miércoles, 26 de diciembre de 2012 2 comentarios

El silencio

   Son las tres de la mañana... no puedo dormir. Afuera ya dejó de llover. Si al menos pudiese escuchar la lluvia contra la ventana... así no tendría que luchar contra este silencio oscuro. He encendido la luz intentando que se marche, pero es obstinado y se ha escondido en aquel rincón, entre la ropa y la maleta medio deshecha. Odio deshacer las maletas, por eso lleva arrinconada dos días, es como terminar el viaje definitivamente. Esta vez no quería regresar. Esta vez los muros naranjas de mi casa, sus ventanas blancas... no eran mi casa. Sigue escondido allá, creo que se ríe de mí porque ahora intento ahuyentarlo con el sonido de las teclas y porque he comenzado a hablar solo. No puedo dejar de escribir o me atrapará, crecerá desde su rincón y ya no me dejará en paz. 
 
   No puedo dormir... no puedo porque cierro los ojos y pienso. Me tumbo de costado y noto el vacío en la espalda. Cuanto más lejos estás, más vacío se vuelve. Y estás muy lejos... y está muy vacío. Y es frío, y ya sabes que no soporto el frío en casa, porque ya hace demasiado frío fuera... y por dentro. No puedo escuchar música. Sé que eso lo sacaría de su rincón, lo sacaría de entre la ropa tirada y lo echaría a la calle, lejos de aquí. Pero no puedo escuchar música desde que te has ido. Ni una sola canción, ni una sola tecla de piano. No pensé que llegaría el día de escribir eso... te has ido. Y ahora no puedo terminar un libro a medias y no puedo dormir. Y no puedo pisar mis rincones y no puedo dejar de escribir. Porque si lo hago, él acabará conmigo... se levantará, saldrá de su escondite, y acabará conmigo. Si regresaras desaparecería. Si regresaras...

...

   
lunes, 24 de diciembre de 2012 0 comentarios

La carta


  La carta cayó dentro del buzón sin emitir ni un solo sonido. La mano que hace un minuto la sostenía casi inerte junto al costado regresó a su posición inanimada. Delante de aquella pieza metálica amarilla, justo frente a las letras en relieve que señalaban ausentes la fina ranura para introducir los sobres, justo ahí, el resto de un cuerpo de poco más de un metro ochenta se mantenía inmóvil, como en éxtasis de beatitud, con la mirada fija en ninguna parte. Exhaló un suspiro sin inmutarse, excepto por la disminución del ritmo de los latidos de su corazón, nada había cambiado. Nadie caminaba por la plaza a esa hora de la madrugada, la niebla cargada de humedad hacía la noche de diciembre aún más fría, con cada respiración su boca desterraba de su cuerpo una porción de calor en forma de nube de vapor tibio. Dios, esperaba que la dirección siguiera siendo la misma, habían pasado demasiados años. Sabía que ella siempre había deseado aquella casa, desde el día que caminaron por la vereda justo delante de la arcada de la cancela. Se había puesto de puntillas como una niña que quería alcanzar alguna golosina escondida en el armario. - ¿Has visto? - dijo - Es preciosa... Necesito vivir en una casa así, necesito esta casa. - Él no lo tomó demasiado en cuenta en aquel momento, pero cuando después de mil paseos por la vereda apareció el cartel que la ponía en venta se convirtió en una obsesión para ella. No era un objetivo, un sueño alcanzable quizás... Era un pensamiento continuo, un deseo de cuatro paredes de piedra que no dejaba de aparecer en cualquier conversación. Por aquel entonces las cosas ya no funcionaban entre ellos, al menos no como al principio. Ella echaba de menos algo que nunca comprendió, los años habían pasado rápidos entre planes de futuro que se postergaban por falta de dinero, por falta de tiempo, por huída cobarde de la intención... Quizá fuera eso lo que le aferró a la idea de aquella casa pequeña, perdida entre un gran terreno poblado de árboles y cubierto de hierba verde. Sólo el camino de grava estéril rompía la monocromía del lugar. El camino y la casa propiamente dicha, con paredes de grandes bloques de piedra gris y tejado marrón oscuro a dos aguas. 

   Las cosas comenzaron a ir mal entre ellos aquella noche de verano en que él no quiso hacer el amor en la playa. Habían estado cenando y habían bebido un poco, lo suficiente como para que ella se desnudara en su cala escondida, donde lo habían hecho tantas veces tiempo atrás. Él estaba tumbado mirando la luna allá arriba, perdido en algún pensamiento que ahora ya no podía recordar, hundido en aquel mundo irreal que le acosó durante tantos años desde la adolescencia. Se tumbó a su lado de costado y comenzó a dibujar formas moviendo el dedo con suavidad por su pecho. Él sabía lo que ella anhelaba aquella noche de luna llena, la diferencia mortal, lo que asesinó la energía que siempre había fluido entre ellos desde que se conocieron, lo que la enterró bajo una tonelada de piedras y barro, fue su sensación de que él no anhelaba lo mismo. Él sólo quería seguir mirando la luna allá arriba. Puso su mano sobre la de ella con delicadeza y la retiró hacia su costado. Oyó su suspiro y sintió cómo se tumbaba boca arriba a su lado sin soltarse. - Está demasiado lejos.- dijo ella. Y él no supo si se refería a aquella esfera blanca o a él mismo. 

   Todo lo que siguió a aquella noche estuvo cargado de desesperanza, de miedo al futuro y de temor al presente. Todo hasta que una tarde llegó a casa y ella ya no estaba. No había escrito ninguna nota, ningún adiós, no había hecho falta más que ver cómo se consumían las semanas estériles, cada vez más secas, cada vez más desiertas. Anduvo cansino hasta la cocina, sacó la botella de whisky del armario de la esquina y se sirvió una copa. Apoyado en la pequeña mesa donde habían cenado juntos, escuchó el silencio de la casa vacía, en penumbra. Así fue como terminó su historia. Sin escándalos, sin dramas, simplemente se fue pudriendo poco a poco desde el día que prefirió la luna a un cuerpo tibio, prefirió la frialdad y la distancia al calor y la vida. 

   De eso habían pasado doce años. No hubo llamadas. Al principio le llegaban noticias de ella a través de algún amigo común conquistado durante sus años juntos. Supo que su trabajo fue bien, que pudo comprar la casa de piedra junto con su terreno verde y su camino de grava. Supuso que era feliz en ella, la imaginó junto a la chimenea en invierno, quién sabe si con algún crío de pelo castaño como el suyo correteando a su alrededor. Imaginó navidades agradables con una familia que no era él, imaginó veranos al sol en la hierba verde. Él se marchó lejos, tanto como le permitió su desarraigo con el mundo, tanto como le llevó el primer avión que encontró dos meses y siete días después de su marcha, después de abandonar su trabajo, cómodo y tedioso, y cobrar lo que se le debía por los servicios prestados. Anduvo algunos lugares que siempre había deseado andar. Una mañana, caminando por las calles húmedas de París, recordó lo mucho que ella se quejaba cuando se empeñaba en caminar sin rumbo por las ciudades. Decía que siempre había que saber hacia dónde se dirigía uno, o su vida siempre sería vivida por otros. Conoció a algunas mujeres, no muchas, siempre había sido un tipo demasiado difícil, demasiado silencioso en su mundo vivido por otros, pero la mayoría del tiempo estuvo solo. Poco a poco se había separado de todo lo que le unía con su pasado, los amigos se agotaron de tanto esperar y no había amigos nuevos. Se acomodó en la soledad y en el movimiento, es más fácil partir sin decir adiós. 

   Ahora era más viejo, los lugares estaban cada vez más lejos, la soledad se volvió fría y desapacible. Hace una semana que se había parado delante de la cancela de reja negra y se había puesto de puntillas para observar. Todo seguía en su lugar, pero no había señales de que alguien habitara la casa. En realidad no importaba, porque nunca se hubiese atrevido a cruzar esa puerta, simplemente sus pasos le dirigieron hacia allí inconscientemente. Caminaba sin rumbo, ya sabéis, examinando obsesivamente un mundo que no existía, cuando se dio cuenta de dónde se encontraba, se puso de puntillas para observar, y todo seguía en su lugar. Así que siguió su camino sin prisa. Pero cuando llegó a la pensión, cuando estuvo tumbado mirando el techo de piedra, las esquinas pobladas por telarañas, las paredes desconchadas por la humedad, unas uñas lo empezaron a desgarrar desde la tripa, por todo su interior notaba las punzadas del pasado que vuelve, de los asuntos pendientes que se sacan del armario y se desempolvan crueles, sin que se puedan esconder de nuevo un poco más profundo y cerrar la puerta después. 

   Y ahora estaba parado de madrugada ante un buzón amarillo, delante de las letras insensibles que indican la fina apertura que engulle deseos y pensamientos sin inmutarse. Calado de humedad y arañado. Esperando que la dirección sea la misma, escuchando el silencio de la carta al mezclarse con las otras. 











jueves, 20 de diciembre de 2012 0 comentarios

Llegada


   Con la cabeza apoyada en la ventanilla intentaba recuperar algo de sueño. El vuelo duraría un par de horas y el olor a ambientador de aerolínea barata inundaba la atmósfera del avión, ya demasiado cargada por el exceso de pasajeros. No había dormido nada en toda la noche, tampoco había comido desde el mediodía anterior. Así que decidió maltratar su cuello durante el viaje y soportar el frío que se acomodaba e su mejilla a través del fuselaje. Odiaba dormir de esa manera, pero estaba agotado. Las cabezadas eran demasiado breves, pero su cerebro se iba reiniciando poco a poco a base de pequeños sueños, pequeños flashes que duraban segundos pero que al despertar bruscamente le obligaban a situarse de nuevo en aquella mañana, aquel viaje, aquella despedida... 

