jueves, 24 de enero de 2013 0 comentarios

Cómo cabes...


 Ahí está... Resbalando por la mejilla, por la piel porosa, acariciando la nariz en el costado, llegando hasta el vello crecido sobre el labio. Cuatro días de barba sin recortar, casi se desmorona al atravesarlo, casi se rompe... como el alma. Pero es terca, obstinada, llega a la comisura de los labios y se deshace, salada... como el mar que nos separa, como el mundo que nos separa. Una pequeña gota, minúscula, insignificante, ¿cómo puede contener tanto? ¿Cómo puede guardar tanto de lo que soy, de lo que era? Una esfera temblorosa al frente, un reguero de pena en la espalda, un camino recto y después sinuoso, húmedo, mojado... Tiene sabor de tiempo perdido, de tesoro encontrado, de adiós, de hasta siempre, de me haces falta, te necesito... Sabe a nostalgia de piel, de susurro, de aliento en el cuello ajeno, de labios entreabiertos y ojos entornados. Sabe a vacío, a corazón destripado, a ojos marrones y pelo largo. Se lleva tus dedos, tu tacto, tu sudor y el mío. Se lleva la vida, se lleva el destino. Se me ha llevado a mí, a nosotros, nos ha secuestrado. Nos roba... ha entrado de noche mientras dormías, y se te ha llevado... ¿Cómo cabes en una lágrima con todo lo que has ocupado?  
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martes, 22 de enero de 2013 0 comentarios

Venecia sin ti...


El sol comenzó a despertar mientras me movía inquieto y golpeaba los pies contra el suelo del andén, intentando desprenderme de la capa de frío y humedad que me seguía desde que cerré la puerta de casa. Desperté temprano para llegar pronto a la estación, y todos los que me rodeaban vestían ojeras y piel de mañana de trabajo. Yo, en cambio, tenía todo el tiempo del mundo. Cogería un tren que me llevaría de Faenza a Bolonia, y en la estación central cambiaría de andén para acomodarme dos horas, en un asiento de respaldo enorme, hasta llegar a Venecia. Hacía ya diecisiete años que había caminado por aquella ciudad y no había regresado desde entonces. Mi recuerdo de ella se limitaba a compañeros de clase, máscaras de nariz alargada y capas sobre los hombros, y un ligero y, a veces, desagradable olor flotando sobre los canales. Esta vez no habría nada de todo aquello, el carnaval quedaba aún muy lejos, la mayoría de mis compañeros de clase aún más, y alguien me había contado que los canales en invierno no huelen más que a niebla. Esta vez caminaría solo, sin rumbo, y con tiempo de sobra que perder por las calles estrechas que recordaba. 

   Me gustó ver amanecer por encima de las vías de Faenza, soñaba con un viaje melancólico, una pizca poético, un viaje que describir más adelante con el orgullo de los ojos tristes que saben por qué lo están. Un cielo entre rosado y púrpura, mezclado con azul brillante y tonos anaranjados, en una estación... no era mal comienzo. Si no fuera por aquella maldita humedad podría haberlo descrito mejor, pero no podía parar de moverme. El tren llegó con algo de retraso, así que al llegar a Bolonia la mayoría de los viajeros lo abandonaron con prisa. No conocía esa ciudad más allá de la estación, el aeropuerto, y el trayecto entre ambos en autobús. Un trayecto que tuvo lugar hacía sólo unos días, y que recordaba esta mañana con la melancolía que me produjo el hecho de que tu avión despegara de Madrid mientras yo miraba a través de la ventanilla, con el equipaje sobre las rodillas, hacia las calles de aquella ciudad de tonos ocres. Ahora estábamos a tres mil kilómetros. 

   Las dos horas de viaje hasta Venecia transcurrieron en un vagón casi vacío, que avanzaba deprisa hacia el este, y lo suficientemente cómodo y silencioso como para leer con calma ciertos cuentos de cierto uruguayo que sabía escribir. Bendito sea. Poco antes de entrar en la isla el tren se detuvo en Mestre. Hay recuerdos que permanecen ocultos dentro de cada uno durante años, que sólo esperan que cualquier detalle abra las compuertas para desbordarse delante de nosotros. Recordé aquella estación diecisiete años antes, recordé a mis amigos y toda nuestra vida por delante. Sé lo que ha sido de algunos de ellos, pero a la mayoría no les he vuelto a ver desde aquel año. Casi me pareció encontrarlos de nuevo esa mañana sentados al sol, bajo las marquesinas, mientras los profesores organizaban la subida al tren. Cuando las puertas volvieron a cerrarse y el movimiento del vagón se acompasaba de nuevo, me despedí de ellos. 

