Antes de abrir la puerta ya se había calado la gorra, anudado la bufanda alrededor del cuello y abrochado el pesado abrigo que llevaba usando los cuatro últimos inviernos. ¿Para qué querría la gente cambiar de ropa cada año? No pensaba dejar nunca una prenda en el armario por el solo hecho de ser del año anterior. Lo mismo ocurría con sus botas de piel... un buen cuidado, engrasándolas adecuadamente, y podrían acompañarte más que algunos amigos. Cerró la puerta con llave y bajó por las escaleras... el ascensor siempre tardaba más de la cuenta y, al fin y al cabo, no eran más que tres pisos... Afortunadamente llegó al portal sin haberse cruzado con ningún vecino... no es que tuviera nada en su contra, era sólo que no le gustaba el resto de la gente en general. Al salir a la calle se detuvo un momento a respirar la primera bocanada de aire helado... se sintió despierto por primera vez en toda la mañana. Comenzó a caminar. A unos pocos metros de donde se encontraba, la muchedumbre que recorría las aceras de la Gran Vía en estas fechas, empezó a ejercer su influjo de atracción sobre él. Odiaba el contacto personal con los demás seres humanos, pero buscaba obsesivamente el encontrarse rodeado de ellos... la única condición era que él no les importara en absoluto. De ese modo lograba pertenecer a un todo, ser una parte del animal que vive y sangra cada día, un animal compuesto por millones de hombres y mujeres que lloran, aman, blasfeman, cometen errores nunca perdonados y perdonan errores nunca cometidos. Todos esos seres que se arremolinaban en los escaparates navideños, todos esos críos maleducados que le golpeaban al correr a su alrededor en un restaurante atestado... todos ellos, le hacían sentir acompañado sin dejar de estar solo. La soledad no estaba lo suficientemente reconocida por la sociedad... es como un bálsamo contra el contagio de la estupidez ajena... una burbuja de aire limpio, oxígeno puro nunca antes respirado.

Se unió a la procesión de penitentes cargados de bolsas de El Corte Inglés, tocados con gorros rojos de borla blanca e incluso, alguno que otro, luciendo con orgullo esos cuernos de reno, tan afianzados en la cultura española desde hace un año. Resulta curioso e inquietante, hasta qué punto podemos disfrazar nuestras propias costumbres. Claro que, de la misma manera, nos disfrazamos cada día. Salimos de la ducha por la mañana convertidos en algo que no somos. Ocultamos dolores, pasiones, miedos... nos encontramos dentro de un pozo del que nadie nos puede sacar, simplemente porque no somos capaces de pedir auxilio. Siguió por Gran Vía en dirección a la calle de Alcalá, giró a la izquierda en Fuencarral, y caminó despacio entre la multitud. La música de algunas tiendas de ropa obligaba a comprar rápido a todos sus clientes, al mismo tiempo que gritaba al mundo lo fantástico que es formar parte de la moda Bershka. Las pintadas en las paredes de los edificios, los carteles anunciando los tatuajes más espeluznantes desde 60 euros, el olor de las jabonerías de moda con sus puertas abiertas... Le gustaba más este camino que bajar por Montera hasta Sol. No por la prostitución que afeaba la calle, ni por la sensación de turismo barato... lo que realmente le molestaba de Sol y sus alrededores, eran los hombres anuncio, de cartel amarillo antaño, y chaleco reflectante ahora, que anunciaban a voz en grito el pago del mejor precio por el oro de los demás. El oro de los demás no tiene precio... insensatos... aún no se han dado cuenta. No es oro lo que compran, es el anillo de boda de la abuela, la Virgen de Guadalupe que trajo el tío de México... nos quieren comprar a todos.
Decidió unirse a la moda neoyorkina de Madrid y armarse con un capuccino Starbucks para entrar en calor. Lo complicado de ser pionero en beber café en la calle, es que los demás aún no lo saben, y puedes entrar en calor, pero gracias a tu café derramado por el pecho. Así que decidió tomar una calle lateral, caminar unos metros, y sentarse sobre el escalón de granito de acceso a un portal. A veinte metros fluía el estrés de la compra de última hora y, en ese escalón, habitaban la calma y el frío de la piedra de Staglieno. El café humeaba, debían de estar aún bajo cero. Este maldito frío seco... al menos así se calentaría las manos, había vuelto a olvidar los guantes en casa. Las pocas personas que pasaban por delante, se apresuraban para unirse a la manifestación de sombras y tarjetas de crédito.
A su izquierda, ligeramente alejada, sin llegar a estar tan cerca como para hacerle sentir incómodo, se sentó una chica de unos veinte años. Llevaba un gorro de lana de color negro y, bajo él, comenzaba una cascada de pelo negro que enmarcaba una mirada de ojos oscuros sobre piel blanca. Una sonrisa se dibujó cuando él la miró casi por descuido. Su abrigo y sus botas también eran negros, y también humeaba un capuccino entre sus manos.
