viernes, 28 de octubre de 2011 0 comentarios

Un día cualquiera


    Todo aquello que nos sucede en la vida tiene una razón, un objetivo oculto detrás de los malos momentos, que nos conducirá hacia algo que, de otro modo, no podría haber ocurrido. Eso al menos es lo que he pensado toda mi vida... hasta hoy. Esta mañana, la luz que entraba por la ventana no era luz. Un amanecer a regañadientes que se negaba a suceder. Un cielo gris oscuro cubría la ciudad, y el sonido de los coches que se amontonaban en las calles, lentos a causa de la lluvia que les chorreaba del cielo, hacía que sintiera más hondo que nunca la suciedad de mi vida. El mundo apesta, no sé cómo podemos soportar el olor. Supongo que de la misma manera que nos habituamos a reprimir la náusea en un metro atestado a la salida del trabajo. Lo hemos aceptado de ese modo, porque pensamos que no hay otro modo. Estamos tan equivocados...

    Eso es lo que he pensado mientras salía de la ducha, hace un minuto, justo antes de pararme delante del espejo a contemplar mi cara de imbécil. Barba de tres días, ojeras malvas, profundas como el mismo agujero en el que estoy metido. Últimamente he notado que me cuesta reconocerme delante del espejo por la mañana. La primera vez me resultó extraño, pero a eso también me he ido habituando. Ahora, cada vez que me ocurre, me saludo a mí mismo haciendo un gesto con la barbilla, como si el imbécil no fuera yo sino el tipo de enfrente. Pero el muy desgraciado me devuelve el saludo, juraría que hasta un poco más sonriente que yo... maldito capullo. Había decidido no afeitarme en toda la semana, pero he cambiado de opinión. Bueno, quizá haya sido por la sugerencia que me hizo ayer el director de mi sector.... “Luis, si quieres parecer un cerdo me parece bien, pero como mañana no vengas afeitado te pongo en la puta calle”. Sorprendeos, ése ha sido el final de mi revolución estética, planificada junto al más bobo de los tipos que se han dignado a ser mis amigos a lo largo de mi vida... “¿A que no tienes huevos a dejarte barba? ¿A que eres un mierda que no se ha saltado las normas en su puta vida?¨ Ante semejante despliegue de sentido común, un hombre como yo, de pelo en pecho, vivido, viajado, bebido y vomitado, no tenía más opción que la de aceptar el reto. Pero como, efectivamente, se me podría definir como un mierda que no se ha saltado las normas en su puta vida, y que aprecia el poder comer mañana, en este mismo momento vuelvo al redil, me corto mis huevos, y me afeito como está mandado. 
    Así transcurre mi vida, en un ir y venir al trabajo, en un parar el fin de semana para poder emborracharme y llegar a casa a tientas, dejarme caer en la cama casi inconsciente, despertar al día siguiente para seguir borracho y retomar después el ir y venir al trabajo. En ese metro atestado de gente sudorosa, que reparte su hedor convirtiendo el vagón en una suerte de cámara de gas donde no mueres sino que lo deseas. Pero hoy va a ser diferente... Hoy he decidido que todo eso va a cambiar. Voy a agarrar mi vida, la voy a girar y doblar, la voy a modelar, la estiraré y esculpiré como siempre he soñado. No pienso callar ni un minuto más. El mundo será mío a partir de ahora, ese subnormal del espejo se va a quedar en el espejo.... bueno, creo que ya estoy bien afeitado. Voy a vestirme. 
   Muchos de mis compañeros de trabajo se sienten especiales por llevar traje y corbata. Miran a los otros ocupantes del vagón con esa mirada de superioridad que creen que les otorga el maletín de imitación de piel, que compraron en El Corte Inglés por cincuenta euros. Pero sólo hay que mirar sus zapatos baratos, con suela de goma, ésos que se compra la gente que quiere aparentar ser lo que no es, y que, por alguna razón oculta en su cerebro de gilipollas, creen que los demás no vamos a ver, para darse cuenta de lo que son. Una panda de palurdos, que en el siguiente transbordo se mezclarán con otra panda de palurdos, hasta convertirse en una legión de palurdos que vomitan las bocas de metro de la zona financiera a las ocho de la mañana. Un ejército de engominados macarras que calzan zapatos baratos y caminan entre edificios de cristal. Yo soy uno de esos tipos. 