   Quince minutos después salía de la estación de Santa Lucía y me recibía el Gran Canal. Me detuve al pie de la escalinata y miré a mi alrededor. Algunos turistas ya empuñaban sus cámaras disparando hacia cualquier cosa que oliese a historia y a arte. Justo a la izquierda, el Ponte Scalzi se elevaba sobre el canal dejando pasar bajo él los barcos acristalados que llegaban de San Marco y otras partes de la ciudad. Puestos ambulantes de comida desprendían olor a café caliente y a chocolate. Justo enfrente de la estación, en la otra orilla, San Simeone Piccolo mostraba un retazo de todo lo que se podía esperar de esta isla que se hunde, atestada de construcciones y turistas. Decidí comenzar a caminar, me ajusté la gorra y el bolso y dejé atrás la iglesia de Scalzi para escapar de la plaza.

   El frío no me abandonó en todo el día, primero bajo un sol que en nada ayudaba en las callejuelas húmedas y, más tarde, entre la niebla que fue descendiendo a lo largo de la mañana. Ya sabes que siempre busco refugio entre las paredes de los museos, y el calor y el silencio de la Gallerie dell´Accademia, libre de fotógrafos intrusos, de voces demasiado elevadas, fue mi cabaña en medio del bosque. Más que cruzar de nuevo el Ponte di Rialto, más que una comida frugal bajo los arcos y columnas que rodean la Piazza San Marco, más que las tiendas de máscaras, los gondoleros con sus canotier de paja, con sus embarcaciones amarradas, más que los leones alados... Anduve aquella ciudad después de tanto tiempo que la ciudad era otra. Anduve aquella ciudad después de tanto tiempo que yo era otro. Me perdí por sus calles como el que ya está perdido, descansé sentado junto a la puerta de una escuela de bellas artes, de la que entraban y salían estudiantes cargados con grandes carpetas y tubos de plástico... pero yo no les veía. Justo frente a mí, un muelle vacío sufría el golpeteo insistente y tenaz de las olas enviadas por los barcos que se movían mucho más allá. Al otro lado de aquella masa de agua fría, lejos de mis ojos, apenas visible detrás de la bruma del atardecer, la última lengua de tierra que nos separaba de los diques de la Laguna Veneta... Venecia también tenía un final, Venecia también tenía miedo... temía al mar que luchaba por hundirla, se protegía, se escondía agazapada... 

   Era el momento de regresar a casa.

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miércoles, 16 de enero de 2013 0 comentarios

Sabes...


  Tómalo como una confesión, como un momento de debilidad provocado por el agotamiento en medio de la batalla, un segundo en el que ya el brazo no aguanta el escudo, en que el aire ya no llega a los pulmones, en que el cansancio vence por un instante y no puedo más que rendirme. Anoche soñé que regresabas. Volvía a escuchar tu voz por encima del estruendo de las voces, como si el faro que evitaba que me deshiciese contra las rocas durante la tormenta cobrase vida de nuevo. 

   Llueve... Al salir de casa me he sentido mejor. Ya sabes que me gustan los días grises... y el chocolate, y tumbarme en el sillón cuando llego del trabajo en la noche cansado, y quedarme dormido en él, arropado con una manta, porque aunque me gusta el otoño no me gusta el frío. Tú sabes muchas cosas. Sabes que vivo prisionero de los días, del tiempo y de la distancia, sabes que no sé quién soy, que cuando me miro al espejo me veo cansado y triste, y que no paro de mirarme al espejo. Sabes también que no duermo, y que no me gusta despertar. Sabes que llevo un cuaderno de notas por si atrapo alguna historia, sólo por si acaso... que me gustan las cartas escritas a mano, con matasellos pero sin acuse de recibo, con el papel doblado por los dedos que las han escrito. También sabes que soy insoportable, y soy obstinado, que siempre tengo la razón aunque no la tenga. Sabes que soy débil, que puedo llorar por casi cualquier cosa cuando estoy a flor de piel, que la luna llena me desnuda. Tú sabes muchas cosas. Sabes que leo cuentos que no sé escribir, que te escucharía al piano toda la vida, que adoro los trenes cuando me llevan a lugares nuevos y, cuando no lo hacen, también me gustan. Que me asusta el agua pero no el vino, que me asusta la soledad pero no la melancolía. Sabes cómo son mis ojos, que me enamoré de los tuyos, que me avergüenzo de mis manos y eso te hace gracia, y también temo a los fantasmas aunque los busco. Conoces mi miedo a las alturas, que no sé leer poesía pero sí escucharla, que te necesito. Que camino por un laberinto, que me dejo llevar cuando siento y no concibo dejar de hacerlo, que odio mi trabajo, que la gente no me gusta excepto unos cuantos, que estoy solo, que te quiero. 

