Siempre sigo los consejos profesionales, por eso, cuando ya no hay otro modo de huir, te pienso media hora exacta, nos la dedico hasta el último segundo para después cerrar la puerta, a veces suavemente, casi siempre con un sonoro portazo. A menudo el callejón sin salida me atrapa en casa, tumbado en el sofá, después del trabajo, arropado, delante de alguna película o entre las sábanas de algún libro. No voy a mentir, te me has tatuado, y casi siempre andas por ahí escondida en una especie de niebla, como los posos del café que dan la cara cuando todo lo demás ha desaparecido. Algunos días, después de beberme ese café caliente y amargo de toda la gente que me cruzo, de odiar ese sabor que asesino con toneladas de azúcar inventado, miro al fondo de la taza y allí estás. Puede ser una frase que esté leyendo, una imagen en la pantalla, un sonido, una nota, una sola palabra. Un detalle perdido y a traición me construye el muro de ladrillo delante y estrecha las paredes hasta casi asfixiarme. Ya no pongo la radio, ¿sabes? Me aterroriza escuchar cualquier cosa que haya escuchado contigo, y esos cabrones que sonríen detrás del micro no suelen tener mucha piedad.
Treinta minutos exactos. Cuando no hay modo de huir, doy la vuelta al reloj de arena y te abro de par en par la entrada a mi garganta y a mis tripas... otra vez. Se elevan las compuertas que te embalsan y te permito arrasar el cauce que te está vedado. Es una rendición con consumo preferente, una humillación consentida y acotada por el abajo firmante, un chapuzón de piscina abandonada, en agua sucia y congelada... El único tratamiento efectivo contra tu veneno. Treinta minutos. Y durante ese tiempo me consiento darme asco y darme pena, y me hago pequeño y dejo que tú crezcas. Desempolvo tus fotos y tus cartas durante quince minutos, ni uno más. Al volver a verte lloro, y me encojo, y cruzo los brazos alrededor del estómago y me abrazo. La mayoría de las veces hundo la cara en algún cojín y lo aprieto muy fuerte, ya ves, me da vergüenza que los vecinos me oigan, así lo ahogo un poco. En eso nos parecemos, hay quien disfruta de la exhibición de las lágrimas propias, tú y yo no soportamos que nos vean. Las demás cosas en las que nos parecemos se me han olvidado.
Quince minutos, la mitad de la arena. Es entonces cuando entras en la habitación, es entonces cuando estás delante. Las primeras noches te decía que te echaba de menos, te pedía que volvieras, te gritaba que te necesito conmigo, que eras la única de entre todas, que sabes quién soy... Sonrío al escribirlo... duele, es patético. Ahora sé que ni siquiera te acercas a lo que yo veía, que ni te acercas a mí mismo. Ahora, simplemente, nos miramos sin hablar, sigues estando preciosa. Y te quedas ahí plantada, delante de mí, con esos ojos enormes y tristes que me volvían loco. Cuando no puedes dormir y me piensas a mil kilómetros, me despiertan tus pasos en mi dormitorio, eso tú no lo sabes. Tampoco que me hago el dormido porque no quiero dejarte entrar en mi cama, que las respiraciones profundas no son de sueños profundos, que congelan los latidos para que no los oigas... que sé que a veces entras sin llamar.
Dos minutos antes de que acabe el tiempo te acompaño hasta la puerta. Hueles a guerra terminada, a cadáveres en el campo de batalla, a soledad y a despedida, a mástil partido y a deriva. Antes de marcharte me acerco a tu oído sin tocarte, no puedo tocarte... Historia repetida, instante repetido. Tú escuchas en silencio mis palabras, cuatro palabras repetidas...
¿Por qué?...
Te odio...
Treinta minutos exactos que terminan en una puerta que se cierra. Treinta minutos exactos, por consejo profesional.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
0 comentarios:
Publicar un comentario