   Había elegido un asiento de la primera fila, así podría estirar las piernas y ningún maleducado de los que pueblan el país en estos tiempos, decidiría que su respaldo podía partirle las rodillas sin que mediase una mínima disculpa. Sólo había un problema, su butaca quedaba justo a veinte centímetros de la puerta delantera, y el frío de los ocho mil metros se colaba directamente en su pierna izquierda, dejando la mitad de su cuerpo en un estado previo a la congelación. Podría soportarlo. Cuando aterrizó en Bolonia, el cuello se había convertido en un castigo doloroso que mandaba punzadas hacia su cabeza con saña. El día era aplastantemente gris. La humedad calaba cualquier cosa que se mantuviera un par de minutos en el exterior, pero agradeció la bofetada de oxígeno frío directo a sus pulmones. Fue el primero en bajar la escalerilla y dirigirse caminando por el asfalto empapado, ni siquiera miró hacia atrás cuando escuchó la algarabía de los demás pasajeros recogiendo sus maletas. 

   Recorrió el trayecto que separa el aeropuerto Marconi de la Estación Central en autobús. Con la gorra calada casi hasta las cejas y el equipaje sobre sus rodillas, se dedicó a evitar la mirada de las personas sentadas frente a él escapándose a través de la ventana que lo separaba del tráfico. La ciudad había despertado hacía rato y la prisa les rodeaba con estrépito. Pasaban unos minutos de las diez, ya debía de haber despegado. La idea le hizo torcer el gesto en una mueca de dolor, duró un instante, se obligó a fijarse en las tiendas que desfilaban al otro lado de la acera, todas recién abiertas, todas iluminadas, daban la misma sensación de frescor que unos dientes recién cepillados. Era la primera vez que pisaba la Estación Central de Bolonia, y en su imaginación había construido un inmenso edificio renacentista plagado de vías a su espalda, con trenes partiendo desde elegantes andenes cubiertos por una enorme cúpula... Se encontró con un vestíbulo pequeño, saturado de máquinas rojas y plata expendedoras de billetes, unos andenes sucios como en cualquier otro lugar, como en cualquier otra estación, de los que partían trenes manchados y ruidosos, como en todas partes. Se alegraba de estar aquí. Al encuentro de la vieja amistad, se sumaba la huída de una casa demasiado vacía... siendo honestos... completamente vacía.

   Así que compró el billete en una de esas máquinas pegadas cada una a una pequeña fila de pacientes viajeros. Por suerte esa usurpadora usurpaba la personalidad de un amable funcionario que hablaba castellano,así que no le resultó difícil descifrar el misterio que rodea siempre a la compra de un biglietto para alguien que de italiano entiende bastante poco cuando se trata de lidiar con cajeros y cajeras aburridos. El vagón era cálido a pesar de su aspecto exterior, se acomodó en un asiento de ventanilla y disfrutó de la retirada cobarde del frío que aún se emboscaba obstinado en sus pies. No había más que cuatro viajeros aparte de él, alejados por varias filas de asientos, lo que satisfizo su misantropía de un modo que no podía dejar de agradecer. El trayecto hasta Faenza era breve, tres estaciones más y nada le separaría de su destino. En esos cincuenta minutos iba a dejarse llevar. Apareció en su cabeza la imagen de un avión blanco sobrevolando la península hacia el sur, dejando atrás la costa y parte del Atlántico para posarse bruscamente en una pista de aterrizaje, en una isla mil kilómetros más allá de sus deseos.  Apareció el sol de la mañana, el ajuste horario, apareció una sonrisa por haber llegado, dos maletas y un perro blanco... apareció un nudo en la garganta, aparecieron unos ojos húmedos y la desvergüenza consentida de sentirse triste contra la ventanilla de un tren en marcha, de llorar contra la ventanilla de un tren en marcha. Apareció la esperanza de que esa huída cobarde que él había emprendido durante esa semana, le permitiera extrañar con calma por calles extrañas, donde nadie le preguntaría hacia dónde iba, ni se fijaría en su mirada perdida mientras caminaba. Saboreó durante cincuenta minutos la intimidad de un tren, un tren en la intimidad. 

   Cuando las puertas se abrieron para que subiesen al vagón el frío y la humedad, bajó con el equipaje al hombro y la carne de gallina. Atravesó el vestíbulo medio vacío, atravesó las puertas, se encontró en la calle, se apoyó en una señal de parada de taxis, una señal como cualquier otra de cualquier otro lugar, y esperó. Casi al instante apareció un pequeño coche amarillo que se detuvo frente a él. Después... un abrazo, un ¿cómo ha ido el viaje?, un me alegro de que hayas venido... Dentro de él... un te necesito, un te extraño, un te echo de menos, un por qué has tenido que marcharte, y un agujero en el alma que sólo se llenará con un regreso.

   Había llegado.
   ....
lunes, 5 de noviembre de 2012 0 comentarios

Regreso

   Eran casi las doce de la noche cuando sonó el teléfono. El corazón se le aceleró como cada vez que escuchaba sin esperarlo el maldito sonido digitalizado de teléfono antiguo. Estiró el brazo y miró la pantalla. Sintió cómo su corazón se aceleraba aún más al ver el nombre que se iluminaba en ella con insistencia. Los dedos le temblaban mientras descolgaba y se acercaba el auricular al oído. No dijo nada. Al otro lado, una voz escuchada y anhelada, dada por perdida derrochando bolsa y vida, como escribió Joaquín, se convirtió de nuevo en presente.
 - Hola óptico, ¿cómo estás? ¿No te habré despertado?
 - Hace tiempo que soy escritor, ¿ni siquiera te has dignado a leer mis cuentos?
 - Vaya, vaya... lo conseguiste, qué cerdo... - Una sonrisa sincera se dibujó al otro lado de la línea, no la veía, pero la veía.
 - Lo conseguí. Un estúpido capullo decidió que algo de lo que salía de mi cabeza enferma podría interesar a alguien. El mundo se está volviendo demasiado loco, creo que esta mañana he visto Callao  boca abajo y yo caminaba sobre el cielo.
 - El mundo se ha vuelto tan loco que esta tarde he aterrizado en Madrid... para quedarme. - La sonrisa del otro lado se había convertido en expectación.
 - ¿Has vuelto? - No pudo reprimir el tono de sorpresa. Dios, quizá el pecho no podría contener demasiado tiempo más el corazón, que se empeñaba en latir a un ritmo demasiado rápido como para no tener un infarto.
 - He vuelto esta tarde. Hace un minuto que me he sentado en el sillón. Llevo dos horas colocando ropa en los armarios, creo que me voy a volver loca.
 - De eso nada, el loco aquí soy yo, ¿recuerdas? - Ambos rieron con ganas, como si nunca hubiesen dejado de hacerlo juntos.
 - Lo recuerdo... no pienso quitarte el puesto de viejo tarado oficial. - Volvieron a reír. - Tampoco he olvidado otras cosas... ¿puedo verte mañana?
 - Claro.
 - Estupendo, ¿te viene bien pasar a recogerme a las ocho? ¿Recuerdas mi dirección?
 - Estaré allí a las ocho en punto.
 - Perfecto, hasta mañana entonces.... Llévame a cenar a un restaurante lujoso ¿eh?
 - No habrás conocido ninguno con más clase... - Una risa confiada abrazó la voz al otro lado. - Hasta mañana...

  Colgó el teléfono y se quedó mirando la pantalla apagada... Cerró los ojos y se masajeó con los dedos sobre los párpados. ¿Era posible? Repasó cada frase de la conversación tratando de revivirla, tratando de asegurarse de que estaba despierto a fuerza de pronunciar en voz baja cada una de las palabras. Cuando decidió que todo había sido real salió de la cama y abrió el armario. Dios.... tendría que haber puesto la lavadora, colgaban unos vaqueros gastados y un jersey negro.  Bueno, al menos tendría algo que ponerse.

  Pasó la mañana del día siguiente delante del ordenador, intentando concentrarse en terminar el capítulo que llevaba semanas sin querer ser terminado. Desde que se decidió a ceder a las presiones de la editorial y escribir una novela, había ido de bloqueo en bloqueo. No se le daban bien las historias largas, lo sabía, pero ésta estaba resultando ser un parto demasiado doloroso. Además, no conseguía sacarse de la cabeza la llamada de anoche. Se había despertado nervioso, impaciente, deseando adelantar las horas, temiendo adelantar las horas. Cuando ella se marchó pensó en no seguir adelante, demasiadas ideas pasaron por su cabeza, ideas que había conseguido ir desterrando a fuerza de noches en vela, gin tonics y tiempo perdido. Había avanzado entre tinieblas, había superado la tormenta, pero fue tan dura que aún estaba enfermo de frío y lluvia.  Apagó el ordenador, hoy tampoco sería el día en que terminase la historia. Sin levantarse del sillón descolgó el auricular del teléfono y marcó un número que había marcado cada vez que la tormenta se hacía más intensa. Al otro lado respondió la voz de un hermano.
- Me pillas en plena faena. ¿Estás bien?
- Me ha llamado.
- ¿Crees que puedo andar haciendo de adivino a estas alturas? ¿Quién coño te ha llamado?
- La misma que debería haber olvidado según tus estúpidos consejos.
- No me jodas... Ha pasado mucho tiempo. ¿Qué quiere?
- Quiere que nos veamos esta noche. Ha vuelto para quedarse...
- ¿Está en Madrid? Por favor, dime que no está en Madrid, dime que no estás pensando en verla. Dime que no eres tan gilipollas como sé que eres.
- Está en Madrid, voy a verla, soy tan gilipollas como sabes que soy...
- ¡Por Dios! No pienso volver a recoger tus pedazos, que te quede claro. Paso de tu obsesión por autodestruirte, me tienes harto.... Ten mucho cuidado ¿vale?
- Descuida...

