martes, 22 de enero de 2013

Venecia sin ti...


El sol comenzó a despertar mientras me movía inquieto y golpeaba los pies contra el suelo del andén, intentando desprenderme de la capa de frío y humedad que me seguía desde que cerré la puerta de casa. Desperté temprano para llegar pronto a la estación, y todos los que me rodeaban vestían ojeras y piel de mañana de trabajo. Yo, en cambio, tenía todo el tiempo del mundo. Cogería un tren que me llevaría de Faenza a Bolonia, y en la estación central cambiaría de andén para acomodarme dos horas, en un asiento de respaldo enorme, hasta llegar a Venecia. Hacía ya diecisiete años que había caminado por aquella ciudad y no había regresado desde entonces. Mi recuerdo de ella se limitaba a compañeros de clase, máscaras de nariz alargada y capas sobre los hombros, y un ligero y, a veces, desagradable olor flotando sobre los canales. Esta vez no habría nada de todo aquello, el carnaval quedaba aún muy lejos, la mayoría de mis compañeros de clase aún más, y alguien me había contado que los canales en invierno no huelen más que a niebla. Esta vez caminaría solo, sin rumbo, y con tiempo de sobra que perder por las calles estrechas que recordaba. 

   Me gustó ver amanecer por encima de las vías de Faenza, soñaba con un viaje melancólico, una pizca poético, un viaje que describir más adelante con el orgullo de los ojos tristes que saben por qué lo están. Un cielo entre rosado y púrpura, mezclado con azul brillante y tonos anaranjados, en una estación... no era mal comienzo. Si no fuera por aquella maldita humedad podría haberlo descrito mejor, pero no podía parar de moverme. El tren llegó con algo de retraso, así que al llegar a Bolonia la mayoría de los viajeros lo abandonaron con prisa. No conocía esa ciudad más allá de la estación, el aeropuerto, y el trayecto entre ambos en autobús. Un trayecto que tuvo lugar hacía sólo unos días, y que recordaba esta mañana con la melancolía que me produjo el hecho de que tu avión despegara de Madrid mientras yo miraba a través de la ventanilla, con el equipaje sobre las rodillas, hacia las calles de aquella ciudad de tonos ocres. Ahora estábamos a tres mil kilómetros. 

   Las dos horas de viaje hasta Venecia transcurrieron en un vagón casi vacío, que avanzaba deprisa hacia el este, y lo suficientemente cómodo y silencioso como para leer con calma ciertos cuentos de cierto uruguayo que sabía escribir. Bendito sea. Poco antes de entrar en la isla el tren se detuvo en Mestre. Hay recuerdos que permanecen ocultos dentro de cada uno durante años, que sólo esperan que cualquier detalle abra las compuertas para desbordarse delante de nosotros. Recordé aquella estación diecisiete años antes, recordé a mis amigos y toda nuestra vida por delante. Sé lo que ha sido de algunos de ellos, pero a la mayoría no les he vuelto a ver desde aquel año. Casi me pareció encontrarlos de nuevo esa mañana sentados al sol, bajo las marquesinas, mientras los profesores organizaban la subida al tren. Cuando las puertas volvieron a cerrarse y el movimiento del vagón se acompasaba de nuevo, me despedí de ellos. 

   Quince minutos después salía de la estación de Santa Lucía y me recibía el Gran Canal. Me detuve al pie de la escalinata y miré a mi alrededor. Algunos turistas ya empuñaban sus cámaras disparando hacia cualquier cosa que oliese a historia y a arte. Justo a la izquierda, el Ponte Scalzi se elevaba sobre el canal dejando pasar bajo él los barcos acristalados que llegaban de San Marco y otras partes de la ciudad. Puestos ambulantes de comida desprendían olor a café caliente y a chocolate. Justo enfrente de la estación, en la otra orilla, San Simeone Piccolo mostraba un retazo de todo lo que se podía esperar de esta isla que se hunde, atestada de construcciones y turistas. Decidí comenzar a caminar, me ajusté la gorra y el bolso y dejé atrás la iglesia de Scalzi para escapar de la plaza.

   El frío no me abandonó en todo el día, primero bajo un sol que en nada ayudaba en las callejuelas húmedas y, más tarde, entre la niebla que fue descendiendo a lo largo de la mañana. Ya sabes que siempre busco refugio entre las paredes de los museos, y el calor y el silencio de la Gallerie dell´Accademia, libre de fotógrafos intrusos, de voces demasiado elevadas, fue mi cabaña en medio del bosque. Más que cruzar de nuevo el Ponte di Rialto, más que una comida frugal bajo los arcos y columnas que rodean la Piazza San Marco, más que las tiendas de máscaras, los gondoleros con sus canotier de paja, con sus embarcaciones amarradas, más que los leones alados... Anduve aquella ciudad después de tanto tiempo que la ciudad era otra. Anduve aquella ciudad después de tanto tiempo que yo era otro. Me perdí por sus calles como el que ya está perdido, descansé sentado junto a la puerta de una escuela de bellas artes, de la que entraban y salían estudiantes cargados con grandes carpetas y tubos de plástico... pero yo no les veía. Justo frente a mí, un muelle vacío sufría el golpeteo insistente y tenaz de las olas enviadas por los barcos que se movían mucho más allá. Al otro lado de aquella masa de agua fría, lejos de mis ojos, apenas visible detrás de la bruma del atardecer, la última lengua de tierra que nos separaba de los diques de la Laguna Veneta... Venecia también tenía un final, Venecia también tenía miedo... temía al mar que luchaba por hundirla, se protegía, se escondía agazapada... 

   Era el momento de regresar a casa.

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