    Una vomitona me recibe en la escalera del metro. ¡Joder! Si bebes un martes, ten al menos la dignidad de irte a vomitar a tu casa. El andén está atestado de gente sin forma, todos grises, todos uniformados, no tienen rostro, están solos. Hay gente de todo tipo, pero son todos la misma persona, viven en una especie de hipnosis autoinfligida con el fin de soportar una vida sin color. Sus cerebros caminan planos, sus ojos no ven, no están vivos. Me coloco al lado de un tipo que huele a perfume barato. Apesta a perfume barato. Las personas grises tienen tendencia a olvidar los placeres de un olor suave, y se decantan por este tipo de bazofia que marea. ¿Será un tímido intento por diferenciarse de la masa informe que le rodea? Sea como sea, ha fracasado, lo único que provoca es una atmósfera irrespirable, una especie de nube contaminada que aparta a las demás personas sin cara de su lado. Joder, es que apesta a perfume barato. Pero al menos me ha servido para poder colocarme en el hueco que le rodeaba y poder acceder al siguiente tren. ¿Os habéis fijado en cómo hay mucha gente que busca el contacto físico en las aglomeraciones? Hasta ahora mismo no se me había ocurrido más que son unos malditos reprimidos, degenerados e hijos de puta que sólo intentan ponerse cachondos rozándose con los demás. Siempre me los he imaginado corriendo a casa empalmados a intentar tirarse a su mujer antes de que les vuelva la rutina de la impotencia. Pero hoy estoy cambiando. Me ha dado por pensar que quizá saben que están solos, que saben que les rodea el frío, que su vida no se vive, y buscan desesperadamente el roce de otro ser humano, la calidez de alguien que te abraza y sientes la compañía..... Ya he llegado a mi parada.
    Salgo rodeado de fantasmas que comienzan a encender sus cigarros en cuanto ven la poca luz que nos recibe. Camino decidido entre ellos, la cabeza alta, la mirada resuelta y el paso firme. Noto cómo se apartan de mi camino, dejan paso a ése nuevo hombre que nace hoy. Voy a decirle a mi jefe que me largo, que es un maldito retrasado, que no aguanto ni un segundo más su aliento de fumador compulsivo que me asquea. Quiero ver sus ojos cuando le diga que es un mamón lameculos, que si estuviéramos en la calle le daría un sopapo. Voy a reírme en su cara, mientras le rompo en las narices la puñetera acreditación. No necesito esto, me iré de aquí, a un lugar donde poder ser quien yo quiero ser. Una sonrisa recorre mis labios por primera vez esta mañana. Hoy es ese día. 
    Enseño la acreditación al guarda de seguridad de la puerta, que asiente con la cabeza. Me dirijo al ascensor exultante, oprimo el botón de la planta quince y vuelvo a escuchar la misma cancioncita machacona de cada mañana. ¿Quién carajo elige la música de los ascensores? ¿Acaso no se dan cuenta de que te pueden llegar a sangrar los oídos por escuchar esa basura? LLega el momento, salgo del ascensor en su busca... 

    - ¡Hombre Luis! ¡Veo que ha preferido el afeitado al paro! Me alegra, a fin de cuentas le apreciamos...
    - Sí señor González, creo que tenía usted razón...
    -¡Pues ale! Ánimo, que aún le quedan unas cuántas horitas para el descanso, vaya actualizando su facebook o algo...
   Nada de lo que nos sucede en la vida tiene una razón oculta. Me siento en mi mesa, enciendo el ordenador y actualizo mi estado... “Acabado¨.

martes, 18 de octubre de 2011 0 comentarios

Soledad

  • Me siento solo.
  • Yo también.
  • Quiero escapar.
  • A algún lugar donde nadie me conozca, lejos de todo esto. Empezar de cero, como si volviese a nacer. Enterrar todo lo que ha pasado. Enterrarlo bien hondo y pensar que jamás ha ocurrido.