   Cuando colgó se sintió algo más relajado, se metió en la ducha y consiguió que el agua caliente hiciera el resto del trabajo. Al salir, casi se sentía tranquilo. Se detuvo delante del espejo. Habían pasado algo más de dos años, ¿había cambiado? Claro que había cambiado, estaba mucho más delgado y un poco más viejo. Eso sí, el éxito de sus primeros cuentos no le había librado de esa mirada siempre triste. Al contrario... pasaba las horas perdido en ensoñaciones, imaginando mundos en los que todo fuera posible, extraño, todo gris... ¿Qué opinaría ella al verlo? Joder, no había leído nada suyo... Bajó a la cocina y se preparó algo de comer. Las noticias hablaban de no sabía que nuevo fármaco que ayudaba a reinsertar a las personas en tratamiento psiquiátrico que podrían ser peligrosas para la sociedad. Pensó en la caja de pastillas blancas y alargadas del fondo del armario... la sociedad era la peligrosa. Le dolía la cabeza, así que se tragó una aspirina y se arropó en el sillón hasta que se quedó dormido.

   Abrió los ojos desorientado, el reloj marcaba las seis y media.... ¡Mierda! Había dormido demasiado. Cuando se incorporó de un salto se sintió algo mareado. Abrió el armario y se vistió con los vaqueros gastados y el jersey negro. Preparó café pero no lo bebió... A ella no le gusta el café. Cuando terminó de recoger la cocina eran poco más de las siete. Joder, espero que no haya tráfico, no puedo soportar que me esperen. Condujo hasta el barrio que sólo había pisado una vez hacía ya demasiado tiempo y aparcó justo delante de la puerta adecuada. Eran las ocho menos cinco. Se miró a los ojos un segundo el el espejo retrovisor, respiró profundamente un par de veces y quiso desaparecer un par de veces más. Justo en el momento en que se imaginaba arrancando el motor y saliendo disparado de vuelta a su infierno, cuando ya casi agarraba la excusa perfecta para huir, unos nudillos dieron un par de golpecitos en la ventanilla del lado contrario. Giró la cabeza hacia allí en medio de un ataque de ansiedad total y absolutamente secreto, y se encontró con unos ojos y una sonrisa que lo miraban divertidos desde el otro lado. Ella lo saludaba con una mano y él le devolvió la sonrisa y se apresuró a salir del coche.
- Hola... me alegro tanto de verte... - Le rodeó con los brazos y le besó en la mejilla. Permaneció abrazada a él unos segundos eternos y luego se separó sin soltarlo para mirarle. - Estás trabajando demasiado, pareces cansado.
- En cambio tú estás dolorosamente guapa, en ninguna de todas esas veces que te he soñado has aparecido tan increíble.
- Bobo... ¿Dónde vas a llevarme?
- Quiero enseñarte un lugar. Tardaremos un rato, pero quiero compartirlo contigo por una vez.
- De acuerdo. - Sonrió.

   Subieron al coche y viajaron durante casi una hora por en medio de la nada. Él conducía en silencio, ella miraba pasar uno tras otro los kilómetros vacíos a través de la ventanilla. De vez en cuando se cruzaban una mirada... Era agradable compartir el silencio. Enfiló la calle arbolada con farolas encendidas sólo en uno de sus lados, la luz naranja se perdía entre las hojas de los árboles, muchas de ellas cubrían el camino de tierra que corría al lado de la valla, que les separaba de uno de los lugares que él había recorrido desde que tenía memoria. Al otro lado de ella, la oscuridad. La niebla comenzaba a descender y algunos jirones se cruzaban con ellos. Después de dos recodos llegaron al lugar. Detuvo el coche justo donde el río se ensanchaba ligeramente. A la izquierda, una antigua casa abandonada donde se habían servido mil comidas de fin de semana y verano, a la derecha un parking vacío de tierra, olvidado.  Los árboles se inclinaban en la oscuridad sobre el cauce del río hasta casi tocarlo en algunas zonas.

- Mis padres me traían aquí cuando era niño. El agua era mucho más limpia entonces y nos bañábamos con zapatillas porque el lecho era de piedras. Justo en la orilla de enfrente había una bandera roja para avisar del peligro de la corriente al otro lado. Ya no hay bandera, ya casi no hay río. Nadie viene ya a este lugar. Casi nadie...
- Te he echado de menos... - Le miraba fijamente con unos ojos enormes. A través de su voz gritaba la sinceridad. - Te he pensado cada día y cada noche. - Un minuto de silencio...
- Te marchaste, te alejaste... - Notó cómo despertaba un dolor dormido. - Me quedé solo, vacío.

   Abrió la puerta del coche y salió. Hacía frío. La niebla se elevaba un metro sobre el agua. Subió el cuello de su chaqueta y se acercó a la orilla... Se oía el viento en las hojas allá arriba. Encogido y con las manos en los bolsillos, esperó a que el dolor volviera a dormirse. Respiró profundamente. Escuchó a su espalda abrir y cerrar la puerta del coche, unos pasos se acercaron hacia él.

- Lo siento... Sabes que tenía que hacerlo... - Esta vez la voz era un susurro, temeroso de no ser comprendido, de no ser aceptado. Casi había temblado.
- Quizá sea tarde. Quizá el momento haya pasado, como el momento de este sitio abandonado y sucio, podrido de esperar.
- Yo también he esperado, he sentido la distancia clavada como un puñal cada día. - Puso una mano temblorosa sobre el hombro de él. - ¿No te das cuenta? - El sólo contacto de su mano le hizo estremecer de anhelo.
- ¿Qué esperas de mí ahora? ¿Qué quieres de mí? - Se volvió a mirarla, la desesperanza de una vida entera estaba en su boca, en sus ojos, en sus malditas ojeras...
- Déjame caminar contigo... Desaparezcamos. - Se estiró para acercarse a su oído y susurró una frase. Él cerro los ojos para saborear cada palabra, el olor que se desprendía de su pelo, de sus labios, de su piel.  Buscó... arañó la tierra para desenterrar un motivo por el que rechazarla, trató de odiarla por un instante, de quererla un poco menos.

  Cuando ella se dio la vuelta para volver al coche estaba temblando. Él la giró con su brazo alrededor de la cintura y la abrazó fuerte contra su pecho.

- Desaparezcamos...

domingo, 4 de noviembre de 2012 0 comentarios

Domingo


  Es domingo. Acabo de despertar y llueve en la calle... diluvia. Decido quedarme en la cama un rato más. ¿Qué hago aquí? La luz entra apagada por las nubes a través de las ventanas. No se oye nada más que las gotas de lluvia furiosas contra los cristales. Los vecinos deben de haber despertado hace rato y haberse marchado, no se escucha ninguna de sus estúpidas voces. La habitación está fría, pero debajo de las sábanas tengo calor. Enciendo la televisión para escuchar algo más que mis pensamientos. Nada aprovechable, no funciona, sigo escuchándome dentro de mi cabeza. Quiero parar. ¿Qué hago aquí? Sobre la mesilla dos gruesos volúmenes que soy incapaz de leer durante más de cinco minutos seguidos... Borges, perdóname, no te merezco. ¿Por qué carajo me cuesta tanto entender la poesía? Cierro los ojos un momento, el maldito catarro no me deja respirar, la puta vida no me deja respirar. 

   Me levanto y bajo las escaleras para encender la calefacción, ya pensaré dentro de dos meses en la factura. Me miro en el espejo frente al último escalón. No hay nadie enfrente de mí, no existo, no tengo imagen, no tengo alma. La mesa del salón está atestada de libros por leer... los miro con desprecio, ¿de qué me sirven? Bukowski, perdóname, no te merezco. Enciendo la calefacción. Dudo si quedarme tumbado en el sillón o volver a la cama. Fuera la tormenta no cesa, tampoco dentro. Decido tumbarme boca abajo en el sillón. Enciendo la televisión, pero no dejo de escucharme... cállate. Desde la estantería se ríen de mí un montón de películas, una familia de discos no escuchados... dejadme en paz, callaos. Me levanto y abro el armario del baño para tragarme un paracetamol. Abro una cerveza y vuelvo al sillón. Maldita sea, qué frío hace. 

   Miro la estantería para elegir una película. “La ley del silencio”. Cuando a Brando se le cae el guante e improvisa la escena, dejo de prestarle atención. Acabará con la cara partida, como todos. Pienso. Pienso. Cierro los ojos de nuevo y veo tu fotografía. Los abro para no verte. Necesito otra cerveza, tengo ganas de vomitar. De vuelta en el salón enciendo el ordenador. Necesito escribir algo. Lo que sea. Pasa una hora, la basura llena la pantalla, y después la papelera. Necesito una manta más gruesa, subo a por ella. Bajo con ella sobre los hombros, creo que tengo fiebre. Meto una pizza congelada en el horno y vuelvo al sillón. Otra película... “La soga”. Si me asesinan mis amigos me gustaría que me metieran en un baúl y sirvieran la cena sobre él. Parece que Stewart es demasiado listo, pero es una película, no me encontraría. Me quedo dormido con los créditos finales.

   Cuando abro los ojos ya es de noche. Son las siete de la tarde y ya ha anochecido, me encanta noviembre. Tengo fiebre. Otro paracetamol. Otra cerveza. Me encuentro mareado, cierro los ojos y veo los tuyos. Los abro para no verte. Cojo el teléfono y marco tu número, no lo dejo sonar. Lo arrojo sobre la mesa. Necesito escucharte, no quiero escucharte. Abro un libro.... “Insomnio: Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)”... Dámaso, perdóname, no te merezco. Me voy a la cama, me arropo, duermo.

