miércoles, 28 de diciembre de 2011 0 comentarios

Inspiración

   Son casi las cuatro de la tarde cuando alguien llama a la puerta. Una arruga de extrañeza recorre su frente... no espera a nadie. Se reclina un momento en el sillón de ruedas que usa para escribir tratando de sopesar las posibilidades... abrir, no abrir... no le gustan las visitas inesperadas, sobre todo en una tarde como ésta. Lleva meses trabajando en su nuevo libro, el plazo de presentación en la editorial está casi concluído, pero aún no tiene el final. No puede perder ni un segundo de su tiempo en visitas sin invitación. El timbre vuelve a sonar con insistencia... quizá sea algo importante... "¡Ya voy!" Resignado, decide aceptar que su destino para hoy no será escribir demasiadas líneas. Cuando llega hasta la puerta ya se ha arrepentido de levantarse, pero retroceder es de cobardes... ¿o no? No se da tiempo a sí mismo de seguir pensando y abre la puerta. En el umbral, empapado por la tormenta y con cara de no necesitar más que una palabra errónea para estallar, se encuentra con un tipo de MRW. Sostiene el paquete en su mano izquierda, y en la derecha le ofrece un aparatito de ésos que llevan los repartidores del siglo XXI, con una especie de lápiz, que no es lápiz, pero que sirve para firmar pantallas. El romanticismo ha desaparecido hasta del correo... ¿qué será de nosotros? Una vez cumplida la ceremonia, ya con el chorreante paquete, por fortuna envuelto en una bolsa de plástico, en sus manos, y despedido con amabilidad su desagradable portador, entra en casa. Usa unos pedazos de papel de cocina para secar los restos del aguacero que casi desdibujan el logotipo de los mensajeros. El paquete está dirigido a un tal Sr. Escritor Frustrado, que casualmente vive en su dirección. Debe de ser una broma de mal gusto, de ésas que se les ocurre alguna que otra tarde de aburrimiento a un par de tipos que conoce bastante bien. Bromas entre hermanos, cargadas de ironía, pero rebosantes sobre todo de mala leche. No puede evitar sonreír... malditos idiotas. No quiere ni imaginar qué será esta vez...

   Lógicamente no existe ningún remitente que asuma la responsabilidad. Abre el cajón de los cuchillos y usa uno de ellos para romper la bolsa de plástico. En su interior encuentra una caja de regalo negra, envuelta por un lazo escarlata. No es demasiado grande, algo más que un libro de bolsillo. Sobre la tapa, sujeta bajo la cinta roja que evita que se abra, asoma un pequeño sobre color hueso. Uno de esos sobres rugosos que siempre le ha encantado sentir en las manos... Dentro de él, una tarjeta del mismo color, con una sola frase escrita a mano en tinta negra... "No podemos encadenar nuestra inspiración, pero podemos guardar sus huellas...". No reconoce la letra, pero un latido más fuerte le hace sentir calor. Con la caja en las manos, llega hasta su sillón. La pantalla hace rato que fundió en negro, asesinando temporalmente las palabras que se amontonaban en ella. Aparta el teclado para dejar sitio a su misterioso regalo. Con delicadeza, deshace el lazo que sujeta la tapa, y se detiene a grabar el momento. Existe un enorme placer en retardar unos segundos el descubrimiento de un misterio... sobre todo cuando ese misterio merecerá ser recordado. Cuando se decide a levantar la tapa, sus manos tiemblan ligeramente... En el interior, tumbada sobre una libreta de notas con cubiertas de piel marrón, descansa una pluma negra y granate, con adornos en dorado envejecido. Una agradable sensación de calidez y de cariño le obligan a cerrar los ojos con una sonrisa. Tras unas cuantas respiraciones profundas se decide a abrirlos y deshacer el cuadro... sostiene entre sus manos la pluma, la recorre con sus dedos, la estudia... Retira la goma que cierra las tapas de cuero de la libreta, y ante él aparecen mil páginas en blanco... pero hay sólo una, la última de ellas, que contiene algo más. Justo en una esquina, con la misma tinta negra que escribió la nota, con la misma caligrafía que la dibujó, una serie de nueve números esperan. Alarga la mano para alcanzar el viejo teléfono de rueda que hay sobre la mesa y, uno a uno, va girándolos en el disco... Hay una voz al otro lado.