   Anoche soñé que regresabas. Sólo era un sueño. 
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lunes, 14 de enero de 2013 3 comentarios

Benedetti


   Anoche me dormí leyendo un cuento de Benedetti, “Un día de Gloria”... A las tres de la madrugada el propio Benedetti saltó de mi pecho a la alfombra haciendo un ruido sordo que me despertó de un sueño intranquilo. No lo recuerdo, pero sí la respiración acelerada y el latido insistente dentro de mi cabeza. La habitación estaba a oscuras excepto por la lámpara espigada que se asomaba desde detrás del sofá. Me había quedado dormido en el sillón de puro agotamiento, había intentado huir, a través de aquellas páginas gastadas, de las noches de insomnio y los días sin apetito. Como por encanto, logré escuchar las palabras escritas por primera vez en casi un mes, un mes sin leer nada, un mes sin poder escapar ni un solo minuto de esta sensación de ausencia irreparable.

   Cuando se echa de menos, cuando sientes que realmente falta una parte de ti mismo que está con alguien que no está, hay dos momentos que se visten de insoportables. Se calan su gorra de dolor y de nudo en la garganta y se pasean por tu casa como si les perteneciese. El primer momento es el amanecer, el instante de despertar, de abrir los los ojos, cuando en un segundo todo lo que aparece se te echa encima y te aplasta inmisericorde. Ahí es cuando darías tu vida por seguir dormido, fuera de este lugar, sin la urgencia de encontrarte, de contártelo todo, de confesar... Comienzas a intentar espantar las nubes pero toda tu vida está de luto, todo es oscuro, el día se sucede sin ningún motivo, mecánicamente, sin alma. De todo eso eres consciente nada más salir del sueño, no lo piensas, lo ves. 

   Después viene la rutina, la ducha, el trabajo, quizá el desayuno si hay apetito. Te vistes una coraza que te protege del viento, del frío... Hablas con tus amigos, te intentas centrar en los clientes que no saben nada, maldices tu estúpido trabajo porque te obliga a sonreír, porque lo que tú necesitas es soledad y silencio, y escribir, y no un desfile de personas que no te importan nada, que no saben que se puede estar sobre una sierra nevada, un día de septiembre, viendo atardecer entre nubes y niebla metido en un coche, sintiendo que estás en el asiento de al lado aunque esté vacío. Porque todos los demás piensan que el mundo sigue girando cuando hace casi un mes que se detuvo, porque no entienden nada, porque son estúpidos. Y de vez en cuando la armadura se agrieta, y deja pasar el frío filo de la daga de misericordia hasta tu costado. Y la mano que la empuña no es más que el sonido de un nombre como el tuyo, de un lugar mencionado que una vez pensé contigo, de una tecla de piano en una cafetería. Tu recuerdo se me ensucia en las calles vulgares por las que me acompaña, obstinado en no querer dejarme solo. Y comprendes al fin lo que significa sentir más la ausencia que la vida.

   Así pasan los días en un desfile desgraciado y triste cuando se echa de menos. Y luego regresas a una casa vacía y te recibes a ti mismo con lo que puedes rascar de la nevera si al fin hay apetito. Y entonces llega el segundo momento vestido con su chaqueta de olvido. La mayoría de las noches son un desierto, y cuando ya no puedes más, cuando sólo queda la opción de arrinconarte a llorar, cuando todos duermen y el silencio se hace insoportable, cuando no dejo de preguntarme dónde estás... es entonces cuando me siento a escribir lo que significa echarte de menos.

   Anoche me dormí leyendo un cuento de Benedetti, lo leía en voz alta como cuando me escuchabas. Anoche me dormí de nostalgia y anhelo.
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sábado, 12 de enero de 2013 6 comentarios

A título personal...