  • ¿Sabes? No recuerdo el primer día que vi el mar. Pero sí que recuerdo el día en que me di cuenta de que el mar existía. Iba sentado en el asiento de atrás del viejo Renault 18 de mi padre. No sé qué edad tenía. Era verano, supongo que el mes de agosto, y llevábamos varias horas en el coche. De pronto, mi madre sonrió y dijo: “¡Mira!”. Entonces miré hacia donde apuntaba su dedo y allí estaba. Había aparecido de pronto, sin avisar, sin anunciarse. Era enorme y azul. Recuerdo que tuve la sensación de que me faltaba el aire. Un niño sin respiración, con la boca abierta, mirando el mar en el asiento de atrás de un coche. No he vuelto a sentir esa sensación desde aquel día, la sensación de no ser absolutamente nada, de ser enormemente pequeño. 
  • Yo tengo esa sensación cada día. Siempre he vivido de cara al mar, pero lo que me hace sentir pequeña es levantarme cada mañana. Hay unas cadenas que me mantienen atada a este maldito lugar. No puedo caminar. No puedo escapar. NECESITO escapar.
  • Las personas que encuentro en mi vida hablan un idioma que no es el mío. No les entiendo. Cuando me hablan les miro a los ojos y no veo nada. Están vacíos. Dentro no hay nada que importe. He venido de un lugar muy lejano a rodearme de gente que no me ve. 
  • Tengo una coraza a mi alrededor. No entra nadie. Hay veces que por sus rendijas salgo un poco, me asomo, miro a mi alrededor. Pero me duele. Me duele y me vuelvo dentro. Nadie entra. Estoy sola. Paso mi día rodeada de personas, pero estoy sola. Ninguno de ellos es capaz de sentirse pequeño mirando el mar. Pasan por la vida sin ver. Están ya muertos sin haber vivido jamás. Hablo pero no me escuchan. Me miran, se fijan en mis labios mientras se mueven, oyen mi voz, y luego se ríen. No han entendido nada.
  • Marchémonos.
  • De acuerdo.
  • Vamos a irnos lejos, y, cuando lleguemos allí, nos alejaremos aún más. A mí no me buscarán.
  • Y a mí nunca van a encontrarme.
  • No nos llevaremos nada. No diremos adiós. Nuestros hombros tienen que caminar libres, sin peso. Y cuando lleguemos no los cargaremos con nada. Seguirán siendo libres siempre.
  • Tú caminarás conmigo y yo contigo. Cuando hable, tú me entenderás, cuando mires, me verás.
  • No quiero sentirme solo.
  • Yo tampoco.
  • Es tarde, nos veremos mañana.
  • Sí.
   El clic de la pantalla al apagarse hundió la habitación en la sombra. Silencio. El tecleo se había detenido y volvía a estar sola. Al menos, pensó, esta noche podría dormir viendo a un niño sentado en el asiento trasero de un coche, aplastado por el mar.
domingo, 16 de octubre de 2011 0 comentarios

Amistad


   
   Atardecía un día plomizo a la orilla del río. El viento frío secaba la piel y los peces dejaban sus huellas concéntricas en la superficie del agua cada vez que emergían a por su bocado. Un viejo sauce arrugado de más de doscientos años se inclinaba sobre la orilla izquierda, y a sus pies, sentado, mirando hacia la otra orilla cubierta de vegetación verde oscura, se encontraba un hombre de espalda combada. Llevaba una gorra de pana verde heredada hacía demasiados años de su abuelo. La seguía usando, ajada y descolorida, sólo por mantener en su memoria a aquel viejo gastado que le había enseñado que ser diferente no era lo peor que te podía pasar en el mundo, sólo era algo más jodido que ser como los demás. Hacía rato que había dejado de llover, pero el suelo aún guardaba la humedad del otoño. Pronto volvería a descargar una fina lluvia, pero él ya no estaría allí. 
  Justo detrás de él aparca un todoterreno negro, los cristales traseros tintados, como intentando ocultar permanentemente a todos aquellos viajeros que nunca se habían sentado allí. De él desciende un hombre vestido con vaqueros y zapatillas de deporte, lleva un jersey azul de cuello alto y una gorra de béisbol de los Yanquis de Nueva York. Se acerca al hombre sentado y, sin dirigirle una mirada, se sienta a su lado en silencio. 
  • Deberías habérmelo dicho. Hubiese estado a tu lado. - El hombre de la gorra de pana ni siquiera lo mira.
  • Ya estabas a mi lado.