- Hola. - Dijo ella - ¿Te importa que me siente aquí? Es complicado moverse por ésa estúpida calle con un café en la mano.
- Claro. - Él la miró desconfiado, no le gustaban los extraños que pretendían mantener una conversación. En general no le gustaba ningún extraño.
- No temas, no te haré daño... - Guiñó un ojo con una mueca cómplice - Pareces un tipo demasiado solo. - Él la miró con una mezcla de de incredulidad y curiosidad... ella no dejó de sonreír. ¿Quién demonios sería esta chiquilla?
- No creo que eso sea asunto tuyo, pero has de saber que me gusta estar solo.
- Eso no es cierto. Buscas la compañía de la gente. Lo he visto. No has evitado ni un solo roce con nadie de los que te has cruzado. No buscas la soledad. Buscas el contacto.
- Me temo que la conversación ha terminado... - Se levantó aún con el café en la mano. Dio dos pasos hacia la muchedumbre...
- No vas a morir esta mañana. No lo harás.
- ¿Cómo? - Oyó su propia voz salir de sus labios como una voz ajena. Notó un escalofrío en la nuca y tuvo que apoyarse en la pared. De repente sintió náuseas. ¿Cómo era posible?
- Sé que tienes preparada la dosis justa para dormir antes, incluso has comprado las sales de baño con el perfume adecuado... Pero no las tomarás.
- No tengo ni idea de lo que hablas niña... No tengo tiempo para esto. - Intentó reemprender la marcha, pero sus piernas no se movieron. No podía apartar la mirada de ella.
- Lo sabes... lo que no sabes aún, es que no puedes engañarme. Esas pastillas no te salvarán. Ese baño no te limpiará. Quieres disipar la niebla que tienes delante de ése modo, pero la niebla nunca se disipará. Has de aprender a vivir con eso. Nunca podrás ver el resto del camino. - Él cerró los ojos e inspiró profundamente. ¿Qué estaba pasando?
- Lo sé, pero no quiero disipar la niebla... sólo quiero dejar de estar en el lugar donde la veo. Ella puede seguir allí, pero yo ya no estaré. ¿Quién demonios eres?
- Eso no importa. Lo que importa es quién eres tú. Ni siquiera tú lo sabes. Por eso temes seguir el camino a ciegas, por eso vives en el mismo lugar desde la mañana a la noche. ¿Quién eres tú? - Ella le sonrió como un maestro que intenta incitar a un alumno torpe a seguir el ritmo de la clase. Esta vez se fijó bien en sus ojos... no tenían veinte años. - Son las raíces de un árbol, las que lo hacen crecer... ¿Cuánto hace que no riegas tus raíces? - Dejó de sonreír y lo miró con una mezcla de compasión y esperanza.
- He de irme. - Bebió el resto del café de un trago y arrojó el vaso en la papelera que tenía enfrente. No quiso mirar atrás, pero sí oyó la voz de ella....
- Mantén las raíces siempre frescas...así, ni la más pequeña de las hojas de tu copa dudará nunca quién eres.
¿Quién se había pensado que era para darle lecciones? ¿Cómo demonios sabía lo de las pastillas? Aceleró el paso entre la multitud... quería llegar a casa y acabar con esto de una vez. Subió las escaleras de los tres pisos sin siquiera darse cuenta de cuándo había abierto el portal. Al entrar en casa, dejó las llaves en la entrada y caminó hacia el baño. Comenzó a llenar la bañera de agua muy caliente y la mezcló con las sales y su aroma a romero. El frasco naranja de etiqueta blanca, estaba colocado al lado del gel de ducha. Una botella de agua y un vaso vacío descansaban en el suelo, justo al alcance de la mano para aquél que estuviera tomando un baño. Se desnudó despacio y miró sus ojos en el espejo una última vez, estaba demasiado pálido y alrededor de ellos había dos manchas oscuras. Estaba cansado. Estaba solo. Sonrió a su propio reflejo, como si el otro fuese un amigo que le acabara de contar un terrible secreto, y él lo comprendiera y lo aceptara. Al sumergirse, notó el calor del agua recorriendo su cuerpo entumecido por el invierno de la calle. Cogió el bote naranja y lo miró con gratitud. Estiró la otra mano hacia el suelo... ¿Quién demonios sería? ¿Quién la habría colocado en su vida precisamente ahora? Se recostó ligeramente, lo suficiente como para que el agua caliente le rozara la nuca... Marcó el número...
- Hola papá... ¿Cómo estás? ¿Está mamá contigo?...