- ¿Cómo estás, lady?...
- Esperando oír tu voz...
- Espero que no te decepcione...
- No podría... ¿Qué haces?...
- Escribo... Está lloviendo....
- ¿Compartimos la tormenta?...
- Deja que coja mi abrigo...


 
sábado, 24 de diciembre de 2011 0 comentarios

Capuccino

   Antes de abrir la puerta ya se había calado la gorra, anudado la bufanda alrededor del cuello y abrochado el pesado abrigo que llevaba usando los cuatro últimos inviernos. ¿Para qué querría la gente cambiar de ropa cada año? No pensaba dejar nunca una prenda en el armario por el solo hecho de ser del año anterior. Lo mismo ocurría con sus botas de piel... un buen cuidado, engrasándolas adecuadamente, y podrían acompañarte más que algunos amigos. Cerró la puerta con llave y bajó por las escaleras... el ascensor siempre tardaba más de la cuenta y, al fin y al cabo, no eran más que tres pisos... Afortunadamente llegó al portal sin haberse cruzado con ningún vecino... no es que tuviera nada en su contra, era sólo que no le gustaba el resto de la gente en general. Al salir a la calle se detuvo un momento a respirar la primera bocanada de aire helado... se sintió despierto por primera vez en toda la mañana. Comenzó a caminar. A unos pocos metros de donde se encontraba, la muchedumbre que recorría las aceras de la Gran Vía en estas fechas, empezó a ejercer su influjo de atracción sobre él. Odiaba el contacto personal con los demás seres humanos, pero buscaba obsesivamente el encontrarse rodeado de ellos... la única condición era que él no les importara en absoluto. De ese modo lograba pertenecer a un todo, ser una parte del animal que vive y sangra cada día, un animal compuesto por millones de hombres y mujeres que lloran, aman, blasfeman, cometen errores nunca perdonados y perdonan errores nunca cometidos. Todos esos seres que se arremolinaban en los escaparates navideños, todos esos críos maleducados que le golpeaban al correr a su alrededor en un restaurante atestado... todos ellos, le hacían sentir acompañado sin dejar de estar solo. La soledad no estaba lo suficientemente reconocida por la sociedad... es como un bálsamo contra el contagio de la estupidez ajena... una burbuja de aire limpio, oxígeno puro nunca antes respirado.

   Se unió a la procesión de penitentes cargados de bolsas de El Corte Inglés, tocados con gorros rojos de borla blanca e incluso, alguno que otro, luciendo con orgullo esos cuernos de reno, tan afianzados en la cultura española desde hace un año. Resulta curioso e inquietante, hasta qué punto podemos disfrazar nuestras propias costumbres. Claro que, de la misma manera, nos disfrazamos cada día. Salimos de la ducha por la mañana convertidos en algo que no somos. Ocultamos dolores, pasiones, miedos... nos encontramos dentro de un pozo del que nadie nos puede sacar, simplemente porque no somos capaces de pedir auxilio. Siguió por Gran Vía en dirección a la calle de Alcalá, giró a la izquierda en Fuencarral, y caminó despacio entre la multitud. La música de algunas tiendas de ropa obligaba a comprar rápido a todos sus clientes, al mismo tiempo que gritaba al mundo lo fantástico que es formar parte de la moda Bershka. Las pintadas en las paredes de los edificios, los carteles anunciando los tatuajes más espeluznantes desde 60 euros, el olor de las jabonerías de moda con sus puertas abiertas... Le gustaba más este camino que bajar por Montera hasta Sol. No por la prostitución que afeaba la calle, ni por la sensación de turismo barato... lo que realmente le molestaba de Sol y sus alrededores, eran los hombres anuncio, de cartel amarillo antaño, y chaleco reflectante ahora, que anunciaban a voz en grito el pago del mejor precio por el oro de los demás. El oro de los demás no tiene precio... insensatos... aún no se han dado cuenta. No es oro lo que compran, es el anillo de boda de la abuela, la Virgen de Guadalupe que trajo el tío de México... nos quieren comprar a todos.

