
Decidió unirse a la moda neoyorkina de Madrid y armarse con un capuccino Starbucks para entrar en calor. Lo complicado de ser pionero en beber café en la calle, es que los demás aún no lo saben, y puedes entrar en calor, pero gracias a tu café derramado por el pecho. Así que decidió tomar una calle lateral, caminar unos metros, y sentarse sobre el escalón de granito de acceso a un portal. A veinte metros fluía el estrés de la compra de última hora y, en ese escalón, habitaban la calma y el frío de la piedra de Staglieno. El café humeaba, debían de estar aún bajo cero. Este maldito frío seco... al menos así se calentaría las manos, había vuelto a olvidar los guantes en casa. Las pocas personas que pasaban por delante, se apresuraban para unirse a la manifestación de sombras y tarjetas de crédito.
A su izquierda, ligeramente alejada, sin llegar a estar tan cerca como para hacerle sentir incómodo, se sentó una chica de unos veinte años. Llevaba un gorro de lana de color negro y, bajo él, comenzaba una cascada de pelo negro que enmarcaba una mirada de ojos oscuros sobre piel blanca. Una sonrisa se dibujó cuando él la miró casi por descuido. Su abrigo y sus botas también eran negros, y también humeaba un capuccino entre sus manos.
- Hola. - Dijo ella - ¿Te importa que me siente aquí? Es complicado moverse por ésa estúpida calle con un café en la mano.
- Claro. - Él la miró desconfiado, no le gustaban los extraños que pretendían mantener una conversación. En general no le gustaba ningún extraño.
- No temas, no te haré daño... - Guiñó un ojo con una mueca cómplice - Pareces un tipo demasiado solo. - Él la miró con una mezcla de de incredulidad y curiosidad... ella no dejó de sonreír. ¿Quién demonios sería esta chiquilla?
- No creo que eso sea asunto tuyo, pero has de saber que me gusta estar solo.
- Eso no es cierto. Buscas la compañía de la gente. Lo he visto. No has evitado ni un solo roce con nadie de los que te has cruzado. No buscas la soledad. Buscas el contacto.
- Me temo que la conversación ha terminado... - Se levantó aún con el café en la mano. Dio dos pasos hacia la muchedumbre...
- No vas a morir esta mañana. No lo harás.
- ¿Cómo? - Oyó su propia voz salir de sus labios como una voz ajena. Notó un escalofrío en la nuca y tuvo que apoyarse en la pared. De repente sintió náuseas. ¿Cómo era posible?
- Sé que tienes preparada la dosis justa para dormir antes, incluso has comprado las sales de baño con el perfume adecuado... Pero no las tomarás.
- No tengo ni idea de lo que hablas niña... No tengo tiempo para esto. - Intentó reemprender la marcha, pero sus piernas no se movieron. No podía apartar la mirada de ella.
- Lo sabes... lo que no sabes aún, es que no puedes engañarme. Esas pastillas no te salvarán. Ese baño no te limpiará. Quieres disipar la niebla que tienes delante de ése modo, pero la niebla nunca se disipará. Has de aprender a vivir con eso. Nunca podrás ver el resto del camino. - Él cerró los ojos e inspiró profundamente. ¿Qué estaba pasando?
- Lo sé, pero no quiero disipar la niebla... sólo quiero dejar de estar en el lugar donde la veo. Ella puede seguir allí, pero yo ya no estaré. ¿Quién demonios eres?
- Eso no importa. Lo que importa es quién eres tú. Ni siquiera tú lo sabes. Por eso temes seguir el camino a ciegas, por eso vives en el mismo lugar desde la mañana a la noche. ¿Quién eres tú? - Ella le sonrió como un maestro que intenta incitar a un alumno torpe a seguir el ritmo de la clase. Esta vez se fijó bien en sus ojos... no tenían veinte años. - Son las raíces de un árbol, las que lo hacen crecer... ¿Cuánto hace que no riegas tus raíces? - Dejó de sonreír y lo miró con una mezcla de compasión y esperanza.
- He de irme. - Bebió el resto del café de un trago y arrojó el vaso en la papelera que tenía enfrente. No quiso mirar atrás, pero sí oyó la voz de ella....
- Mantén las raíces siempre frescas...así, ni la más pequeña de las hojas de tu copa dudará nunca quién eres.
¿Quién se había pensado que era para darle lecciones? ¿Cómo demonios sabía lo de las pastillas? Aceleró el paso entre la multitud... quería llegar a casa y acabar con esto de una vez. Subió las escaleras de los tres pisos sin siquiera darse cuenta de cuándo había abierto el portal. Al entrar en casa, dejó las llaves en la entrada y caminó hacia el baño. Comenzó a llenar la bañera de agua muy caliente y la mezcló con las sales y su aroma a romero. El frasco naranja de etiqueta blanca, estaba colocado al lado del gel de ducha. Una botella de agua y un vaso vacío descansaban en el suelo, justo al alcance de la mano para aquél que estuviera tomando un baño. Se desnudó despacio y miró sus ojos en el espejo una última vez, estaba demasiado pálido y alrededor de ellos había dos manchas oscuras. Estaba cansado. Estaba solo. Sonrió a su propio reflejo, como si el otro fuese un amigo que le acabara de contar un terrible secreto, y él lo comprendiera y lo aceptara. Al sumergirse, notó el calor del agua recorriendo su cuerpo entumecido por el invierno de la calle. Cogió el bote naranja y lo miró con gratitud. Estiró la otra mano hacia el suelo... ¿Quién demonios sería? ¿Quién la habría colocado en su vida precisamente ahora? Se recostó ligeramente, lo suficiente como para que el agua caliente le rozara la nuca... Marcó el número...
- Hola papá... ¿Cómo estás? ¿Está mamá contigo?...
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