  • Pero no lo sabía...
  • Eso no importa.
  • Joder, a mí sí me importa, tenías que habérmelo dicho. 
  • Lo sé.
  • ¿Cuántos años tenía ya?
  • Doce.
  • ¿Cuánto hace que no lo veías?
  • Once.
  • Lo siento mucho.
  • Lo sé.
  • ¿Qué ha pasado?
  • Estaba enfermo desde hacía más de dos años.
  • ¿No lo sabías?
  • No.
  • Esa maldita zorra...
  • Sabes que ella no tiene la culpa, ni siquiera estaba consciente cuando se marchó.
  • Joder, era tu hijo. Tenías derecho a saberlo.
  • Ya no sé si era mi hijo. 
  • ¡Pues claro que era tu hijo! Diga lo que diga esa maldita zorra tenías todo el derecho a saberlo.
  • Ella sólo estaba protegiéndolo.
  • ¿De su padre?
  • No, de mí.
  • ¿Has estado bebiendo hoy? 
  • Llevo seco un par de meses. Sólo he estado escribiendo un rato.
  • Está bien. ¿Dónde lo han enterrado?
  • No ha querido decírmelo.
  • Joder, uno debería saber dónde está enterrado su hijo. Déjame que hable con ella, ha de entrar en razón.
  • No importa.
  • ¿Cómo coño no va a importar? ¡Ni siquiera te habían dicho que tu hijo se había muerto! ¿Por qué mierda no vas a poder ir a su tumba?
  • Ya te he dicho que ni siquiera sé si aún era mi hijo.
  • Eres un gilipollas. Renunciaste a él hace once años, ten los huevos de ir a llorarle a donde está enterrado.
  • ¿Me llevas a casa?
  • Vámonos.
   Rodean el sauce cada uno por un lado y suben al coche. El hombre del jersey de cuello alto pone la llave en el contacto y arranca. La radio comienza a recordar los desgraciados incidentes de la noche anterior en una maldita frontera africana. Por primera vez el hombre de la gorra de pana le dirige la mirada al otro. Una sola lágrima, como abandonada, olvidada por el resto de la tristeza, se desliza por su mejilla. El hombre del jersey de cuello alto coloca su mano en el hombro del otro, sus dedos se aferran a él, incluso llega a temer hacerle daño. Un momento después ambos miran al frente de nuevo, la mano ya está en la palanca de cambios que se mueve ágil para engranar la primera marcha. 
  • Vamos a casa. - Dice el del jersey de cuello alto.
   Cuando enfilan el camino de regreso, la fina lluvia hace que ponga en marcha el limpiaparabrisas. 
miércoles, 12 de octubre de 2011 0 comentarios

Resurrección

     Al tercer día resucitó de entre los muertos... Su padre no era carpintero ni su madre virgen, tenía 34 años, y no era domingo sino miércoles. La corona de espinas  había sido sustituida por un dolor de cabeza insoportable y recordaba perfectamente su crucifixión.  Había ocurrido el domingo por la noche, dos días después de su despido, cuando su mujer se largó inspirada por su futura incapacidad de satisfacer sus deseos materiales. Fueron tres clavos bien clavados. 
      Así que decidió hacer lo que cualquier persona en su sano juicio habría hecho en su situación... Bebió durante tres días hasta caer inconsciente, luego se levantó del suelo y se metió en la ducha, abrió el grifo del agua fría y resucitó de entre los muertos... Fue la primera ducha fría de su vida, y fue condenadamente fría. Mientras se secaba notaba cómo una mano gigantesca le apretaba las sienes con la intención de destrozarlas. Abrió la caja de aspirinas y se tragó dos usando el grifo del lavabo. Notaba la boca pastosa y con un regusto desagradable a vómito reciente. Ni siquiera recordaba haber vomitado, esperaba al menos haber tenido la dignidad de hacerlo en el aseo. Se lavó los dientes y luego se enjuagó. Empezó a sentir demasiada hambre como para pensar en lo absurdo de comer justo tras lavarse la boca. En la cocina encontró un trozo de queso reseco que comió de dos bocados acompañado de un trago al único cartón de leche que quedaba en el frigorífico. Empezaba a sentirse mejor. 
