Por más que lo intento, no consigo recordar el día en que decidí subirme al patíbulo y practicarme la eutanasia no asistida a base de inyecciones de sinceridad sin ropa. Quizá fue aquella vez en que el escondite se convirtió en cárcel hace tantos años, cuando algunos instantes desaparecieron por incomparecencia del ahorcado. O quizá fue aquella foto de perfil mirando al mar desde un balcón en Galicia con apenas dieciséis años, aquélla que se perdió entre las páginas de un libro que no recuerdo... aquélla... en la que me vi y quise ser lo que veía, dejándome la cobardía y la vergüenza... quizá fue ella la que apretó el gatillo del revólver de fogueo en el disparo de salida.
Pero nadie nos informa en ventanilla del precio del pasaje, y yo casi siempre he estado en números rojos.
Dime si el silencio es igual que la mentira, dime que no he de callar aunque casi nadie soporte mirarle al otro en el centro de las tripas, dime que las heridas ajenas expuestas en el mercado no te alejan... las mías.
Que no debería, en un carnaval de trajes de otro, enseñarte sólo la mitad.
Quizá así pudiera olvidarme del insomnio.
Y es que ahora no sé ser de otra manera, y si recorres marcha atrás las palabras, las mías, las de voz y las de tinta, las que se me enredan borracho y las que repaso en ortografía y semántica y sudor... si las sigues, girando la memoria, me reconstruyes el alma a jirones.
Y yo quisiera ser perfecto y un poquito de magia si es lo que necesitas, pero, en realidad, ya ves, no soy más que el amasijo de hierros después de un accidente, retorcido en historias y fundido a tramos por el calor del fuego y la gasolina. He sido cobarde a ratos, y loco, y héroe, y a veces manejo una espada enorme en medio del combate y otras... otras no tengo más que un lápiz de carpintero sin afilar, que dibuja un estriptís de mi sangre en letra gorda por las noches, una mancha gris que se puede difuminar con la yema de los dedos.
Y no es suficiente.
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