   Es lunes. La puta vida no me deja respirar...
lunes, 29 de octubre de 2012 1 comentarios

Nada

    Detuvo el coche que había alquilado esa misma mañana frente al muro este. La entrada principal parecía llevar años sin usarse. Dos grandes arcadas de hierro permanecían cerradas y desgastadas por el paso del tiempo, el óxido se asomaba bajo la pintura desconchada, y algunas hierbas crecían nacidas bajo ellas. Apenas había dormido y había conducido tres horas para llegar hasta allí, pero no estaba cansado... Estaba rodeado de bosque sobre colinas, justo encima de él. A la espalda de la ciudad se escondía el Mediterráneo. Génova estaba encapotada. La atmósfera era pesada y las nubes amenazaban grises y empapadas... hacía calor. Nada más salir del coche notó una punzada honda en el centro del pecho. Los demás, con sus luces encendidas, circulaban sin detenerse, como huyendo de un lugar al que nadie se atrevía a mirar. Nadie excepto él había sentido la llamada, la que le acosaba desde hacía meses... aunque ahora que estaba allí, supo que esa llamada era mucho más antigua. Comenzó a caminar  despacio junto al muro, dentro del bolso cruzado le acompañaban dos libros. Uno de ellos era una guía de la abandonada Toscana, una guía vulgar, comprada en unos grandes almacenes, una de esas que apenas se abren durante un viaje, cuando el viaje merece la pena. El otro era un libro de notas, manoseado y envejecido, de esquinas dobladas y atado con una goma. De él escapaban algunas páginas con palabras perdidas, sin sentido, que no querían decir nada... que ya lo habían dicho todo.

   Pasó por delante de varios puestos donde se vendían flores, todos el mismo, todos con un par de mujeres que se afanaban en colocar y mantener el orden, a la espera de un comprador que nunca llegaba. Ellas lo miraban al pasar con curiosidad... él las saludaba con un movimiento de cabeza. Cuando dobló la esquina se encontró de bruces con la entrada real, con la puerta escondida que le indicaba el camino a seguir. Un puñado de hombres vistiendo mono azul reparaban la caseta de ladrillo que la guardaba. Justo enfrente de ellos, un cartel descolorido indicaba a los turistas de otro tiempo la ruta a seguir para localizar los puntos más interesantes de la visita. Pasó de largo sin mirarlo. Unos pocos metros más allá se abría aquello que lo había traído hasta aquí. Entró bajo el primer arco y allí estaba... sintió cómo el mundo entero se le subía a la espalda, casi no podía respirar... la paz, la memoria, la tristeza, la nostalgia... todo se había encarnado en figuras de mármol gris, con toda la vida que puede albergar cualquier cuerpo vivo que lata. 

   Se detuvo un instante, de pie, perdido en el laberinto que conduce de la vida a la muerte. El aire era mucho más pesado allí dentro, más antiguo. Ante él se abría una esplanada donde las tumbas se esparcían, arrojadas en ella durante más de un siglo. A ambos lados corrían las galerías laterales, con su suelo tapizado de lápidas grises, con sus figuras de mármol mirándose enfrentadas. Empezó a caminar, sus movimientos parecían lentos, muy lentos. Avanzaba colocando un pie delante del otro despacio, evitando pisar las lápidas que eran el camino. Excepto el sonido del viento que se colaba entre los arcos todo era silencio. El lugar era inmenso, casi inabarcable.
   A medida que avanzaba sentía las miradas clavadas en él... rostros con el color de la piedra lo observaban sin levantar la voz. Casi podía escuchar los susurros a su paso. Decenas, cientos de ojos esculpidos echaban de menos... guardaban fieles sin tiempo las almas que, donde quiera que estuvieran, seguían allí. El mundo entero no existía fuera de aquellos pasillos... nada existía fuera de ellos. Disculpándose en voz baja por el atrevimiento, rozó una mano fría y negra. El otoño que llamaba a la puerta la había rodeado de espigas ocres, y se apoyaba suave sobre la piedra manchada. El cuerpo al que pertenecía se cubría con telas oscuras, la piel fría despedía el calor que nacía dentro de él. Un rostro hermoso, unos párpados casi cerrados, el cabello cubierto... esperaba sentada, paciente, que llegase el momento.... ¿qué momento? ¿Qué sientes cuándo te encuentras con el tiempo detenido, con el tiempo parado ante ti, cuando lo único que deseas es unirte a la espera? 

   Ángeles y hombres enterrados se habían unido en la inmortalidad, le rodeaban, le hablaban de lo que es y de lo que nunca será. Él los escuchaba con el corazón acelerado, casi oía la sangre latir dentro de sus venas. Prestaba atención a cada detalle, cada rumor le enseñaba que no era nada, que existen realidades mucho más inmensas que una sola vida, que nada es importante excepto eso. Cuando miró a su izquierda una cúpula entre árboles, apoyada sobre columnas al final de una escalinata enorme y ancha, le recordó por qué estaba allí. Se dirigió hacia ella decidido a terminar con la urgencia que le hostigaba el alma. Cuando comenzó a subir y alzó la mirada, un gato rayado lo esperaba tumbado a mitad de la escalera. No lo miraba, se dedicaba a acicalar sus manos con esmero, como si necesitara todo el tiempo del mundo... y lo tenía. Al llegar a su altura se sentó a su lado. 

  • Hola extranjero... Te estábamos esperando. - Los ojos de pupilas alargadas esta vez lo miraban fijamente.
  • ¿Quiénes me esperabais?
  • Todos nosotros. Bien es cierto que la espera no ha sido larga... o quizá lo haya sido demasiado, ni siquiera importa el tiempo aquí dentro.
  • ¿Qué queréis de mí?
  • Deberías formular las preguntas adecuadas, extranjero... Aquí nada espera nada de ti, nosotros simplemente existimos para que tipos como tú obtengáis alguna respuesta. Qué hagas con tu tiempo carece de importancia para nosotros. Sólo has de formular las preguntas adecuadas.
  • Vosotros me habéis llamado, vosotros me habéis traído hasta aquí... 
  • Sigue tu camino, extranjero... no te detengas.

   Sin decir nada más, apartó la mirada de nuevo hacia sus manos y siguió acicalándolas como si tuviera todo el tiempo del mundo. Él se levantó, seguía su camino. Cuando llegó al final de la escalera casi podía ver el mar allá abajo. No se detuvo. Las primeras gotas de lluvia cayeron en el momento en que entraba en la siguiente galería. Un impulso incontrolable le obligó a acelerar el paso, los guardianes a cada lado, más blancos allá arriba, protegidos de la lluvia, casi no le prestaban atención. Sólo se detuvo una vez más, sólo cuando había llegado. Ante sus ojos, con los brazos cruzados sobre el pecho, con dos grandes alas recogidas, de pie, apoyado sobre la piedra blanca, el pelo rizado sobre la frente, la piel suave y fría.... Él lo había llamado. Lo esculpió un tal Monteverde, pero había existido siempre. Frente a frente, pasaron minutos hasta que se atrevió a formular la pregunta... 

  • Dime... ¿quién soy? - La voz suplicaba una respuesta. Los ojos de la piedra se movieron un instante, como si los hubieran sacado de un largo sueño, de un lugar del que no querían regresar. Los labios grises permanecieron cerrados.
  • No eres nada... 

   La lluvia arreciaba cuando cruzó la arcada de camino al coche... No eres nada... Al sentarse tras el volante comenzó a llorar, en calma... No soy nada... Marcó un número en el teléfono. Tras tres tonos de llamada escuchó descolgar, ninguna voz respondió al otro lado...

  • Ojalá estuvieras aquí... Te echo de menos.

   Colgó. Arrancó el coche y se unió al tráfico que circulaba ignorando la respuesta. ¿A quién le importaba? Miró por el retrovisor... El reflejo de Staglieno se alejaba entre la lluvia.





[ Una persona me acompañó en mi visita a Staglieno, sin estar allí, a finales de verano de 2012... Caminó conmigo mientras yo me buscaba... No la olvidaré... Gracias por estar. ]

lunes, 9 de julio de 2012 0 comentarios

Julio

Atravesó la calle bajo el sol de principios de julio, estaba completamente desierta. A través de las ventanas abiertas se escuchaba el griterío ininteligible de los programas de sobremesa... arduo trabajo el de convertir personas en soberanos estúpidos. Estaba seguro de que ése era el problema más urgente hoy en día... la completa incapacidad de pensar del ser humano, su desmedida gilipollez. Los árboles que interrumpían la acera cada pocos metros apenas proyectaban una sombra donde cobijarse, todo a su alrededor ardía... joder, cómo odiaba el maldito verano. Cuando metió la llave en la cerradura de su portal se sintió aliviado. Una atmósfera un par de grados por debajo de la exterior le hizo sentir en el polo... Seguro que volvía a caer enfermo este año, vieja costumbre de perro flaco. Subió despacio las escaleras, inspiró el olor a madera gastada de cada escalón, observó las puertas cerradas que llevaban años sin abrirse en cada descansillo, disfrutó de un edificio esquelético y vacío excepto por su último piso, habitado por un tipo siempre extraño, hastiado de sí mismo, en ruinas.

Dentro de la buhardilla todo era desorden, los libros se amontonaban unos sobre otros en cualquier lugar. Algunos estaban gastados y malheridos, otros, nuevos y de brillantes lomos, apenas habían llegado a ser abiertos, otros, simplemente, se cubrían de polvo y tiempo arrojados en un rincón. Repartidos entre todos ellos, tickets de compra, objetos sin utilidad aparente, una caja de galletas vacía, una lámpara sin bombilla, restos de incienso quemado, vasos vacíos, botellas vacías, papeles manuscritos de frases tachadas... En el centro de la mesa la pantalla de un ordenador blanco, arrodillados bajo ella un teclado manoseado y un ratón. Arrojó el bolso en el suelo y se sentó en el sillón negro barato que esperaba paciente y en silencio frente a la pantalla. Comenzó a teclear...