   El resplandor del sol al abrir la puerta hacia la calle le hizo llorar. Tanteó en el bolsillo de su chaqueta hasta encontrar sus gafas. Sólo después de ponérselas pudo ver su coche aparcado al final del camino que llevaba de la calle al porche de la casa. Era un deportivo inglés carísimo que pronto dejaría de ser suyo, como la casa del lago y la casa que estaba a punto de abandonar. El dolor de cabeza casi había desaparecido, pero una ligera náusea quería acompañarle toda la mañana. 
- ¡Buenos días Henry! - El vecino de la casa de al lado sonreía desde su porche mientras gesticulaba con la mano. 
- ¡Buenos días Frank! - Maldito desgraciado, seguro que había tomado buena nota de la maleta que llevaba Katy cuando salió de casa el domingo. Tenía suerte de que tuviera prisa. Ese cerdo y su mujer eran los dignos herederos de la tradición vecinal de meterse donde no te llaman. Su sonrisa de gilipollas no podía disimular unos ojos brillantes ante la perspectiva de un nuevo tema estrella de conversación. Abogado de éxito despedido y abandonado en menos de dos días por cierto problema con el alcohol. Tenia suerte de que tuviera prisa.
- ¡Bonito día! ¿Estás de vacaciones? El domingo vi salir a Katy con una maleta. ¡Qué bien vivís los abogados!
- ¡Tenemos suerte! Me reuniré con ella en la casa del lago mañana.- Maldito cerdo descerebrado, quizá algún día pierda un poco de tiempo contigo...
   Atravesó el camino de gravilla hacia el coche y subió lo más deprisa que pudo. Notaba la mirada de Frank clavada en su espalda. Sólo el ronroneo de los ocho cilindros consiguió que se calmara. Esa sensación de náusea seguía allí. Pisó el acelerador y enfiló la calle que llevaba a la salida de la urbanización. Saludó con un gesto de la cabeza al guardia de seguridad que levantó la barrera desde su garita y condujo decidido a perderse entre la marea de coches de la autopista. 
   De pequeño había sido educado en la fe católica. Los colegios privados de la iglesia le fueron sacando poco a poco de su error. Había odiado los domingos durante toda su adolescencia, de pequeño habían conseguido que odiara todos los días de la semana. Esa maldita amenaza siempre sobre la cabeza de un crío de cinco años. Dios lo ve todo, Dios castiga a los pecadores, comer carne el viernes es pecado, mirar a las niñas es pecado, el sexo es pecado, vivir es pecado... Acercar el aliento a vino de eucaristía a un chaval de doce años mientras se confiesa con la mano del confesor en su rodilla no es pecado. Curiosa la invidencia divina cuando de sus pastores se trata. Toda esa hipocresía le alejó poco a poco del camino del rebaño vaticano, y le convirtió en un lobo pervertidor de cualquier alma pura que se le acercara. Así fue cómo conoció a Katy. En su cuarto año de universidad, enfundado en su disfraz de futuro abogado, sonrisa arrebatadora, ocultando su verdadera naturaleza de alcohólico trasnochado. Consiguió convencer a una de las mujeres más hermosas que jamás le había dirigido la palabra para que fuera su mujer tras dos meses de escarceos clandestinos. Fueron más de diez años de convivencia a tres. Con el alcohol llevaba casado desde los diecinueve. Nunca probó otra droga. 
   Aparcó el Aston en la plaza que había tenido reservada los últimos tres años. Parece que aún no tenían sustituto. Que les jodan. Les había hecho el trabajo sucio durante demasiado tiempo como para que alguno de ellos quisiera comenzar ahora a mancharse las manos. Ninguno de ellos había tenido que pasear por las cloacas para ganarse la vida. La sede del bufete era un edificio de dos plantas algo alejado del centro de la ciudad. Edificio moderno, con grandes ventanales para exhibir el lujo interior hacia cualquiera que se atreviese a pasar por delante. Saludó con la mano al guarda de seguridad.
- Buenos días,Tom. Vengo a recoger mis cosas.
- Adelante señor, el señor Klanski está en su despacho. - La mirada irónica del guarda casi le hizo vomitar. Tal vez tuviera un segundo también para charlar con él. 
