si así era, ese cabrón había llegado tarde. Cuando giró a la derecha estalló en una sonora carcajada. 

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