"Una nube gris lo acompaña esta mañana. El resto del cielo está cubierto, pero él distingue su nube de entre todas las demás... Es la única que no llueve. La escucha temblar mientras se aguanta el agua. Decidió salir a caminar bajo la lluvia antes siquiera de retirar las cortinas de la ventana. Ésa noche tampoco había podido conciliar el sueño. Ahora camina por las calles que ha caminado mil veces, dobla las esquinas que ha doblado hasta perder la memoria. No tiene prisa. Ya no. Desde hace unos meses le ocurre algo curioso... ha caminado esas calles durante años, las conoce, forma parte de ellas, pero ahora, esta mañana, las mañanas anteriores, cada vez que sus ojos se cruzan con un lugar compartido contigo es ése su único recuerdo. Tu presencia ha borrado los años. En aquel banco estuvisteis sentados, en aquella mesa tomásteis café, bajo aquellos árboles anduvisteis... No importa que te hayas ido, no importa que no vayas a volver."

Retiró los dedos del teclado y se reclinó sobre el asiento mirando fijamente las palabras. Basura... Un golpe de tecla devolvió las frases al estercolero del que nunca debieron salir. Últimamente su mente se había convertido en un vertedero del que no surgía nada que no apestara. Se levantó y caminó unos minutos sin rumbo entre el laberinto de objetos que formaban pequeños caminos por toda la casa. Abrió un armario y sacó una botella de whisky. Ante la evidente escasez de vasos limpios decidió no usar ninguno, así que volvió a sentarse con ella en la mano y regresó a la pantalla en blanco. Al tiempo que tomaba el primer trago, una frase no tecleada comenzó a formarse...

- Me das vergüenza...

Todavía con la botella en los labios abrió los ojos de par en par. Notó el alcohol recorriéndole la garganta al mismo tiempo que un escalofrío le recorría la espalda. Se acercó un poco más.

- Eres un escritor mediocre, eres una persona mediocre... Deja de compadecerte, me das náuseas.

Cerró los ojos y se los masajeó con la mano libre, cuando volvió a abrirlos estaba frente a una pantalla en blanco de nuevo. Joder... realmente estaba volviéndose loco. Apoyó la botella sobre la mesa, clickeó sobre el icono de un sobre cerrado y comenzó a escribir...

" Hola pequeña... hoy me he movido por los mismos lugares, y una nube gris me acompañaba... Sabía que era la mía porque era la única que llovía... el día era soleado, ya sabes, esos de ojos entornados que me hacen tanto daño. He querido sentarme frente a aquella cristalera, he querido enterrar un momento sobre otro nuevo, he querido taparte con un instante y no he podido. He observado la misma mesa desde el otro lado, he odiado a todas las personas que, a su alrededor, habían tenido la desfachatez de dejarla vacía. He querido quedarme allí, de pie, y sólo he podido caminar. Me pregunto si sigues tomando café a todas horas, si terminaste aquel libro eterno, si sigues usando el perfume de aquella tarde, si te sigue costando tanto despertar en las horas pares... Me pregunto dónde estás. Te equivocaste, la rabia no pasó, sí me convertí en algo bastante peor de lo que era, el odio acabó siendo mejor amigo que los amigos. Te equivocaste. Has pisado mis recuerdos hasta reducirlos a uno sólo, hasta reducirlos a ti. Y te equivocaste, se puede vivir aplastado en el fondo del pozo, se puede uno alimentar de la carroña del alma hasta ponerse enfermo, se puede estar enfermo de anhelo y de nostalgia. Se puede echar tanto de menos que el echar de menos se convierte en aire para respirar. Existe la desesperanza interminable, existe el rechazo de los demás, existe el enfado aunque la vida sea corta... Existe la enfermedad que vomita palabras envenenadas, existe la cuarentena...

Estoy enfermo, necesito postrarme en cama, necesito una bocanada de sueños como los que perdí, necesito el aire que tú respiras. Necesito los días que me robaste, necesito el pedazo que me robaste. Tú... tú me diste la vida y me dejaste morir. Te odio... odio tu voz a mil kilómetros, odio tu fantasma del salón, odio tu cabello entre mi ropa, odio todo lo que me diste y luego te llevaste. Me odio... odio mi sarcasmo cabrón que se alimenta con rabia, odio mi mirada perdida, mi insomnio, mi resentimiento hacia esta puta vida. Odio echarte tanto de menos... "

Se levantó y se asomó a la ventana. Mirando hacia abajo trató de imaginar un salto al vacío. Con la botella aún en la mano, apoyó la frente contra el cristal. Cerró los ojos un segundo antes de que un espasmo deshiciese el nudo de su garganta... Un par de lágrimas se deslizaron lentas sobre el cristal mientras trataba de recuperar el aliento. Cuando consiguió hilvanar un par de respiraciones profundas, cuando se secó sin nada más que sus propias manos, se dejó caer agotado en el sillón ante la mesa. No releyó, no deshizo ni una frase escrita, simplemente escribió una dirección de correo electrónico en la casilla en blanco correspondiente y clickeó ENVIAR... Cuando el sistema le mostró la necesidad de adjuntar un ASUNTO, sólo escribió... "Me pregunto de qué color son hoy tus ojos..."
jueves, 5 de julio de 2012 0 comentarios

Sombras

Una sombra me persigue. Intento esquivarla por calles estrechas, plazas atestadas y cruces de caminos. He probado a cambiar de casa, de trabajo, he abandonado a mis amigos y también a la gente que odio. He cambiado de nombre, de aspecto... he volado miles de kilómetros... he conducido unos cientos. Una vez me asaltó el alivio de haberla perdido, y se sentó a mi lado en el andén mientras esperaba... otra vez me sentí solo en casa y ella me observaba dentro de un armario. Una sombra me persigue... ¿cómo esconderse cuando llega la noche y las luces se apagan?

Desconozco sus intenciones. No me habla. Solamente me mira. Le he gritado que se marche y no ha dejado de mirarme. A veces entra en mi cuerpo a través de la garganta y se tumba dentro de mi estómago. Durante horas me retuerce las entrañas y la oigo reír. Cuando me abandona, más tarde, sigue riendo. No tiene forma... en realidad sí la tiene, pero no siempre es la misma. A veces aparece como un yo oscuro que se arrastra por el suelo. Otras toma una forma de sobra conocida, de anhelo y nostalgia, de momento vivido. La forma de un cuerpo, de unas manos acariciadas... En los días grises sujeta mi hombro bajo la lluvia, cuando el sol entra por la ventana al alba, está tumbada en mi cama. Desconozco sus intenciones. No me habla. Sólamente me mira.

No dejo de huir... Una sombra me persigue... ¿cómo esconderse cuando llega la noche y las luces se apagan?
lunes, 25 de junio de 2012 0 comentarios

Podrido de latir

¿Cuánto tiempo se puede vivir con un corazón que no late? Un corazón detenido, sin sangre repartida por los rincones del cuerpo, con la piel pálida y las manos dormidas. Luchando por una pizca de aire a bocanadas. ¿Cuánto tiempo se puede vivir? ¿Cuánto cuando no se quiere continuar, cuando te sientes cansado, cuando el viaje se hace demasiado largo y lo más importante no está ya dentro de tu maleta? ¿Cuánto dolor se puede sentir cuando cada respiración cuesta una vida, cuando el mundo se ha detenido para reírse de ti, cuando delante del espejo sientes náuseas? ¿Cuánto cuando despertar en la mañana o en mitad de la noche es abrir los ojos en medio de una caída oscura y fría? Un corazón que no late es un invierno demasiado largo, es un tren atravesando el desierto sin próxima parada, sin andenes, sin cafetería. Es una estatua de sal barrida por el viento, un animal enjaulado, una migración de aves hacia el este. Es un álbum de fotos de rabia y odio, de pena y de lágrimas sujetas, es una caricia en un pecho vacío.

Cuando colgó el teléfono pensó en el vacío de la muerte. Intentó imaginar la nada absoluta, la falta de luz, la falta de olor, de tacto... Trató de pensar en la falta de tiempo, concebir no la eternidad, sino la inexistencia de un momento, la ausencia de instantes. No lo consiguió. Así que se quedó sentado en el suelo, con la cabeza agachada y las manos cruzadas sobre la nuca. Una oleada de rabia le hizo temblar la espalda y lloró como un crío. Era 24 de junio, se celebraba el triunfo de la luz sobre la oscuridad, y el jodido día se negaba a terminar. El pecho le temblaba con las sacudidas del llanto, volvía a ser un niño herido tras una caída... sólo que esta vez la herida era mucho más profunda. Cuando consiguió calmarse levantó la mirada, la habitación estaba en penumbra. Se asomó a la ventana y allá abajo estaba el pueblo que le vio crecer, en silencio. Joder... el atardecer era precioso, a lo lejos la silueta de la montaña, ya oscura, ensombrecía el perfil de la ciudad que anhelaba. Maldita sea, deberías estar aquí para verlo, a mi lado. Respiró profundamente una vez, otra... consiguió retener las lágrimas. Abrió el grifo del lavabo y metió la cabeza debajo, el agua helada le llenaba de aguijones la nuca, la dejó caer por su cara antes de secarse. Se miró en el espejo... Las ojeras, los ojos rojos, la barba sin afeitar durante días. ¿Cuánto tiempo se puede sobrevivir sin latidos?