Subió las escaleras a grandes zancadas, tenía ganas de terminar con todo esto lo antes posible. Llevaba una caja de cartón bajo el brazo para guardar los pocos libros que le quedaban allí, y la foto de Katy en la casa del lago. Una de ellas ya no era suya y la otra dejaría de serlo en cuanto ella pidiera el divorcio. 
Entró en su despacho y descubrió aliviado que estaba vacío. Al menos tendría tiempo para guardar sus cosas antes de que el cabrón de Jack Klanski lo viera. Colocó con cuidado los libros dentro de la caja y lanzó sobre ellos la foto enmarcada. Le pareció oír un leve crujido cuando el cristal chocó con el borde de el tomo más infumable de derecho mercantil. Que se joda.
Una vez que estaba todo recogido acudió al despacho de Jack. Ni siquiera se giró antes de cerrar la puerta con su nombre aún grabado, quería olvidar, zanjar asuntos y largarse para no volver. Dejó la caja en el suelo al lado de la puerta de Klanski antes de llamar. 
- ¡Adelante! Hola Henry, me alegra verte sobrio - desgraciado - Tom me ha dicho que has venido a por tus cosas. Siéntate, por favor. - Le señaló la silla que tenía justo ante él. Henry se sentó. Metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y se recreó al ver los ojos del hijo de puta al ver la pistola. Dios, parecía que se le fueran a salir de las órbitas. No tardó más de dos segundos en apretar el gatillo, pero le parecieron minutos. El estampido del disparo sonó mucho menos espectacular de lo que habría deseado, pero la bala atravesó obediente la cabeza de ese cerdo y esparció su cerebro en la pared del fondo. Buena chica. 
Gracias a las gruesas paredes de las construcciones de lujo modernas nadie oyó más que un pequeño golpe. Nadie le dio importancia. Es curioso cómo las personas son capaces de pasar por alto todo aquello que no les afecta directamente. Sin ningún remordimiento. Abrió la puerta, se agachó a recoger la caja con los libros y esa estúpida foto, y se dio cuenta de que, por primera vez en cinco días, se encontraba totalmente calmado. Acababa de volarle la cabeza a un tipo y no pasaba de sesenta pulsaciones. Joder, estaba muy enfermo. 
Abandonó el edificio sin cruzar la palabra con nadie excepto con Betty, la señora que limpiaba cada mañana el pasillo del primer piso. 
- Buenos días, señor.  Es una desgracia que las buenas personas sean despedidas de esa manera. No es justo señor. Lo echaremos de menos. 
- Gracias Betty, es usted muy amable, pero no creo que me echen demasiado en falta. 
- Salude a su mujer señor, es tan guapa... Ojalá mi hija se cuidara como ella. Y es tan amable. Déle un beso de mi parte señor. 
- Gracias Betty, seguro que nos vemos pronto. - Jamás. 
   El imbécil de Tom no estaba en su puesto. Curiosa negligencia que le salvó la vida. ¿Habría premiado Dios la pereza humana? Se estaría volviendo blando. Sonrió. 
   Se subió al Aston, arrancó el V8, y cerró los ojos. El cielo existe y es aquí y ahora. Apretó los labios en una nueva sonrisa mientras aceleraba para retomar la autopista. ¿Lo estaría vigilando Nuestro Señor? Si así era, ese cabrón había llegado tarde. Cuando giró a la derecha estalló en una sonora carcajada. 
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No tengo un título para esto

 Capítulo primero.
  K. giró la cabeza para mirar a sus amigos. Desde que se prohibió fumar en los lugares públicos era un auténtico placer tomar algo en verano. La multitud de adictos a la nicotina preferían tostarse al sol en las terrazas que habían proliferado a lo largo de la calle. El interior era fresco, tranquilo, y libre de humo e indeseables. Llevaban sentados menos de dos minutos y ya tenían sus cervezas congeladas en las manos.
- Necesito ideas para escribir la novela. - dijo k.
- ¿Y por qué coño tendríamos que darte nosotros las ideas? ¿Quién es aquí el escritor? -L. y k. Se conocían desde hacía más de quince años. La verdad es que k. nunca había publicado nada, ni siquiera lo había escrito, pero llevaba años acosando a todos en busca de ideas para llegar al Nobel. Aparte de reconocimiento, básicamente buscaba hacerse rico. La desgracia para él era que su talento como escritor estaba justo un metro por debajo del del Papa para hacer hijos.  
