lunes, 12 de diciembre de 2011

Alfombra

   Recuerdo despertar el domingo por la mañana. Recuerdo el frío seco del invierno tras la ventana, y la luz brillante del sol amanecido hacía ya rato. Recuerdo una habitación con una cama plegable en la que dormía, y una cinta elástica que sujetaba el colchón para que no se cayera al elevarla para ser recogida. Una vez que la cama había desaparecido, la habitación parecía un mundo nuevo, la moqueta azul se extendía ante mí como un océano entero de posibilidades. Mi madre pasaba el aspirador quejándose de que se acumulaba demasiado polvo, murmuraba que deberíamos poner un suelo de verdad. El olor a la calefacción de leña, a moqueta recién aspirada y a Navidad, convertía esas mañanas en un dulce para mi memoria. La felicidad es sencilla cuando se tienen siete años. Cuando el sonido del aspirador cesaba por fin, se podían escuchar con la justicia que se merecen los discos de Serrat cantando a Machado, a Miguel Hernandez... la voz de Sabina pisando el acelerador, mucho antes de que se volviera oscura y ronca, como nos gusta ahora... A veces se necesitaba poner un duro encima del brazo del tocadiscos para que no saltara repitiendo mil veces la misma palabra. El sonido a niebla tras la canción, que sonaba en aquellos discos negros y enormes para mí, aquellas portadas con grandes fotos y dibujos... todo aquello era magia y aún no lo sabía. Hoy la música suena diferente, suena a vida más vivida y no a vida por estrenar.
 

   Después del desayuno se podía salir a jugar al balón, a veces tratando de evitar que el perro lo robara y otras obligándolo a cometer el delito. Recuerdo hielo en el cerro, recuerdo el chorro congelado en pleno viaje de caída desde el grifo hasta el suelo de tierra. Nariz roja, orejas rojas... Los niños deben criarse al calor y al frío, al barro, a la lluvia y al pleno sol. No recuerdo si había leído siquiera un solo libro, pero aún no lo necesitaba, bastaba con la calle y la vida. No debemos olvidarnos de mirar al mundo como en aquellos días, al menos cuando todo viene torcido y feo. Recuerdo a mi padre dibujando inclinado sobre un tablero, rodeado de Rotring, reglas verdes con letras para rotular y cuchillas para corregir los excesos de libertad de la tinta rebelde. Cuando no dibuja, me lo encuentro en el jardín, que aún no lo era, cargado con carretilla y pala, ladrillo y cemento, tierra y azada. Guantes ásperos y barro en la cara. Mi madre, tras la limpieza, cocina y lee. Recuerdo libros, enciclopedia negra, Quijote rojo de lomos dorados y cuadernos de anatomía. Comenzaría a leer más adelante, a comerme los libros gracias al apetito que surgía de aquellas estanterías. Cuántas veces andamos perdidos sin saber que todo es mucho más fácil... somos de donde venimos.

   Recuerdo las comidas, sobre la mesa blanca. Las protestas por comer demasiado poco. La ventana enrejada de la cocina, demasiado alta entonces. La soledad de la casa en mitad de la nada que, con los años, encontró un exceso de compañía. Recuerdo almendros dulces y amargos, esparragueras y tomillo. Zapatillas con velcro, calcetines blancos. Recuerdo los baños calientes por la tarde y el viaje de noche para dormir en casa de mi abuela. Al día siguiente cogería el autobús del colegio después de la Maizena.

   En eso pensaba hoy domingo, con el invierno frío tras otra ventana, las nubes ocultando el mismo sol. Al pasar el aspirador por esta otra alfombra, se ha desprendido olor a moqueta azul.

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