Cuando bajó las escaleras, en el jardín todos charlaban y reían. Nadie se había dado cuenta de que el mundo había dejado de girar. "¡Ya creíamos que nos habías abandonado!" Forzó una sonrisa y se sentó. La conversación, la cena... todo estaba a millones de kilómetros... él estaba a millones de kilómetros. ¿Cuánto dolor se puede sentir inventando una sonrisa? La noche anterior el sueño y el cansancio le habían vencido dentro del coche, aparcado junto a la acera. El alcohol le había conducido a un ataque de soledad tan profundo que no había podido llegar a casa. Había dormido una hora sentado frente al volante y, al despertar, le asaltó la desesperanza con tanta urgencia que le mantuvo pegado al asiento hasta el amanecer. ¿Cuánto tiempo puede seguir latiendo un corazón que echa de menos? Los brindis precedieron a la despedida... por fin la despedida. Sólo dos personas se mantenían sentadas cuando bajó de nuevo las escaleras. Se sentó a su lado. La noche era cálida, estaba en silencio. ¿Cuántas veces puedes compartir el silencio con alguien sin sentir que la necesitas?
- ¿Estás bien?
- No...
- No estás solo.
- Sí lo estoy...
- No puedes seguir luchando eternamente por esto... - Silencio.- Estamos en la trinchera contigo.
- Lo sé...

Al día siguiente no acudió al trabajo, ni siquiera necesitó abrir los ojos para despertar porque no los había cerrado. Sólo dejó una nota en su casa... "¿Cuánta distancia hace falta para olvidar un corazón podrido de latir?"
















martes, 19 de junio de 2012 0 comentarios

Un recodo en el camino

   Imagina una piedra. Una piedra gris en un recodo del camino. ¿Es feliz? Lleva siglos ahí plantada. Erosionada por el viento y la lluvia, por el polvo y la hierba. Su aspecto ha cambiado a lo largo del tiempo. Cuando era joven sus aristas cortaban, herían, se enfrentaban al mundo que la rodeaba con tenaz rectitud, con dolorosa constancia. El paso de las estaciones la fue ablandando, puliendo, sacándole brillo. El viento comenzó a deslizarse suavemente por su cuerpo al sol. Poco a poco se hizo adulta. La lluvia hizo crecer musgo en su espalda, algunos animales hicieron nido bajo su pecho. La vida comenzó a bailar a su alrededor sin normas, sin medida. Luego llegaron hombres y mujeres, y de tanto caminar construyeron un camino. Ella se quedó plantada, sus raíces muertas hundidas en la tierra la mantenían constante y orgullosa en la vereda. Construyeron casas, levantaron puentes, trajeron el agua del río a sus espaldas y la bebieron. Tuvieron hijos y algunos se marcharon... otros siguieron construyendo casas, levantando puentes, y trayendo el agua del río a sus espaldas... Hoy los caminantes la rozan con sus pies, incluso a veces, alguno se atreve a sentarse sobre ella para recobrar el aliento, para quitarse la gorra manchada de polvo y sudor mientras el sol envejece su rostro. Han pasado mil estaciones, pasarán mil más... La vida se representa delante de ella, y ella sigue ahí plantada, ya sin aristas, sin el orgullo de herir la piel de quien se le acerca, sin el valor de impedir el paso del viento. Es sólo una piedra gris, anclada en un recodo del camino... ¿Es feliz?
viernes, 15 de junio de 2012 0 comentarios

Indiferencia

Me siento. Abro un libro pero no lo leo. Lo leo pero no de veras, las frases se forman en mi cabeza a medida que los ojos las recorren, pero estoy pensando en algo. Estoy encerrado en la jaula de un zoo. El día es gris, pero las familias se aprietan al otro lado de mis barrotes. Soy un animal exótico, un bicho raro, un ser extraño, una anomalía evolutiva digna de ser observada. Dentro de mi jaula tengo mi habitación, mis estanterías con libros y peliculas, mi televisión, mi cama. No puedo salir. La mayoría de los días no quiero salir. Observo a los observadores. La cara de asombro de los niños, la media sonrisa de los adultos... Su compasión, su incomprensión, su curiosidad. "Mirad a ese hombre..." Se dicen. Hombre... ¿Es eso lo que soy? ¿Es esa la manera académica de definirme? En la pequeña tablilla informativa frente a ellos, unas letras mayúsculas en color granate rezan... UN HOMBRE SOLO. La descripción bajo la primera frase... "Atrapado en las calles de Madrid una noche de julio mientras caminaba solo entre la multitud. Extraño especímen existente sólo en determinadas novelas y en alguna película sueca. Se caracteriza por su total indiferencia ante el mundo que le rodea, su desinterés absoluto por la vida real, a la cual añade como aderezo grandes cantidades de ideas equivocadas que le hacen el camino más llevadero. Apenas necesita dormir, apenas come. Generalmente está en silencio aunque algunas noches y al alba, se le escucha sollozar. Su alimentación, aunque ligera, es omnívora. De trato antisocial, puede llegar a ser peligroso si se convive demasiados días a su lado." En la esquina inferior derecha... POR FAVOR, NO ALIMENTEN A LOS ANIMALES. Paso las páginas como un autómata, en mi cabeza se forman imágenes de personas, recuerdos. Me pregunto si yo también seré un recuerdo para alguien. Cierro el libro y lo sujeto con ambas manos mientras miro a mi alrededor... Todo está en orden, entonces, ¿qué es lo que me inquieta? Siento una ansiedad sin causa, mi cabeza se mueve nerviosa, sin freno, de un lado a otro. Necesito levantarme. Me levanto. "Mirad, ¡se mueve!"... Como uno de esos tigres enjaulados que recorren su celda de izquierda a derecha, sin prisa y sin esperanza, así camino. No puedo dejar de pensar mientras lo hago, pero no reconozco lo que pienso. Cada vez que me acerco al final de la mitad de mi recorrido disminuye mi velocidad, a pocos centímetros de la pared giro, y camino en sentido opuesto. Una niña intenta tocarme desde detrás de los barrotes... su padre la estira del brazo con fuerza y la regaña. También está prohibido tocarme, es mejor así. Los médicos aún no han decidido si la desesperanza es contagiosa. Estoy enfermo. Paso una hora de un lado a otro de mi estancia, luego otra... y otra más. Los rostros que me observan van cambiando. Ha empezado a llover, se han ido, ha cesado la lluvia, han vuelto. Pronto echarán a los visitantes rezagados y cerrarán las puertas. Después caerá la noche. Esta noche no habrá Luna. Eso me entristece. Cuando la observo blanca allá arriba no puedo imaginar nada más hermoso. Me siento a mirarla y me pregunto qué artilugio la mantiene allí colgada... recuerdo a mi padre, cómo agujereaba el techo para sujetar las lámparas, subido a una vieja escalera desvencijada. Lo imagino enorme, sobre escalones enormes, manteniendo el equilibrio para colgar la Luna. Esta noche no habrá Luna. Recuerdo un día en que no la contemplé solo, cuando aún no era un animal exótico, ni un bicho raro, ni un ser extraño, ni una anomalía evolutiva digna de ser observada. Al menos no para todo el mundo. Ahora aquello es pasado. Ahora no importa... Me he sumido en la indiferencia.
viernes, 8 de junio de 2012 0 comentarios

Manhattan

- Hay tratamientos que pueden alargar el tiempo con una buena calidad de vida...
- ¿Cuánto tiempo?
- Cinco meses... quizá seis.
- ¿Y si no acepto el tratamiento?
- Eso no es una opción... Estás asustado, cualquiera lo estaría. Quiero que vayas a casa y hables con alguien. Llama a tus amigos, sal a tomar algo. Hace un buen día, camina un poco si lo prefieres, no tomes ninguna decisión precipitada.
- ¿Cuánto tiempo sin tratamiento?
- Quizá un mes, quizá un poco más... Sería doloroso, no puedes condenarte a eso. Tómate un par de días antes de decidir nada... te veré pasado mañana a la misma hora.
- Está bien.

  Se levantó del sillón despacio, sus movimientos se habían ralentizado al mismo tiempo que los pensamientos se agolpaban en su cabeza. Cuando alcanzó la calle notó el calor del sol de mediodía, el olor a tráfico y a asfalto recalentado... La ciudad respiraba repleta de personas que caminan hacia sus trabajos, toman café, se cruzan sin mirarse y se miran furtivamente sin cruzarse... Caminó sin prestar atención a nada de todo aquello, con la mirada en sus propios zapatos, que se adelantaban a su cuerpo como seres individuales sin rumbo definido. Pensaba en los seis días de vacaciones que tenía planeados para dentro de dos semanas. Seis días solo en aquella casa de madera en el valle... Seis días para leer, escuchar música, caminar, tomar aire... Pensaba en que quizá en aquel valle se pudiera disfrutar aún de un cielo gris a estas alturas del año, quizá unas gotas de lluvia... Pensaba en la cocina de fogones oscuros, en la cama deshecha, en el camino que conducía hacia la puerta... Pensaba en el olor de la chimenea, encendida sólo para olerlo... En el sonido de los grillos, en el de la grava suelta al pisarla cuando llegas con el coche, en el cuadro colgado sobre el tresillo y en cuando lo colgó allí. Pensaba en la gran pantalla de televisión donde había visto tanto cine en blanco y negro, solo y no tan solo.