   Decidió unirse a la moda neoyorkina de Madrid y armarse con un capuccino Starbucks para entrar en calor. Lo complicado de ser pionero en beber café en la calle, es que los demás aún no lo saben, y puedes entrar en calor, pero gracias a tu café derramado por el pecho. Así que decidió tomar una calle lateral, caminar unos metros, y sentarse sobre el escalón de granito de acceso a un portal. A veinte metros fluía el estrés de la compra de última hora y, en ese escalón, habitaban la calma y el frío de la piedra de Staglieno. El café humeaba, debían de estar aún bajo cero. Este maldito frío seco... al menos así se calentaría las manos, había vuelto a olvidar los guantes en casa. Las pocas personas que pasaban por delante, se apresuraban para unirse a la manifestación de sombras y tarjetas de crédito.

   A su izquierda, ligeramente alejada, sin llegar a estar tan cerca como para hacerle sentir incómodo, se sentó una chica de unos veinte años. Llevaba un gorro de lana de color negro y, bajo él, comenzaba una cascada de pelo negro que enmarcaba una mirada de ojos oscuros sobre piel blanca. Una sonrisa se dibujó cuando él la miró casi por descuido. Su abrigo y sus botas también eran negros, y también humeaba un capuccino entre sus manos.

- Hola. - Dijo ella - ¿Te importa que me siente aquí? Es complicado moverse por ésa estúpida calle con un café en la mano.
- Claro. - Él la miró desconfiado, no le gustaban los extraños que pretendían mantener una conversación. En general no le gustaba ningún extraño.
- No temas, no te haré daño... - Guiñó un ojo con una mueca cómplice - Pareces un tipo demasiado solo. - Él la miró con una mezcla de de incredulidad y curiosidad... ella no dejó de sonreír. ¿Quién demonios sería esta chiquilla?
- No creo que eso sea asunto tuyo, pero has de saber que me gusta estar solo.
- Eso no es cierto. Buscas la compañía de la gente. Lo he visto. No has evitado ni un solo roce con nadie de los que te has cruzado. No buscas la soledad. Buscas el contacto.
- Me temo que la conversación ha terminado... - Se levantó aún con el café en la mano. Dio dos pasos hacia la muchedumbre...
- No vas a morir esta mañana.  No lo harás.
- ¿Cómo? - Oyó su propia voz salir de sus labios como una voz ajena. Notó un escalofrío en la nuca y tuvo que apoyarse en la pared. De repente sintió náuseas. ¿Cómo era posible?
- Sé que tienes preparada la dosis justa para dormir antes, incluso has comprado las sales de baño con el perfume adecuado... Pero no las tomarás.
- No tengo ni idea de lo que hablas niña... No tengo tiempo para esto. - Intentó reemprender la marcha, pero sus piernas no se movieron. No podía apartar la mirada de ella.
- Lo sabes... lo que no sabes aún, es que no puedes engañarme. Esas pastillas no te salvarán. Ese baño no te limpiará. Quieres disipar la niebla que tienes delante de ése modo, pero la niebla nunca se disipará. Has de aprender a vivir con eso. Nunca podrás ver el resto del camino. - Él cerró los ojos e inspiró profundamente. ¿Qué estaba pasando?
- Lo sé, pero no quiero disipar la niebla... sólo quiero dejar de estar en el lugar donde la veo. Ella puede seguir allí, pero yo ya no estaré. ¿Quién demonios eres?
- Eso no importa. Lo que importa es quién eres tú. Ni siquiera tú lo sabes. Por eso temes seguir el camino a ciegas, por eso vives en el mismo lugar desde la mañana a la noche. ¿Quién eres tú? - Ella le sonrió como un maestro que intenta incitar a un alumno torpe a seguir el ritmo de la clase. Esta vez se fijó bien en sus ojos... no tenían veinte años. - Son las raíces de un árbol, las que lo hacen crecer... ¿Cuánto hace que no riegas tus raíces? - Dejó de sonreír y lo miró con una mezcla de compasión y esperanza.
- He de irme. - Bebió el resto del café de un trago y arrojó el vaso en la papelera que tenía enfrente. No quiso mirar atrás, pero sí oyó la voz de ella....
- Mantén las raíces siempre frescas...así, ni la más pequeña de las hojas de tu copa dudará nunca quién eres.