   Ya no tengo ganas de despertar. Todo lo que existe no me hace sentir nada. El dolor lo ocupa todo, lo abraza, lo envuelve y lo aprisiona contra sí mismo hasta que ya no me deja respirar. Y no quiero respirar. Cada inspiración es un castigo que abruma, un sufrimiento insoportable. Que nadie os mienta, que nadie os intente verter dos cucharadas de azúcar... el viaje es amargo y no obtiene recompensa. Cuando llegas al final de la búsqueda, cuando te he encontrado y ya no hay vacío, no se detiene la pelea. Y sangras por la piel y por el alma. Y la soledad te abofetea con dedos largos, que te agarran y te agarran sin ninguna piedad. Y eres un animal herido que se arrastra entre la suciedad, entre colillas aplastadas y cristales rotos, gimiendo bajo pies extraños que pasean por  las calles vacías de todo lo que importa. Y lo que importa es que no estás. Y yo con el pecho abierto no puedo más que gritar la verdad desnuda. Nos deshacemos, nos morimos con cada segundo, y lo hacemos solos. No importa quién seas, ni lo que tengas, la tormenta no cesa, no existe la calma. La vida es una puta que cobra demasiado por tan poco placer, que te recibe en una habitación de lujo después de esconder la mierda tras las paredes y cuando se ha guardado tu dinero no hace nada de lo que le pides. 
martes, 8 de enero de 2013 0 comentarios

Ansiedad


 Me he despertado y no podía respirar. Con los ojos abiertos de par en par buscaba aire y no lo encontraba. Sólo un pequeño soplo de oxígeno se abría paso hasta mis pulmones y me mantenía consciente. Veía sobre mí el techo de la habitación, las paredes, la lámpara de la mesilla que nunca enciendo. La luz entraba por la ventana gris y mortecina, seguro que estaba nublado. Me esforzaba, lloraba, pero mi pecho estaba cerrado. O quizá fuese un nudo en la garganta... no lo sé. Tenía frío pero sudaba. Con la boca abierta hacía un ruido horrible, podía escucharlo dentro de mi cabeza, quería gritar pero no podía... Sentía el corazón golpeando furioso el interior de mis oídos, la sangre corriendo por mis sienes... latiendo, latiendo...

   Justo cuando comenzaba a aceptar que todo acababa ahí, que el viaje terminaba al fin y que iba a ocurrirme solo en mi cama, una mañana en que apenas entraba luz a través de las cortinas, cuando ya sentía alivio y resignación porque yo tenía razón, porque no había merecido la pena... justo en ese instante, una bocanada profunda se me hundió bajo el pecho volviéndome a la vida. Muy despacio, aceptando la nueva situación, mi corazón fue deteniendo la estampida y uniéndose a la rutina tediosa de latir sesenta veces por minuto. Apoyé las manos sobre la manta a ambos lados de mi cuerpo y dejaron de temblar. Tenía las mejillas empapadas por las lágrimas, pero las inspiraciones eran cada vez más profundas. Creo que soñaba justo antes de despertar... sí, soñaba. Había música en mi sueño, y atardecer y luego noche y... Sí, tú estabas allí. No podías caminar y yo te llevaba sobre mis brazos, con los tuyos alrededor de mi cuello. Supongo que es culpa de la nostalgia... O de la magia.

   Ahora estoy más tranquilo. He conseguido salir de la cama y meterme en la ducha. El agua caliente me ha venido bien. Salir de la ducha a un baño invadido por el vapor, al espejo empañado, siempre me ha dado sensación de calor y tranquilidad. Me he secado despacio y me he sentado desnudo en el suelo. Miraba la puerta, el pestillo cerrado, porque siempre lo cierro, aunque esté solo. Es una puerta vulgar de roble, barata, pero yo no la veía. Pensaba en lo que venía después, en abrirla y en buscar la ropa en el armario, en desayunar en casa con el sonido de la televisión o en salir en ayunas. ¿Sabes?, me hubiese quedado en ese baño. Pero he tenido que salir, porque dicen que la vida no se puede vivir como uno quiere... y detrás de la puerta hacía más frío. Así que he cogido del armario unos vaqueros gastados, un jersey que vivió mejores momentos y unas zapatillas, y me he vestido deprisa para salir de allí cuanto antes. 

   No entraba apenas luz por mi ventana porque apenas la hay en la calle. Todo es gris, las aceras, las fachadas, las personas... Todos caminan deprisa hacia algún lugar, todo es vulgar y sucio, todo es banal, todos lo son. Dos hombres con traje oscuro caminaban detrás de mí charlando de estupideces. Cosas sin importancia. Una de esas conversaciones de cortesía a las que han conseguido hacernos sentir obligados. Me ha dado náuseas. Palabras vacías, personas vacías, vidas vacías. Y entonces he pensado que quizá la vida sea sólo esto... Un ataque de ansiedad al despertar, un día nublado y frío, una conversación absurda acerca del reintegro de la lotería... ¿Y si la vida fuera simplemente algo vacío? ¿Y si estamos equivocados, tú y yo, y no vale la pena buscar un sentido? O quizá tengamos razón y hay algo más que se nos aleja, que juega con nosotros, que se deja rozar y luego desaparece. Y quizá no es una locura pararse en mitad de la calle para fotografiar la luna y enviártela, o echarte de menos cuando amanece. Quizá este odio, visceral y cabrón, hacia mi mismo, este desprecio por todo lo que no quiere volar, me esté consumiendo año tras año, y al final me convierta en un escéptico malhumorado. 

