martes, 20 de diciembre de 2011

Viento

   Miro inquieto el reloj de nuevo. Ya llevo más de veinte minutos parado en el andén, delante del vagón que me llevará en poco más de diez. Algunos de los viajeros han ocupado ya su asiento, y esperan con la mirada perdida el comienzo del viaje. Uno de ellos ha encontrado una buena distracción mirándome a través de la ventanilla. Justo lo que me faltaba... un testigo anónimo de la decepción y la tragedia que llegará si no apareces para decir adiós. El viento frío de diciembre recorre los andenes como una lengua helada que no deja respirar. De vez en cuando arrastra algunos copos de nieve, elevándolos desde los montones acumulados entre las vías vacías. Parece que llevamos semanas enteras bajo cero, y las estaciones de tren no son los lugares más adecuados para probar el invierno. No puedo parar de moverme, doy fuertes pisotones al suelo, primero un pie, luego el otro, pero no consigo entrar en calor. Froto mis manos aun con los guantes puestos, y pasa un buen rato hasta que me doy cuenta de lo estúpido que es. ¿Dónde estás? Me prometiste que vendrías... no sería la primera promesa incumplida. El tipo de la ventanilla sigue atento todos mis movimientos. Tengo la sensación de que, en cualquier momento, va a llamar al resto de los viajeros para que compartan el espectáculo. Soy el único estúpido que está aquí fuera. Nadie se queda, todos suben a los vagones con prisa por encontrar el calor del interior. Los mozos que colocan los equipajes entran y salen a toda prisa del tren abrigados de tal modo que cuesta creer que puedan moverse.

   Miro el reloj. Faltan cinco minutos. Si no estás aquí dentro de dos, será la peor despedida en una estación que se hubiese podido escribir. Ni siquiera una despedida interrumpida por el silbato del tren, romántica y de película en blanco y negro. Ni siquiera una despedida apresurada y tímida del que no sabe el tiempo de su regreso. Va a ser la nada de las despedidas. Tomo aire, el frío invade mis pulmones hasta que me duele, y lo suelto en un suspiro de resignación. Espera... ¡ahí vienes! Te veo caminar deprisa entre mozos y viajeros rezagados... me has visto... sonríes haciendo un gesto con la mano. Deberías venir más abrigada, sabes que el frío te hace mal, pero hoy no te diré nada.

- Siento el retraso... - Una mirada de súplica por el perdón acompaña tus palabras. Traes el pelo suelto, ni siquiera has pensado ponerte un gorro de lana... La nariz roja y la niebla de tu aliento acelerado por la prisa, te hacen parecer frágil entre la nieve y el viento. Sonríes. 
- No te preocupes, es sólo que tendremos que despedirnos sin música de blanco y negro. - Yo también sonrío. Me acerco para abrazarte y olerte por última vez. Ese estúpido champú de almendra que llevas usando desde el verano va a ser el perfume de este recuerdo. Ya casi había empezado a gustarme.

- Algo me dice que no tardaremos en volver a vernos. - Te separo suavemente con mis manos sobre tus hombros para mirarte. Tus ojos realmente lo creen. Esa obsesión enfermiza con el destino nos ha traído demasiados dolores de cabeza, y ahora estamos aquí, en medio del invierno, en medio de un andén, en medio de una despedida sin fecha de caducidad. 
- Seguro. No andaré demasiado lejos. - Pero sí que andaré demasiado lejos... el tiempo y la distancia nos colocarán en el margen de nuestro cuaderno, como una corrección en rojo del profesor de historia... Sonrío una vez más, pero ya no sonrío. Me esfuerzo porque tu imagen se grabe en mi memoria. Me moriré el día en que intente pensarte y ya no sepa que rostro ponerte... o quizá no, quizá sólo lo piense en un andén, con el aliento congelado y el olor a almendra de tu pelo. - He de marcharme ya... - Un último abrazo me recuerda que se ha terminado.
- Adios escritor, dedícame tu próxima historia... no me olvides cuando despiertes... - Pareces tan frágil, con tu pelo suelto, con tu abrigo blanco y tus botas negras... 

   Me subo al vagón y noto el calor del interior, el olor a tapicería, el sonido a conversación murmurada y la atmósfera del nerviosismo de la partida. No miraré atrás, no quiero verte a través de una ventanilla fría entre montones de nieve sucia. No quiero ver cómo te alejas mientras mi tren avanza, como el pasado, mientras te observo sentado entre extraños. Me siento, mi plaza da al otro lado de la estación, saco el libro del bolso, no quiero pensar, quiero perderme. El tren da una sacudida antes de comenzar a avanzar. La estación se pierde cada vez más deprisa mientras yo no la miro. No levanto los ojos de las hojas escritas. En el asiento frente al mío viaja un hombre trajeado, le delatan como comercial los zapatos baratos de suela de goma. A su lado se sienta un chico de unos veinte años, lleva unos auriculares enormes conectados a un reproductor minúsculo... La puerta del vagón se abre justo a mi derecha para dejar pasar a los viajeros rezagados en la cafetería. La estación ya se ha perdido, llevamos cinco minutos de viaje y ya desapareció. El asiento de mi lado parece que será por fin ocupado... Intuyo unos brazos que se elevan para subir el equipaje de mano mientras mantengo la mirada fija en la tierra que pasa. Noto el roce de un abrigo en mi hombro y giro ligeramente la cabeza. Es blanco.

-Nada puede alejarme de ti excepto tú... 

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