- Me siento solo.
- Yo también.
- Quiero escapar.
- A algún lugar donde nadie me conozca, lejos de todo esto. Empezar de cero, como si volviese a nacer. Enterrar todo lo que ha pasado. Enterrarlo bien hondo y pensar que jamás ha ocurrido.
- ¿Sabes? No recuerdo el primer día que vi el mar. Pero sí que recuerdo el día en que me di cuenta de que el mar existía. Iba sentado en el asiento de atrás del viejo Renault 18 de mi padre. No sé qué edad tenía. Era verano, supongo que el mes de agosto, y llevábamos varias horas en el coche. De pronto, mi madre sonrió y dijo: “¡Mira!”. Entonces miré hacia donde apuntaba su dedo y allí estaba. Había aparecido de pronto, sin avisar, sin anunciarse. Era enorme y azul. Recuerdo que tuve la sensación de que me faltaba el aire. Un niño sin respiración, con la boca abierta, mirando el mar en el asiento de atrás de un coche. No he vuelto a sentir esa sensación desde aquel día, la sensación de no ser absolutamente nada, de ser enormemente pequeño.
- Yo tengo esa sensación cada día. Siempre he vivido de cara al mar, pero lo que me hace sentir pequeña es levantarme cada mañana. Hay unas cadenas que me mantienen atada a este maldito lugar. No puedo caminar. No puedo escapar. NECESITO escapar.
- Las personas que encuentro en mi vida hablan un idioma que no es el mío. No les entiendo. Cuando me hablan les miro a los ojos y no veo nada. Están vacíos. Dentro no hay nada que importe. He venido de un lugar muy lejano a rodearme de gente que no me ve.
- Tengo una coraza a mi alrededor. No entra nadie. Hay veces que por sus rendijas salgo un poco, me asomo, miro a mi alrededor. Pero me duele. Me duele y me vuelvo dentro. Nadie entra. Estoy sola. Paso mi día rodeada de personas, pero estoy sola. Ninguno de ellos es capaz de sentirse pequeño mirando el mar. Pasan por la vida sin ver. Están ya muertos sin haber vivido jamás. Hablo pero no me escuchan. Me miran, se fijan en mis labios mientras se mueven, oyen mi voz, y luego se ríen. No han entendido nada.
- Marchémonos.
- De acuerdo.
- Vamos a irnos lejos, y, cuando lleguemos allí, nos alejaremos aún más. A mí no me buscarán.
- Y a mí nunca van a encontrarme.
- No nos llevaremos nada. No diremos adiós. Nuestros hombros tienen que caminar libres, sin peso. Y cuando lleguemos no los cargaremos con nada. Seguirán siendo libres siempre.
- Tú caminarás conmigo y yo contigo. Cuando hable, tú me entenderás, cuando mires, me verás.
- No quiero sentirme solo.
- Yo tampoco.
- Es tarde, nos veremos mañana.
- Sí.
El clic de la pantalla al apagarse hundió la habitación en la sombra. Silencio. El tecleo se había detenido y volvía a estar sola. Al menos, pensó, esta noche podría dormir viendo a un niño sentado en el asiento trasero de un coche, aplastado por el mar.
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