   Ahora he de vivir otro día repetido, de espera a que algo suceda, algo que aleje el sarcasmo porque ya no me haga falta defenderme. Te echo de menos.
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Sombra

   Hay una sombra tumbada en mi cama. Escucho su respiración profunda mientras duerme, noto su aliento lento y caliente sobre mi nuca. No sé cuándo ha aparecido, no la he visto apartar las sábanas antes de tumbarse, ni taparse con ellas. No he oído sus pasos cuando ha entrado en la habitación, debe de haber sido después de que me quedase dormido... cuando he apagado la luz estaba solo. Me ha despertado un sueño extraño. Estaba asomado a un abismo y oía las olas romper en la base del acantilado, pero no estaba asustado. Tenía el deseo, la necesidad urgente de volar. Sonreía. No había nadie conmigo, una niebla blanca y espesa me rodeaba, no era capaz de ver el final de la caída, pero ya había estado allí antes. Así que separaba los brazos, los abría como un crucificado y saltaba aún sonriendo. Mientras caía escuchaba el mar cada vez más cerca, notaba el frío y la humedad de la niebla rozándome la cara.

   Luego me he despertado. He mirado el reloj y eran más de las tres. Entonces ha sido cuando la he sentido, la respiración, su aliento erizándome el pelo de la nuca. Debe de haberse acostado mientras soñaba. Se lo preguntaré cuando despierte, pero ahora duerme. Hay una sombra dormida en mi cama, creo que es la tuya.
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lunes, 7 de enero de 2013 2 comentarios

Refugio


   Estoy sentado en una esquina de la cafetería. Siempre busco los rincones apartados en los lugares públicos, es una costumbre, como la de asomarme a la ventana al entrar en habitaciones que no son mías. Pero además, desde aquí puedo observar con la sensación de no ser observado. Escondido detrás de un parapeto de indiferencia ajena espero que nadie se fije en mí. Estoy solo, siempre vengo solo a esta cafetería, es mi refugio en los días en que todo se vuelve demasiado insoportable como para mirarlo a la cara, un refugio de cobardía supongo. Nunca he sabido cómo afrontar la vida cuando se tuerce en una curva cerrada, todos sabemos conducir en línea recta, pero... ¿cuánto se ha de girar el volante? Así que vengo aquí en los momentos en que me encuentro desnudo, en los que pierdo el libro de instrucciones de esta puta vida. Hoy no sé cuál es el siguiente paso, el paso correcto, el paso que puede traerte de vuelta. 

   Ha amanecido con niebla, ¿sabes? Me he asomado a la ventana esta mañana y parecía que todo había desaparecido, que el mundo había huido arrojando en el suelo una bomba de humo blanco... que el mago se había marchado, que el truco había terminado... Y me he sentido bien. Luego todo se ha ido recortando, como si alguien colocase poco a poco primero las cosas más cercanas y luego se fuera alejando despacio y todo recuperase su lugar. Cuando he salido, ya la calle estaba como siempre, en el lugar de siempre. Y yo no quería despertar. Así que he decidido que merecía la pena esconderme un rato, observar las vidas que conducen en línea recta, que beben café y toman sus bollos y charlan y sonríen. Pero has conseguido encontrarme... y ahora estás sentada a mi lado, y me miras. Y yo esquivo la mirada, y hago como que no te veo, y miro por la ventana las vidas que conducen en línea recta, que caminan y que se suben a un taxi blanco y que charlan y sonríen. Y levanto la mano para llamar al camarero por si él logra hacerte desaparecer. Pero, cuando me sirve de nuevo, sólo habla conmigo, no te dice nada, y tú no dejas de mirarme. 

   Y yo tengo miedo de girar la cabeza, porque no sé si me miras con cariño, con lástima, con odio o con esperanza. Así que vuelvo a mirar por la ventana o abro el libro y empiezo a leer palabras mecánicamente, sin comprenderlas, y de ese modo las insulto, porque no fueron escritas para eso. Y lo cierro porque empiezan a gritarme tu nombre, porque se vengan de mí gritando que me has encontrado, también en mi rincón apartado para cobardes. Y yo las amordazo porque tienen razón, porque la verdad, la única verdad, es que tu mano ha rozado la mía hace un instante y yo no he querido apartarla. Y ahora todo es vacío, y lo que me gustaría de veras sería gritar a todas esas vidas que se conducen rectas que no son nada, y levantarme y destrozar el cristal de la ventana con la silla en la que estoy sentado, y que todos me vieran... y te vieran. Pero no lo hago, porque éste es un rincón para cobardes, y cada vez se hace más estrecho, y las paredes se me acercan y ya no me dejan respirar. 