   ¿Quién se había pensado que era para darle lecciones? ¿Cómo demonios sabía lo de las pastillas? Aceleró el paso entre la multitud... quería llegar a casa y acabar con esto de una vez. Subió las escaleras de los tres pisos sin siquiera darse cuenta de cuándo había abierto el portal. Al entrar en casa, dejó las llaves en la entrada y caminó hacia el baño. Comenzó a llenar la bañera de agua muy caliente y la mezcló con las sales y su aroma a romero. El frasco naranja de etiqueta blanca, estaba colocado al lado del gel de ducha. Una botella de agua y un vaso vacío descansaban en el suelo, justo al alcance de la mano para aquél que estuviera tomando un baño. Se desnudó despacio y miró sus ojos en el espejo una última vez, estaba demasiado pálido y alrededor de ellos había dos manchas oscuras. Estaba cansado. Estaba solo. Sonrió a su propio reflejo, como si el otro fuese un amigo que le acabara de contar un terrible secreto, y él lo comprendiera y lo aceptara. Al sumergirse, notó el calor del agua recorriendo su cuerpo entumecido por el invierno de la calle. Cogió el bote naranja y lo miró con gratitud. Estiró la otra mano hacia el suelo... ¿Quién demonios sería? ¿Quién la habría colocado en su vida precisamente ahora? Se recostó ligeramente, lo suficiente como para que el agua caliente le rozara la nuca... Marcó el número...
- Hola papá... ¿Cómo estás? ¿Está mamá contigo?...
martes, 20 de diciembre de 2011 0 comentarios

Viento

   Miro inquieto el reloj de nuevo. Ya llevo más de veinte minutos parado en el andén, delante del vagón que me llevará en poco más de diez. Algunos de los viajeros han ocupado ya su asiento, y esperan con la mirada perdida el comienzo del viaje. Uno de ellos ha encontrado una buena distracción mirándome a través de la ventanilla. Justo lo que me faltaba... un testigo anónimo de la decepción y la tragedia que llegará si no apareces para decir adiós. El viento frío de diciembre recorre los andenes como una lengua helada que no deja respirar. De vez en cuando arrastra algunos copos de nieve, elevándolos desde los montones acumulados entre las vías vacías. Parece que llevamos semanas enteras bajo cero, y las estaciones de tren no son los lugares más adecuados para probar el invierno. No puedo parar de moverme, doy fuertes pisotones al suelo, primero un pie, luego el otro, pero no consigo entrar en calor. Froto mis manos aun con los guantes puestos, y pasa un buen rato hasta que me doy cuenta de lo estúpido que es. ¿Dónde estás? Me prometiste que vendrías... no sería la primera promesa incumplida. El tipo de la ventanilla sigue atento todos mis movimientos. Tengo la sensación de que, en cualquier momento, va a llamar al resto de los viajeros para que compartan el espectáculo. Soy el único estúpido que está aquí fuera. Nadie se queda, todos suben a los vagones con prisa por encontrar el calor del interior. Los mozos que colocan los equipajes entran y salen a toda prisa del tren abrigados de tal modo que cuesta creer que puedan moverse.

   Miro el reloj. Faltan cinco minutos. Si no estás aquí dentro de dos, será la peor despedida en una estación que se hubiese podido escribir. Ni siquiera una despedida interrumpida por el silbato del tren, romántica y de película en blanco y negro. Ni siquiera una despedida apresurada y tímida del que no sabe el tiempo de su regreso. Va a ser la nada de las despedidas. Tomo aire, el frío invade mis pulmones hasta que me duele, y lo suelto en un suspiro de resignación. Espera... ¡ahí vienes! Te veo caminar deprisa entre mozos y viajeros rezagados... me has visto... sonríes haciendo un gesto con la mano. Deberías venir más abrigada, sabes que el frío te hace mal, pero hoy no te diré nada.