- Nunca vas a escribir ninguna puñetera novela, admítelo. Desde que te conozco lo único que has escrito ha sido tu nombre en la puerta del lavabo de la facultad. ¡Joder! ¡Si ni siquiera te has leído un libro desde entonces! - S. estudió con k. en la facultad de empresariales. Ninguno de los dos duró más de un año en ella, pero desde entonces eran inseparables. Ella se había convertido en una mujer enormemente atractiva, de melena castaña y ojos verde oscuro, y él se había convertido en un gordo sudoroso absolutamente repulsivo para todos menos para l. y s.
- Además, tu madre no te deja acostarte tarde, chiquitín. Un escritor de verdad, trabaja por la noche, y se inspira mientras está borracho o drogado. ¿Te imaginas a Bukowsky yendo con su mami a comprarse la ropa? - l. y s. rieron a carcajadas mientras k. se ruborizaba. 
  Los únicos clientes sentados en el interior del local eran un par de pijos engominados de jersey al hombro, adosados a sus Blackberrys, que se giraron al oír las risas con cara de perdonavidas. 
- ¿De dónde habrán salido este par de gilipollas? -dijo l. - ¡Ey! ¡Rosauros! ¿Tenéis algún problema?
- ¡El problema es la mala educación! - Dijo el que estaba más cerca.
- ¡Sigue tecleando en tu telefonito si no quieres que te mande a tu parroquia de una patada en el culo! Malditos pijos perfumados... - En esos momentos era en los que k. agradecía las cuatro horas diarias de gimnasio de su amigo. Eran 95 kilos de músculo que achantaban a cualquiera. K. le había visto tirar más de cuatro dientes a un tipo de una sola hostia. 
  El parroquiano agachó las orejas con sumisión y se dedicó a su siguiente mail o a lo que coño fuera lo que estaba escribiendo. 
- No quiero problemas, chicos. - dijo el camarero cuando se acercó a dejar la cesta de patatas fritas. 
- Tranquilo cariño, no los causaremos, yo controlo a los muchachos. - S. clavó su mirada verde en el imberbe chaval, que se marchó al instante para ocultar el enrojecimiento de su cara. 
- ¿Crees en serio que para escribir algo hace falta estar borracho o drogado? 
- Lo de la borrachera no lo tengo claro, porque si así fuera, tú ya tendrías una jodida biblioteca de best sellers. Pero estoy seguro de que con tu primer porro parirás tu primer relato.  
- ¡Venga ya! No le digas esas cosas. - dijo s. - Nuestro chiquitín es muy impresionable. ¿Quieres que nos lo encuentren cualquier día vagando en pelotas por la Cañada Real por haber preguntado al gitano equivocado? 
- Pero, ¿es que no hay forma de que traigan la droga a casa? Yo no pienso mezclarme con ningún camello. - dijo k.
- Sí hombre, ¿no has visto los anuncios en la tele? Y tu madre les abrirá la puerta y te liará el porro mientras tú vas arrancando el procesador de textos. - Volvieron a reír a carcajadas, pero esta vez nadie se volvió a reprochar nada. 
- Dejaos de tonterías, coño. Yo sólo quiero una idea para empezar a escribir. 
- No, déjate tú de tonterías. ¿Qué diablos ha pasado con tu trabajo de barrendero? - dijo s.
- ¿Que qué ha pasado? ¡Querían que recogiera la mierda de las aceras! Estoy de acuerdo con recoger papeles y restos del botellón, pero joder, ¡querían que recogiera las jodidas mierdas de los perros! Así que esta misma mañana les pedí el finiquito.
- Pero hombre, - dijo l.- tienes 34 años y aún vives con tu madre, no tienes ningún estudio excepto el COU, pesas 110 kg y eres feo... Recoger mierda no te queda tan mal... 
  Esta vez la carcajada atravesó el local y salió a la terraza de los adictos a la nicotina, que se giraron al tiempo sin saber qué ocurría. 
- ¡Qué fácil resulta para vosotros! Uno encerrado en su gimnasio haciendo lo que le viene en gana, y la otra en su despachito de secretaria con el telefonito del puñetero constructor. Con aire acondicionado se ve muy lejano tener que recoger mierda. 
- ¡Qué desagradable eres! -dijo s.