   Así que pago la cuenta al camarero que no te ve, y me levanto, y salgo a la calle que ya está como siempre, en el lugar de siempre. Y dejo que me persigas, y sigo teniendo miedo a mirarte, pero no a saber que no puedo escapar de ti... Que no quiero escapar de ti. Quiero pensarte, quiero herirme contra tu imagen, quiero sangrar todo lo que recorre mis venas desde que no estás. Quiero pudrirme contigo y que nos muramos los dos al mismo tiempo. Y ya no voy a huir, y ya no voy a esconderme. Y voy a buscar tu voz, y tu pelo, y voy a hundir mis dedos en tu recuerdo, y voy a abrirlo de parte a parte hasta encontrarlos. Y ya no me miras porque ya no hace falta, porque ya sabes que caminas conmigo.
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jueves, 3 de enero de 2013 1 comentarios

La entrevista


   El primer trago de café le bajó por la garganta y le fue calentando desde dentro mientras caminaba. La mañana era fría, y el viento la vestía de una sensación aún más desagradable. Se había citado con su entrevistadora demasiado temprano como para cruzarse con nadie por la calle, era sábado. Fue condición expresa con el fin de evitar encuentros... no llevaba bien la fama, y a la redactora de la revista no le pareció demasiado sacrificio, si obtenía como recompensa la primera entrevista en cinco años que concedía el flamante nuevo vencedor del premio literario más importante concedido la República Francesa. Eso sin contar que, por primera vez en sus más de dos siglos de historia, se concedía a un escritor español, y, para mayor escándalo, éste se había negado a ir a recogerlo alegando unas misteriosas razones personales.

   Se entretuvo escuchando el sonido de las hojas de un par de árboles enormes y de tronco grueso que flanqueaban la entrada al jardín de la princesita. La cabeza vuelta hacia arriba, las copas se interponían entre él y las nubes, maltratadas por el insistente y machacón viento de la mañana. No le gustaban las entrevistas, sentarse durante una hora delante de alguien que cree que te conoce porque ha leído un par de libros. Esta vez había accedido, a medias por la presión de la editorial, a medias por la obstinación de mandar un mensaje en una botella, de no dejar que el polvo cubra la memoria.  Así que había tomado su ducha matutina, y había salido, esta vez sin dormir hasta la hora de la comida, como hacía desde hace casi diez años, desde que decidió que se escribía mejor de noche y en soledad, cuando nadie te espera en la cama. 

   Había escogido una cafetería casi arruinada por la falta de clientes, pero que le proporcionaría el nivel de intimidad que haría el drama algo más soportable. Cuando entró, todo estaba invadido de olor a café recién hecho y de calor. Sentada en una mesa junto al ventanal se encontraba la única clienta, una mujer de unos cuarenta y cinco años, bien vestida, que repasaba unas notas esparcidas sobre la mesa mientras abrazaba con las dos manos una taza de té caliente. Saludó con la cabeza al hombre que se afanaba detrás de la barra. Intentaba poner en orden los sobres de azúcar que debían corresponder cada uno a un platillo de los que se alineaban sobre la vitrina, como un ejército de soldados blancos a los que les falta la mitad de su cuerpo, pero que esperan armados con una pequeña cuchara desgastada el comienzo de la batalla. Una pieza de piano sonaba en la vieja radio al lado del fregadero. 