   Cuando levantó la cabeza no sabía dónde se encontraba. Había perdido la noción del tiempo... tenía hambre. Al otro lado de la calle entró en una cafetería. Pidió un sandwich de pollo y una cerveza. Era uno de esos bares de Madrid con camarero en camisa blanca y pantalón negro, uno de esos en los que nunca había comido hasta ahora. Estaba casi vacío. Sólo dos hombres se apoyaban en la esquina opuesta de la barra, parecían ser habituales, no necesitaban llamar para tener una copa de lo mismo entre las manos. Cuando le sirvieron se sentó en la única mesa que se apoyaba en el cristal que daba a la calle. Comió despacio, bebió despacio, pensó despacio... Tenía treinta y cinco años, un trabajo que le ayudaba a sobrevivir con relativa calma pero que no le pagaba con tiempo suficiente, un piso alquilado, el recuerdo de viajes a lugares no demasiado lejanos, una casa de madera en un valle... Cuando a uno le anuncian que va a morir, como un puñetazo en el estómago, como una arcada inesperada sin náusea previa, todo se vuelve gaseoso. Se flota, las manos dejan de tocar, los pies de rozar el suelo... Pensó en sus amigos, sólo tenía hermanos gracias a ellos... Pensó en sus padres, en cómo se habían marchado demasiado pronto, ¿o acaso existe alguno que no se fuera de ese modo? La mesa estaba fría, al terminar la comida apuró la cerveza y recordó cuando su sabor amargo no le gustaba... Pidió café, también amargo, y cuando le calentaba las manos miró hacia fuera. Debían de ser casi las tres, vio pasar a un par de críos de unos doce años con el uniforme de la escuela, luego pasó un anciano, caminaba erguido mirando al frente, decidido a llegar a dónde quiera que fuera... después pasó un gato, gris claro con rayas negras en el lomo, él no parecía tan decidido... dudaba entre un par de bolsas de basura apoyadas contra el contenedor, o descubrir los secretos ocultos bajo su tapa verde. Se decidió por las bolsas... cobarde. Eso le mantendría vivo.

   Como seguía sin saber dónde se encontraba paró un taxi. Le dio la dirección de su casa y le dijo que no se apresurara. El taxista entrecerró los ojos en el retrovisor pero no dijo nada. Se dedicó a ver pasar la ciudad a través de la ventanilla, esa ciudad a la que siempre había regresado, como todos los fugitivos. Contemplar las calles dentro de un coche la convertía en un escenario. Los actores se movían demasiado deprisa y sólo se descubría una parte mínima de su actuación... un papel corto, un papel pequeño. Algunos fumaban sentados en un pequeño parque, otros salían cargados de bolsas de cualquier tienda, algunos discutían por estupideces, otros discutían por cosas importantes. Incluso había algunos que únicamente caminaban. Éstos eran los únicos que le hacían girar la cabeza para contemplar un segundo más de comedia, arrancarles un momento más de actuación cuando el telón casi caía. Vio los edificios deslizarse ante sus ojos guardando más funciones detrás de las paredes, algunas estaban en pleno entreacto, los espectadores habían aprovechado para ir al baño. Pero otras se representaban ante las ventanas en pleno nudo o casi en el desenlace. Cuando el taxi giró y se detuvo ante el portal, apareció ante sus ojos un enorme THE END... gris sobre fondo negro.

   Abrió la puerta de madera blanca y entró en el salón. Se sentó en el sillón después de colocar en el reproductor una nueva historia en blanco y negro, una historia de oportunidad perdida, de vida interrumpida por estupidez, por limitaciones autoimpuestas, por profecías autocumplidas... Comenzaron a sonar las notas de Rhapsody in Blue mientras Nueva York mostraba su suciedad y su gloria en la pantalla, mezcladas en una serie de imágenes que podían llegar a ser dolorosas... En aquel momento Allen sabía lo que hacía. Durante poco más de hora y media sólo pudo pensar en cine, en gran ciudad...

   Cuando la película hubo terminado se estiró hacia el teléfono y marcó despacio nueve números. Escuchó tranquilo el sonido de llamada e imaginó lo que estaría ocurriendo al otro lado... aunque realmente fuera un misterio para él. Una voz de mujer contestó...

- ¿Sí?
- Hola... Esta noche ponen Melancolía en el 27.
- No me la perdería por nada del mundo... ¿Cómo estás? - Seguro que sonreía...
- Como siempre, ya sabes... Dentro de dos semanas tengo pensado marcharme unos días a la casa. Creo que leeré un poco, me tumbaré, leeré un poco más, e incluso puede que me quede dormido.
- Podrías escribir algo.
- Sí, es cierto.... pero ya no sé escribir.
- Casi dos años sin escucharte y me tengo que enterar en la tercera frase de que has perdido un don... podrías haber esperado un poco para dar las malas noticias. - Ahora sí que sonreía. - Me alegro de oírte.
- Sólo llamaba para saber cómo estás.
- Estoy bien, estoy tranquila...
- Me alegro... Hoy he caminado sin rumbo durante unas horas por la ciudad, eso todavía sé hacerlo. -Ahora el que sonreía era él.
- Vaya, eso demuestra que todavía puedes salvarte... no te puedo dejar solo.
- Procuro evitarlo, la condena eterna es demasiado tentadora, me he decidido por ella. A partir de hoy me declaro amante del pecado capital siempre que sea realmente capital... - Se oyó una risa al otro lado de la línea.
- Deberíamos vernos...
- Sí... deberíamos.
- ¿Crees que podrías tomar un café conmigo antes de marcharte?
- Desde luego...
- Te llamaré la semana que viene, quiero contarte muchas cosas. ¿Recuerdas el lugar?
- Lo recuerdo.
- Nos veremos allí el miércoles, te llamaré para confirmarte la hora, ¿vale?... Te echaba de menos.
- Yo a ti también... lo siento.
- Bueno, me lo compensarás. Cuídate hasta entonces, ¿de acuerdo?
- Descuida, lo haré... Un beso.
- Ciao...

   Colgó el teléfono y miró a su alrededor. Lo mejor sería darse una ducha. Cuando notó el agua caliente sobre su piel se relajó del todo. Siempre agua caliente, demasiado caliente, incluso cuando fuera se sudaba en pleno verano. Se secó ante el espejo empañado viendo una imagen borrosa de sí mismo, antes de abrir el armario y coger un bote de plástico blanco. Volvió al sillón, se sentó en la postura de siempre y eligió el canal menos cargado de banalidades que pudo encontrar.... Una a una fue tragando las pastillas blancas, hasta que se quedó dormido.



sábado, 2 de junio de 2012 0 comentarios

Junio

   "Piensas demasiado..." La frase se repetía una y otra vez en su cabeza, como una grabación insistente cuyo propósito era una causa perdida. Llevaba todo el día repoblando su entorno con sonrisas fingidas, escuchando frases que le producían nauseas saliendo de personas a las que despreciaba... Personas vulgares, personas normales, con problemas insignificantes, hormonados en sus cerebros vacíos hasta convertirse en problemas desproporcionados sólo para ellos. La capacidad de masticar el desprecio y tragarlo clandestinamente, mientras lo sazonaba con palabras de comprensión y ánimo, la había ido perfeccionando con el paso de los años hasta convertirla en una suerte de arte de tragar bilis con disimulo. Había terminado por preferir la soledad. Tantas noches, tantos días huyendo de ella, para encontrarse cómodo en sus brazos... La vida tiene un punto de ironía... "Piensas demasiado..."

   Detuvo el coche con brusquedad justo delante de la cancela de entrada. Parecía que la calle estaba libre de vecinos, pero esperó un par de minutos para asegurarse... Al fin descendió a la calle desierta, introdujo la llave en la cerradura, y entró en su mundo ordenado hacía un par de días en un arrebato de búsqueda y de sacar la basura. Toda la basura. En algún panfleto infame de New Age había leído que el primer paso para ordenar la mente era ordenar el jodido salón de casa... Malditos vendedores de humo... Aunque debía reconocer que el ejercicio de sacar brillo a muebles baratos le había hecho detener por unas horas el pensamiento... "Piensas demasiado..." La consecuencia era que desde anteayer, los libros estaban en su lugar, los papeles sobre la mesa habían desaparecido y al fin se podía entrar en la cocina. Así que entró en su ordenado mundo para ponerse un whisky con hielo... Abrazado a él se sentó en el sillón y encendió la tele. Repasó mentalmente, entre sorbo y sorbo, todas las posibilidades de ver buen cine que le miraban desde la estantería... Se decidió por Bergman... Fresas Salvajes... Por qué no vagar un poco entre la mente atormentada de otro antes de ir a dormir... Dormir, una estúpida sonrisa, esta vez no fingida pero igual de lamentable, se dibujó en su cara. Llevaba más de seis meses sin pegar ojo más de tres puñeteras horas diarias. Sus ojos se habían hundido, y su barba, sin afeitar desde hacía más de una semana, le daba el aspecto justo de fracaso como para que nadie se preguntara qué hacía ese tipo con un whisky en la mano. Lo extraño para cualquier observador externo sería por qué demonios no tomaba algo más fuerte.

   Trató de concentrarse en el viaje en coche del acabado profesor Isak Borg, muerto en vida, mientras se levantaba cada vez que necesitaba llenar el vaso. Al tercer parón comprendió que valía más la pena dejar la botella a su lado, en lugar de emprender viajes cada vez más a la deriva hacia la cocina. Al colocar las piernas encima de ella, uno de los libros colocados sobre la mesa, cayó al suelo dejando entrever la esquina de un marcador de página bastante particular. Recordó el momento en que decidió usar la foto de ella para marcar precisamente ese libro. "Déjame en paz... no te necesito..." En la pantalla, el bueno y estúpido de Isak recibía su sentencia... Su cicerón pronunciaba una frase... ¿La condena? Supongo que la misma de siempre... la soledad. Pobre Isak, tenían que explicárselo todo.