- Es cierto, no sé por qué te aguantamos. -dijo l.
  En ese momento, la madre de k. entró en el local, miró a su alrededor, y, cuando localizó la mesa de su hijo, se dirigió hacia él a una velocidad asombrosa para sus más de cien kilos. Nadie dudaba de dónde había sacado k. la grasa que le sobraba, sobre todo viéndole comer, pero no se podía negar que el muchacho tenía cierto grado de predestinación. Menos de cinco segundos después de haber asomado su redonda cara por la puerta, estaba de pie ante su pequeño. 
- ¡Te han despedido! - gritó.
- ¡No me han despedido, mamá! Lo he dejado.
- ¡Y una mierda! He hablado con tu jefe hace cinco minutos, y me ha dicho que te ha tenido que echar porque no querías recoger no sé qué...
- ¡Mierda, mamá! ¡Querían que recogiera la maldita mierda de los malditos perros que se cagan en las aceras!
  La mano regordeta de la señora madre de k. recorrió en un arco la distancia que la separaba de la mejilla del infeliz, y se estampó en ella a una velocidad digna de la mayor hostia que se había llevado en su vida. Sus gafas de pasta volaron girando en el aire y chocaron contra la pared partiéndose por la mitad. 
- ¡Ésa no es forma de hablar a tu madre! ¡Eres un desagradecido! ¡Yo te doy un techo y te doy de comer, y el señorito no quiere recoger mierda de perro! ¡Vamos a casa ahora mismo!
  Le agarró de la oreja derecha y lo levantó entre gemidos y lloriqueos. Salieron por la puerta a la misma velocidad que ella había entrado. L. se agachó para recoger lo que quedaba de las gafas.
- Qué asco de vida... - dijo mirando a s.
- Tú lo has dicho...
Esta vez la sonrisa de ambos tenía un toque de nostalgia. 
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Despedida

   El frío enciende el cuerpo y el alma. Un viento frío de madrugada destierra el letargo hasta la tarde. La lluvia fría de otoño te despierta de tu sueño de verano. Una mirada fría en unos ojos amados... no, eso no despierta, eso destruye. Hay momentos en los que para despertar hay que ser destruído primero. Ser deshecho, desbaratado, despedazado y desmembrado hasta que el dolor es lo único que te queda. Únicamente cuando el dolor es lo único que queda, se puede desterrar para siempre. Sólo cuando el dolor se ha adueñado hasta de tu respiración, sólo en ese momento, puedes asesinarlo. Lo sé, yo lo he hecho. Justo después de aquella mirada tuya. Notaba cómo me deshacía, me desbarataba, me despedazaba, me desmembraba. Notaba cómo el dolor era lo único que me quedaba, cómo se había adueñado hasta de mi respiración.
   Justo en ese momento, sólo en ese momento, se puede resucitar. El camino es largo porque hay que morirse bien muerto. El camino es largo porque hay que llegar a no ser. Pero una vez que no era, una vez que me morí bien muerto, entonces resucité. Porque me habías hecho tanto daño que no era yo el que se levantaba. O quizá sí era yo, pero más vivo y menos muerto. Solo en la oscuridad, desnudo y frío, tan frío... sólo y sin luz, como en el fin de una cueva profunda. Tan solo como estaba luché contra el dolor, contra la muerte, contra el vacío. Y tan solo como me encontraba, les vencí. Y cuando eché a volar tú ya no estabas. El sol calentó mi piel de nuevo. La sangre regresó a mis venas y mis ojos, y volví a ver. Pero ya no era yo. O quizá sí que lo era, pero más vivo y menos muerto. Y quizá ahora el que yo era ya no existe, porque fue deshecho, desbaratado. Y ahora yo soy algo que tú no conoces. 
     No has de temer lo que ya soy, porque ya no me importas. Te fuíste en aquella mirada fría, sin despedirte. Y ahora ya no siento tu piel como la mía. No siento lo que tus labios rozan. No siento tu sal en mi herida. No siento tu sangre en mi tripa. Te siento tan lejos que no te siento. Esto es una despedida, mi amor, mi sangre. Ya no eres más mi amor, ya no eres más mi sangre. Marcho solo por fin, un poco más vivo, un mucho menos muerto. Adios.

 
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