   La mujer seguía absorta en sus papeles cuando, de pie ante la mesa, la observó un poco más de cerca. Lo cierto es que parecía muy segura de sí misma, la imaginó peleando contra un mundo de hombres hasta llegar a sentarse sosteniendo aquella taza. Desprendía esa energía de seguridad que le resultaba agradable. Quizá la hora que la había concedido a su pesar, resultase algo provechosa al fin y al cabo. Tenía el pelo castaño recogido en una coleta que le caía sobre la espalda.
   - Buenos días.
   Levantó la mirada sobresaltada por la interrupción, quizá su voz había sonado demasiado cortante... A fuerza de huir de las personas estaba perdiendo la capacidad de resultar simplemente cortés. Intentó aliviar su sensación con una leve sonrisa, le pareció forzada, así que sólo duró un par de segundos. Ella se levantó algo más relajada y le tendió la mano que él estrechó con torpeza.
  -Buenos días señor K., gracias por concederme algo de su tiempo. Ha resultado bastante sorprendente. - Notó que se arrepentía nada más decirlo porque desvió la mirada hacia la calle.
  -Todos me han hecho demasiado complicado el camino de una negativa, no hay nada que agradecer. Por favor, sentémonos. - El barman ya se acercaba con una nueva taza de café caliente que humeaba entre sus manos. Sería el segundo de la mañana.
   Cuando ambos estuvieron sentados ella pareció relajarse. Reordenó sus notas con aire de profesionalidad y colocó una grabadora en medio de la mesa. Se acababa de vestir la coraza de periodista, volvía a desprender seguridad por todos sus poros. Quizá realmente estuviese en buenas manos. 
   -Espero que no le importe. - dijo señalando el pequeño aparato negro de la luz roja parpadeante. - Me temo que soy demasiado lenta escribiendo notas y no me gustaría dejarme nada en el tintero. 
   -Está bien. Con la condición de que nunca me deje oír mi voz, es algo con lo que me ha costado convivir siempre. - Esta vez sonrió sinceramente.
   -Tenemos un trato. - La sonrisa fue devuelta. - No me gustaría entretenerle demasiado tiempo, sé que, por algún motivo, ha rehusado todas las entrevistas desde hace más de cinco años, no querría abusar de su confianza. Así que me gustaría empezar aunque aún tenga su café en las manos.
   -Adelante...

   Ella se irguió en la silla y presionó el botón de grabado, carraspeó ligeramente, quizá aún seguía algo nerviosa, comenzó a hablar.
   -Ha sido usted un escritor tardío, publicó su primer libro de cuentos cuando acababa de cumplir los cuarenta años... ¿Por qué?
   -Bueno, esa es una pregunta sencilla... Realmente he escrito durante gran parte de mi vida. Siempre tuve momentos que yo creía de inspiración, me sentaba delante de un papel, con el primer bolígrafo que encontraba, y comenzaba algo. La mayoría de las veces no lo terminaba, algunas incluso no pasaba de dos o tres renglones antes de que llegara a la conclusión de que estaba contando basura. Así que arrugaba el papel y me deshacía de él con todo lo que incluía. Las veces que realmente terminaba, cuando lograba llegar a un final, cuando surgía, guardaba el papel en algún lugar donde nadie pudiera leerlo. Me avergonzaba de lo que había imaginado. Así que podía ocultarlo en un cajón, o entre las hojas de un libro hasta que pasaba tanto tiempo que ya no lo recordaba. Luego lo encontraba cualquier día ordenando alguna estantería o buscando un libro que leer, releía un par de líneas y lo arrojaba a la basura. Todo lo que escribí antes de los treinta y cuatro años desapareció de uno de esos dos modos.
   -Pero eso es muy triste...
   -Quizá. Mirándolo desde otra piel puede resultar triste que desaparecieran, pero la verdad es que me enseñaron que algunas historias no deben ser contadas ni leídas por nadie. Sólo eran los desperdicios de un tipo solo aunque no lo estaba. Me aliviaba sentarme con mis bolígrafos... Así que supongo que cumplieron su propósito, y luego fueron olvidadas.
   -¿No ha conservado nada de todo aquello?
   -No.
   -Definitivamente es muy triste... ¿Nunca sintió que estaba destruyendo parte de sí mismo con esos folios? Cuando se escribe se vuelca parte de lo que cada persona es en ese momento. ¿No se sentía mal al hacerlo? 
   -Se equivoca, cuando se escribe no se vuelca algo de lo que uno es... Se vomita sobre un papel en blanco algo que nos está destruyendo. Las historias dulces y acarameladas sólo muestran deseos que no se han cumplido. Las historias duras, las tragedias, simplemente escupen lo que nos jode por dentro. Era un auténtico placer destruirlas. La diferencia es que ahora no me avergüenza estar podrido. 
   -Es usted demasiado pesimista. ¿De verdad cree que todo lo que lleva escondido no merece la pena?
   -Yo no he dicho eso. La suciedad puede merecer la pena si el que la recoge escucha su significado. Pero eso no evita que sea sucia y que huela mal. 
  Se movió incómoda en la silla y se pasó una mano por el pelo. 
   -Así que es por eso por lo que todas sus historias son grises...
   -Quizá. 
   -Entonces... ¿Cómo se explica el éxito? ¿No cree que, si todo es como dice, las personas necesitarían un poco de esperanza, un poco de luz?
   -El éxito me trae sin cuidado. Me permite vivir bien haciendo algo que me hace sentir mejor, escribo por puro egoísmo. Además pone comida en mi mesa y me permite darme algunos caprichos. Nunca me he preguntado de dónde ha surgido, ni me importa. - Se frenó, no quería resultar demasiado desagradable. - Si las personas necesitan algo de luz, no seré yo el que les diga dónde buscarla.
   -¿Cómo se enteró del premio? 
   -Por una llamada de teléfono de mi editor. 
   -¿Qué opina de ello? Es el primer español que lo consigue, realmente es de los pocos escritores de habla extranjera que ha llegado a ganarlo.
   -Bueno, supongo que los miembros del jurado habrán encontrado algo de luz... - ¡Alto! Frena el sarcasmo... - Mire, en el fondo todos tenemos nuestra vanidad. No soy un paladín de la libertad moral, ni un abanderado antisistema. Simplemente no me gusta la mayoría de la gente. Me siento algo hinchado por el premio, me resulta gracioso que se lo hayan concedido a un impostor.
   -¿Impostor?
   -Ya le he dicho por qué escribo... No soy un escritor.
   -Es curioso que diga eso. ¿Qué hace falta para ser un escritor? Simplemente escribir...
   -Supongo que hace falta querer serlo, quizá creer que lo eres.
   -¿Por qué se ha negado a recogerlo? En París se ha armado un buen revuelo, incluso se ha sopesado la opción retirárselo.
   -Hace años que hice una promesa que me impide acudir.
   -¿Qué promesa? - De nuevo ella se arrepentía de la pregunta, aunque en realidad toda la entrevista sólo buscaba una respuesta a esa pregunta en concreto. Miró por la ventana, la cuestión es que había sido demasiado brusca. 
   -Prometí a una persona que nunca pisaría París si no era con ella. - Ella entreabrió la boca sorprendida por el primer atisbo de humanidad que surgía de aquel hombre. Lo miró fijamente con curiosidad, estaba empezando a saborear la victoria y una leve sonrisa se asomó a sus labios. Él cerró los ojos por un instante y reconoció su mano arrojando la botella sobre las olas. 
   -¿Dónde está esa persona? Es posible que quisiera acompañarle... - Decidió arriesgarse con un paso más. - ¿No se lo ha preguntado?
   -No sé dónde está ella. La distancia se convirtió en algo demasiado extenso. - Ahora era él el que miraba por la ventana.- La vida siguió, nosotros seguimos, París no se detuvo. 

