miércoles, 4 de diciembre de 2013

Camino de casa

   El frío vacía las calles en cuanto oscurece. Es el mejor momento para caminar, todos los sonidos se comprenden mejor en el silencio. Caminaba ligeramente encorvado, encogido sobre sí mismo, tratando de meterse entero en cada bolsillo. El cemento manchado de la acera se dejaba ver a pedazos, casi cubierto por completo por una capa de hojas ocres y amarillas recién caídas. El viento había cesado hacía rato y, en su visita, había transformado la calle vacía en la vereda de un jardín oculto que se asomaba bajo el asfalto. Se preguntó qué parte de sí mismo estaba también oculta, qué raíces había enterrado durante todos estos años, qué fragmentos de piel se rompían al llegar el frío dejándolas asomarse, sólo un momento, insinuarse como la curva de unas caderas bajo las sábanas. El eco de sus pasos golpeaba las fachadas, se colaba en los portales a oscuras, en los escalones que ascendían hacia la penumbra para llegar a una puerta cerrada. A través de los ventanales se derramaba la luz anaranjada de las últimas noches del otoño, sentía que si se estiraba lo suficiente, quizá si alzase una mano, podría notar el calor de aquellas casas al mismo tiempo que su luz la iluminara. Pero allí fuera sólo existía el frío, le gustaría saber quién se refugiaba bajo aquella manta de hojas muertas. Hay momentos en que puedes hacer una radiografía de ti mismo, virar tus ojos más allá de tus músculos, de tu sangre, llegar a las vísceras que se guardan celosas todo lo que eres. Pero, ¿quién era? Mirarse en el espejo duele cuando tienes la respuesta a tus propias preguntas. 

   Recorría la ciudad sin rumbo, como se recorren las ciudades, a ratos girando en cada esquina, a ratos siempre recto. Ni una sola nube, ni una sola estrella. Recordó aquel noviembre en que la electricidad desapareció durante unos minutos, cuando entendió lo que era la noche bañada de blanco, cuando se asomó a la parte trasera de la casa para descubrir que algunas luces pueden tapar otras, más débiles, más puras. Ahora, las farolas encendidas le rodeaban de sombras de sí mismo que lo acompañaban, la más oscura se giró al mismo tiempo que él y le clavó su mirada. Cuanto más potente es el foco que nos ilumina, más negra es la sombra detrás de nosotros. Creyó que iba a decirle algo, a reprocharle el paseo cuando lo sensato era taparse bajo una manta a ver la televisión, escuchar a su propio sueño de una maldita vez, arrojarse a la lona… pero estaba muda. Las siluetas oscuras de uno mismo no tienen cuerdas vocales, si no acabarían por volvernos locos con tanta verborrea.

   Debía de llevar andando mucho tiempo, las piernas comenzaban a dolerle cuando se sentó en el banco de hierro forjado en medio del parque. Respiró profundamente aunque no le faltaba el aliento, era una costumbre adquirida que, en su mente, cargaba de misticismo el pensamiento que le estuviera martilleando en ese momento, una especie de subrayado con el que marcaba algunos puntos de su razonamiento que no quería olvidar. Con los sentimientos le ocurría lo mismo, pero ellos eran más tercos, no necesitaban que nadie los destacase para mantenerse ahí, como películas en la estantería que a veces quieres ver y a veces no, pero no puedes olvidarte de su presencia. Lo sabía, pero los seguía inspirando y expirando con fuerza. Se había sentado en aquel mismo lugar una vez, hacía algunos meses, un día en que habló solo, un día de sol tibio a la hora de la comida, un día en que todo había cambiado. Creyó verse a sí mismo jugando al otro lado del castaño que tenía delante, siendo niño, tal y como había sucedido en el sueño que le contaste cuando aún le decías que le soñabas. Ésta vez estaba solo, no a tu lado como aquella noche, y sabía el significado de aquel crío corriendo alrededor del árbol, que llegaba a rozar los alibustres que hacían de barrera con lo que no era parque, para retroceder enseguida. Sabía que jamás podría salir de aquel espacio encerrado entre edificios, que permanecería allí, inocente, perdido entre juegos de espadas que son ramas, de árboles que son enemigos. Aquella tarde, a la hora de la comida, con algo menos de treinta y seis años, hablando solo, se dejó la niñez encarcelada. Se miró por dentro, viró sus ojos hasta sus vísceras celosas de secretos, y no le gustó lo que guardaban. Deberían formar a los cirujanos para extirpar algunas tardes de sol tibio. Contempló al niño hasta que comenzó a temblar de frío. 


   Cuando se levantó, le hizo un gesto de despedida con la mano a su pedazo perdido y el otro se lo devolvió con una sonrisa. Parecía simpático, quizá volviera alguna vez a visitarlo, por si necesitaba algo. Volvió a meter las manos en los bolsillos, como si intentase refugiarse entero en ellos, y se perdió por la calles envuelto en la niebla que ya descendía… camino de casa.

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