- Siento el retraso... - Una mirada de súplica por el perdón acompaña tus palabras. Traes el pelo suelto, ni siquiera has pensado ponerte un gorro de lana... La nariz roja y la niebla de tu aliento acelerado por la prisa, te hacen parecer frágil entre la nieve y el viento. Sonríes. 
- No te preocupes, es sólo que tendremos que despedirnos sin música de blanco y negro. - Yo también sonrío. Me acerco para abrazarte y olerte por última vez. Ese estúpido champú de almendra que llevas usando desde el verano va a ser el perfume de este recuerdo. Ya casi había empezado a gustarme.

- Algo me dice que no tardaremos en volver a vernos. - Te separo suavemente con mis manos sobre tus hombros para mirarte. Tus ojos realmente lo creen. Esa obsesión enfermiza con el destino nos ha traído demasiados dolores de cabeza, y ahora estamos aquí, en medio del invierno, en medio de un andén, en medio de una despedida sin fecha de caducidad. 
- Seguro. No andaré demasiado lejos. - Pero sí que andaré demasiado lejos... el tiempo y la distancia nos colocarán en el margen de nuestro cuaderno, como una corrección en rojo del profesor de historia... Sonrío una vez más, pero ya no sonrío. Me esfuerzo porque tu imagen se grabe en mi memoria. Me moriré el día en que intente pensarte y ya no sepa que rostro ponerte... o quizá no, quizá sólo lo piense en un andén, con el aliento congelado y el olor a almendra de tu pelo. - He de marcharme ya... - Un último abrazo me recuerda que se ha terminado.
- Adios escritor, dedícame tu próxima historia... no me olvides cuando despiertes... - Pareces tan frágil, con tu pelo suelto, con tu abrigo blanco y tus botas negras... 

   Me subo al vagón y noto el calor del interior, el olor a tapicería, el sonido a conversación murmurada y la atmósfera del nerviosismo de la partida. No miraré atrás, no quiero verte a través de una ventanilla fría entre montones de nieve sucia. No quiero ver cómo te alejas mientras mi tren avanza, como el pasado, mientras te observo sentado entre extraños. Me siento, mi plaza da al otro lado de la estación, saco el libro del bolso, no quiero pensar, quiero perderme. El tren da una sacudida antes de comenzar a avanzar. La estación se pierde cada vez más deprisa mientras yo no la miro. No levanto los ojos de las hojas escritas. En el asiento frente al mío viaja un hombre trajeado, le delatan como comercial los zapatos baratos de suela de goma. A su lado se sienta un chico de unos veinte años, lleva unos auriculares enormes conectados a un reproductor minúsculo... La puerta del vagón se abre justo a mi derecha para dejar pasar a los viajeros rezagados en la cafetería. La estación ya se ha perdido, llevamos cinco minutos de viaje y ya desapareció. El asiento de mi lado parece que será por fin ocupado... Intuyo unos brazos que se elevan para subir el equipaje de mano mientras mantengo la mirada fija en la tierra que pasa. Noto el roce de un abrigo en mi hombro y giro ligeramente la cabeza. Es blanco.

-Nada puede alejarme de ti excepto tú... 
domingo, 18 de diciembre de 2011 0 comentarios

Cine

   Se sirvió un vaso de agua con dos hielos en la cocina. Le gustaba su sonido cuando golpeaban contra el cristal, y ya hacía demasiado tiempo que había decidido desterrar el alcohol como para capitular ahora. Apoyado en la encimera de madera bebió un sorbo mientras miraba a su alrededor. La casa estaba en silencio y penumbra. Es curioso cómo alguien a quien le aterraba la oscuridad, se encontraba ahora tan cómodo en la sombra. El otoño moría en la calle dando paso al frío de veras. Se sentía bien.
 