   Ella se incorporó ligeramente, estiró el brazo y detuvo la grabadora.
   -Sus ojos son tristes... ¿Por qué? - Lo miró fijamente y él le devolvió la mirada. Sonrió un segundo antes de apartar sus ojos hacia la taza de café vacía. Ella lo seguía mirando.
   -Hubo un tiempo en que a ella le gustaban. Son tristes porque es el único modo en que saben ser. Porque la vida no es más que una sucesión de momentos que pasan sin que nadie se atreva a agarrarlos para que no se escapen. Son tristes porque la distancia es algo que se convierte en demasiado extenso. Son tristes porque no pueden ser de otra manera, porque guardan una lágrima corriendo la tinta arrojada por una mano sobre el papel.
   -Es usted una sorpresa... - Él levantó de nuevo los ojos para mirarla.
   -Muéstreme a alguien que no lo es.
   Ella comenzó a recoger sus papeles, la lista de preguntas que había preparado había resultado totalmente inútil, pero ya tenía suficiente como para imaginarse en portada.
   -Creo que es suficiente. Ha sido un placer señor K. Me gustaría incluir esta última parte en el artículo.
   -No ha tomado ninguna nota.- No apartaba sus ojos de ella.
   -Creo que esta vez no será necesario.- Se levantó y le tendió la mano.
   -El placer ha sido mío. Quizá compre la revista.

   La observó salir a la calle levantando el cuello de la chaqueta para protegerse del viento. De la radio se desprendían las notas de uno de los nocturnos de Chopin. El barman se acercó con una taza más, acompañada de un plato sobre el que bailaba un muffin de arándanos... Especialidad de la casa.
   
   Respiró profundamente y sacó el teléfono de su bolsillo. Buscó en la agenda un número concreto. Marcó el número seis, de nuevo el seis, luego un dos.... Al otro lado de la línea respondió una voz metálica... Podría dejar su mensaje después de la señal. Un pitido estridente terminó la frase. Por primera vez en siglos su voz sonó con algo de esperanza...
   -Pas de nouvelles de toi... Je suis désespéré.

   ...
  
   
 
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