   Ya en el salón, encendió la televisión y se sentó con el vaso en el sofá. Desde que entró en antena el nuevo canal exclusivo de cine, había tardes en que realmente podría tener sentido sentarse allí durante un par de horas. En pantalla, un tren de principios de siglo atravesaba la sabana africana animado por las notas de Andrew Howgate... "Memorias de África" no parecía un mal plan en absoluto, así que decidió dejarse llevar y seguir sentado. Resultaba difícil permanecer tranquilo en una tarde como aquélla, llevaba unos días acosado por reflexiones continuas, encerrado en casa, y, cuando su cabeza no descansaba, era casi imposible que lo hicieran sus piernas. Normalmente se dedicaba a vagar de un lado a otro, comenzando tareas que nunca terminaría, cambiándolas al menor atisbo de llevar demasiado rato en el mismo lugar. Quizá unas horas con Redford y Streep lograran mitigar la hiperactividad al menos en parte.

   Pasada algo más de media hora, empezó a anhelar vivir en un lugar como el de la pantalla. Un lugar en donde el tiempo no es inmediato, en donde los días son lo suficientemente largos como para vivirlos sin sobrevolarlos. Hace ya unos años que esprintamos la vida, que la recorremos sin notarla bajo nuestros pies. Los viajes ya no duran semanas, las cartas ya no se escriben, los trenes no se mueven gracias al vapor... Somos adictos a lo instantáneo. Necesitamos las respuestas enseguida, no hay tiempo para la reflexión. Se nos olvidó lo que es esperar en casa una llamada... ¿llamará, no llamará?...

   Comenzó a sentir nostalgia de unos días que no había vivido, cuando la partida implicaba polvo en el camino, sudor y cansancio. Cuando lo importante no era llegar, sino viajar. Cuando se podía no ver a una persona durante meses sin sentirse ofendido, porque oye... estamos demasiado lejos. Se nos ha olvidado el placer de echar de menos, de desear durante días el reencuentro, de lamer un sello de correos pensando cuándo llegará...

   La pantalla del teléfono móvil resucitó acompañada de un sólo tono. Una sonrisa acompañó su mano mientras escribía tocando la pantalla.... "Te echaba de menos..." Pasaron sólo unos segundos hasta que bajo su frase surgió otra diferente, sobre un fondo diferente, con palabras diferentes... "Yo a ti también...". El viaje y la sabana podrían esperar, habías llegado.
lunes, 12 de diciembre de 2011 0 comentarios

Alfombra

   Recuerdo despertar el domingo por la mañana. Recuerdo el frío seco del invierno tras la ventana, y la luz brillante del sol amanecido hacía ya rato. Recuerdo una habitación con una cama plegable en la que dormía, y una cinta elástica que sujetaba el colchón para que no se cayera al elevarla para ser recogida. Una vez que la cama había desaparecido, la habitación parecía un mundo nuevo, la moqueta azul se extendía ante mí como un océano entero de posibilidades. Mi madre pasaba el aspirador quejándose de que se acumulaba demasiado polvo, murmuraba que deberíamos poner un suelo de verdad. El olor a la calefacción de leña, a moqueta recién aspirada y a Navidad, convertía esas mañanas en un dulce para mi memoria. La felicidad es sencilla cuando se tienen siete años. Cuando el sonido del aspirador cesaba por fin, se podían escuchar con la justicia que se merecen los discos de Serrat cantando a Machado, a Miguel Hernandez... la voz de Sabina pisando el acelerador, mucho antes de que se volviera oscura y ronca, como nos gusta ahora... A veces se necesitaba poner un duro encima del brazo del tocadiscos para que no saltara repitiendo mil veces la misma palabra. El sonido a niebla tras la canción, que sonaba en aquellos discos negros y enormes para mí, aquellas portadas con grandes fotos y dibujos... todo aquello era magia y aún no lo sabía. Hoy la música suena diferente, suena a vida más vivida y no a vida por estrenar.
 

   Después del desayuno se podía salir a jugar al balón, a veces tratando de evitar que el perro lo robara y otras obligándolo a cometer el delito. Recuerdo hielo en el cerro, recuerdo el chorro congelado en pleno viaje de caída desde el grifo hasta el suelo de tierra. Nariz roja, orejas rojas... Los niños deben criarse al calor y al frío, al barro, a la lluvia y al pleno sol. No recuerdo si había leído siquiera un solo libro, pero aún no lo necesitaba, bastaba con la calle y la vida. No debemos olvidarnos de mirar al mundo como en aquellos días, al menos cuando todo viene torcido y feo. Recuerdo a mi padre dibujando inclinado sobre un tablero, rodeado de Rotring, reglas verdes con letras para rotular y cuchillas para corregir los excesos de libertad de la tinta rebelde. Cuando no dibuja, me lo encuentro en el jardín, que aún no lo era, cargado con carretilla y pala, ladrillo y cemento, tierra y azada. Guantes ásperos y barro en la cara. Mi madre, tras la limpieza, cocina y lee. Recuerdo libros, enciclopedia negra, Quijote rojo de lomos dorados y cuadernos de anatomía. Comenzaría a leer más adelante, a comerme los libros gracias al apetito que surgía de aquellas estanterías. Cuántas veces andamos perdidos sin saber que todo es mucho más fácil... somos de donde venimos.

   Recuerdo las comidas, sobre la mesa blanca. Las protestas por comer demasiado poco. La ventana enrejada de la cocina, demasiado alta entonces. La soledad de la casa en mitad de la nada que, con los años, encontró un exceso de compañía. Recuerdo almendros dulces y amargos, esparragueras y tomillo. Zapatillas con velcro, calcetines blancos. Recuerdo los baños calientes por la tarde y el viaje de noche para dormir en casa de mi abuela. Al día siguiente cogería el autobús del colegio después de la Maizena.

   En eso pensaba hoy domingo, con el invierno frío tras otra ventana, las nubes ocultando el mismo sol. Al pasar el aspirador por esta otra alfombra, se ha desprendido olor a moqueta azul.
domingo, 4 de diciembre de 2011 0 comentarios

Tu piel... superficie sin fin, suave como la noche, sobre la que dormí ayer. Cálido lecho en que perder la razón si alguna vez la hubo, arrópame de nuevo hoy, déjame respirar tu olor, déjame tu calor como anoche hiciste. El frío quedó fuera, olvidado, desterrado por siempre hasta la mañana, cuando tu mano dejó de leerme, de estudiarme en cada esquina, en cada curva de lo que soy.

Tu pelo... lluvia sin final, oscuro como la noche, que me cubrió ayer. Aroma a vida entera, a tierra y a fuego, a agua que fluye y que llueve. No permitas que me separe, no dejes que me marche si no he de volver a tocarte, si no has de volver a cubrirme como ocurrió ayer. Deja tras la ventana el miedo, la soledad y la muerte. Deja que vuelva a soñar enredado en la negra caída que me regalaste. Déjame oler el mañana pegado a ti.

Tus manos... herramientas del deseo, dulces como la noche, que me tocaron ayer. Final de ti misma que deja de ser final cuando me rozas. Deja que tus dedos me continúen y me beban como anoche, deja que los míos se abracen a ellos hasta no sentirnos más que uno sólo. Nada más que tus manos han de volver a tocarme, nada más que tus manos han de volver a vivirme. Deja el fantasma en la esquina, no nos robará más caricias.

Tus labios... suaves almohadas donde reposar los míos, calientes como me besaron ayer. Vuelve a probarme en cada pasillo de piel, vuelve a temblar con cada sabor nuevo, vuelve a sentir el cielo y la luna en cada beso. Deja que sueñen sobre los míos cada una de las noches que nos quedan, como soñaron ayer. Ellos me leerán con dulzura y conocerán mi sabor y no otros.

Tus ojos... ventanas de la impaciencia por tenerme, como me tuviste ayer. Vuelve a cerrarlos mientras somos uno, vuelve a mirarme con ellos llenos, como anoche, de hambre de carne y deseo. Nadie más que ellos ha de iluminar mi viaje dentro de ti. Haz que nunca llegue la última estación, hazme sentir de nuevo parte de tu calor mientras me miran.

Que no acabe nunca lo que anoche comenzó, prohibamos lo prohibido. Que tu cuerpo siga siendo tuyo y mi cuerpo mío, para que nos los podamos seguir regalando, como ayer, siempre.
 
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