   Cerró los ojos un segundo, se sentía mareado. No había comido nada en todo el día, y el alcohol comenzaba a cumplir la misión encomendada cada noche. Llegaba el momento de dejar de pensar... o de comenzar a pensar con lucidez. Afuera la noche se derramaba sudorosa y sucia, llamaba a la ventana con sus nudillos gastados de tanto ser usada... la abrió para dejarla entrar. Y cuando volvió al sillón el vaso ya no era necesario, la botella se ofrecía directa y llena de lujuria para que la tomara. Miró a su alrededor... joder, la verdad es que estaba todo asquerosamente limpio. Dejó de prestar atención a las imágenes en blanco y negro y recogió el libro del suelo. Lo abrió por el lugar en que asomaba esa maldita esquina de fotografía... había una frase subrayada con mano firme y bolígrafo negro... Tu vida no ha de ser superficial y tonta, porque sepas que tu lucha ha de ser estéril... Ése Hesse descarado, insolente, malnacido un dos de julio cien años antes, se atrevía a decirle siempre lo que no quería oír. Un alemán muerto sabía más de él que él mismo. Arrojó el libro sobre la mesa y sujetó la foto. "Piensas demasiado..." Una especie de corriente eléctrica subió desde ella a través de sus dedos, a través de su brazo, hasta alcanzar sus ojos cerrados... Los abrió para volver a mirarla. "¿Cómo te atreves a decir que se ha esfumado? No te necesito, puedes largarte cuando quieras... Mírame, ¿no lo ves? Me basto a mí mismo para seguir adelante... ¿Por qué tuviste que llegar?" 


   Se levantó tambaleante por última vez esta noche, los créditos desfilaban por la pantalla lentos e ilegibles. Apoyado en el respaldo del sillón consiguió abrir la puerta hacia la escalera y su dormitorio. A su espalda se verían toda la noche unas cuantas luces encendidas apoyadas por el resplandor de una pantalla en blanco  negro. Subió la escalera agarrado a la barandilla como si fuera su salvavidas, llegó al dormitorio donde le esperaba la misma cama deshecha y se tumbó boca abajo. Levantó la mano izquierda y puso la foto frente a sus ojos. Afuera se oía el aullido de los perros del vecindario pero esta noche nada le quitaría el sueño. "Te odio... No me importas, nunca lo has hecho... Ya no... ¿Cómo coño querías que afrontara esto?" Unos ojos multicolor le devolvían la mirada en silencio desde el papel. Dejó caer la cabeza al fin en la almohada y se durmió a su lado.

sábado, 19 de mayo de 2012 0 comentarios

Momentos

   Quiero guardar momentos en un tarro, en una lata... Vivir uno de ellos, guardarlo en el recuerdo y, al llegar a casa, ponerlo en un tarro de cristal y encerrarlo bajo una tapa enroscada deprisa para que no se escape nada de él. Luego almacenarlos en un armario de madera antigua y clasificarlos... Buenos, malos, inolvidables, melancólicos, grises, rojos... Todos ellos alineados como un pequeño listado de una vida. Podría agruparlos en capítulos cronológicos... Infancia, adolescencia, madurez, vejez... muerte. Quizá alguien pudiera guardar el momento de la muerte, para poder regresar y morir unas cuantas veces. Es posible incluso que en cada estantería colocara el nombre de una persona... momentos con Manuel, con Javi, solo, contigo... O puede ser que los nombres fueran de lugares... Madrid, Barcelona, Lisboa, mi casa, tu casa....

   Y así, cada vez que necesitara un momento porque no vivo un momento, me levantaría del sillón, de la cama, abriría el armario de madera antigua y desenroscaría la tapa de uno de ellos. Con mucho cuidado para que no se escapara ninguna sensación, ningún sonido, ningún olor, ningún color... Imaginaos un recuerdo sin olores, sin sonido, como una película muda en la que nadie coloca el texto para saber lo que está pasando. Serían momentos perdidos que provocarían el dolor de sentir solo una parte. Los que pensara revivir en más ocasiones estarían guardados en recipientes más grandes, para que la pérdida cada vez que se abren no consiguiera agotarlos. Al abrirlos volvería a estar allí, o aquí... volvería a estar contigo, o sin ti... No podría quedarme más que un tiempo breve. Los momentos son delicados, esquivos, si se mantienen demasiado tiempo fuera de sus tarros se descomponen, se corrompen mezclándose con el momento de abrirlos... Podría idear una habitación estéril de instantes, fuera del tiempo, en la que colocar mi armario. Una habitación cerrada por una gruesa puerta de acero, con una clave secreta que cambiaría cada día. Nadie podría entrar, porque entonces me conocería.

   Si todos los frascos se abriesen al mismo tiempo, en el centro de mi habitación estéril una nube de minutos vividos se formaría como una tormenta, violenta como el instante en que surgió la vida. De su viento y sus relámpagos brillantes aparecería una sola figura, una figura que se iría haciendo visible a medida que se disipase el fragor de la lluvia. Una figura compuesta de lugares, de nombres, de mí, de ti... Inevitablemente sería yo.
jueves, 17 de mayo de 2012 0 comentarios

Lisboa V

  El puente rojo recortado sobre el cielo gris enmarca el aire pesado de finales de la primavera. Una brisa templada recorre la terraza frente al museo, y se lleva el humo del cigarrillo casi consumido con demasiada calma. Está rodeado de voces en idiomas extraños, pero no se siente fuera de lugar. La cerveza fría ayuda, rubia, a encarar la ciudad, su último día, con un poco menos de nostalgia. La soledad hace crecer en mayor medida. Al menos la vida no ha sido excesivamente cruel con la herida abierta, o quizá haya sido él mismo el que por fin ha mirado hacia dentro, ha encontrado algo, algún modo de saborear la ausencia, de masticar el vacío, tragarlo y hacerlo digerible.

  Un Cristo alado observa desde la otra orilla, con pretensiones de grandeza inacabadas. Los turistas, con sus rostros pálidos, comparten, leen, sonríen sin tener ni idea.  No sienten el momento... Comen, beben... Cámaras oscuras sobre las mesas blancas hablan de formas de escuchar un río, una desembocadura, una piedra tallada y almacenada a la espalda junto con pinturas mágicas en salas vacías. Él es diferente a todos ellos. Navegando por los días siempre solo, por caminos diferentes, sólo compartidos en el espacio pero nunca nada más. Sin las banalidades obscenas de una existencia pueril y tan feliz que da envidia vivirla.

  No existe el lugar adecuado para él entre todos ellos. Ha de recogerse y mantener el muro levantado, vigilado por soldados armados, el puente levadizo siempre arriba... ¿Por qué mostrar los secretos que nadie sabrá compartir? ¿Por qué franquear la entrada a quien se sentará a la mesa sólo para saborear olores nuevos, diferentes, de los que acabará harto, saciado y enfermo?

  Ellos se mueven, charlan por sus teléfonos muertos, toman sus vasos con manos que sólo sienten cristal y miran con ojos que sólo ven verde en la hierba... La lluvia se acerca, se huele, y ellos sacarán sus paraguas para no mojarse... insensatos. Y mirarán extrañados su paso lento, su frente empapada de lluvia de mayo, mientras se refugian en su propia vida y encierran su alma en rutina enferma. Leen pero no comprenden, y algunos ni siquiera saben leer. Son aves con alas cortas y estómagos llenos que nunca emprenden el vuelo, condenadas a vivir en tierra, ocupadas en encontrar su grano y dormir pronto su noche. Saciados de vida simple, de hambre saciada y sin más hambre.

  La cerveza apurada exige un movimiento urgente. Se marcha solo entre gente, hacia las calles estrechas de esta ciudad en ruinas, con fachadas descoloridas, con ginja, faro, puentes de metal rojo y veleros atracados. Rodeado de un muro elegido, así camina...
lunes, 7 de mayo de 2012 0 comentarios

Lisboa I

El olor del agua, entre dulce y salado, invadía todo el paseo. Acababa de descubrir que las desembocaduras desprenden un aroma muy especial. Una especie de final en un camino nacido a mil kilómetros, un éxtasis en el que el río se ensancha para recibir la recompensa del sabor salado. Los veleros desfilaban frente a las rocas sobre las que estaba sentado, y la música y el baile de un grupo callejero de africanos, en la Plaza del Comercio, a su espalda, le daban a la realidad el toque justo de magia.

Era agradable estar solo entre tanta gente. Esa misma mañana había llegado a Lisboa y se había sentado en ese mismo lugar con la maleta al lado. En aquel primer encuentro la ciudad dormía al amanecer. Caminar con ella a su merced, loos edificios silenciosos con sus fachadas de azulejos destartalados, sólo para él, había sido un ejercicio de liberación para su nostalgia demasiado reconfortante. Ahora se dedicaba a contemplar el movimiento del agua en la orilla y a respirar el aire y la vida que lo rodeaban.

Después de dejar su maleta en el estudio y tomar un par de tazas de café, se había apresurado a caminar durante todo el día. Llegar a una ciudad nueva y perderse sin rumbo por las calles, sin esperar nada a cambio, descubriendo cada esquina, cada recodo, observándolo todo por primera vez. Decidir si es un buen lugar para vivir... O para morir. Saberse de paso y sin urgencias. Cargar la maleta con un nuevo lugar quizá definitivo, quizá demasiado breve.

La música de los africanos se detuvo por un momento mientras ellos descansaban. A su espalda la plaza se abría dolorosamente amplia hacia el río. Con sus arcadas y su gran arco central, por el que las personas se dirigían al Rossio, sólo un poco más arriba. Todo daba la sensación de abrazarle. Los rayos de sol, ya cerca del ocaso, reponían el calor que la brisa robaba. La misma brisa que sustentaba el vuelo carroñero de las gaviotas civilizadas, la misma que empujaba las velas de los barcos sacados de puerto los domingos...


Un momento inesperado, un arañazo que le atravesó el pecho, un destello luminoso en medio de la frente, y conoció el sabor de algo nuevo. Un par de lágrimas, sólo dos, quizá una más, nadie iba a detenerse a contarlas, sin pedir permiso aparecieron, nocturnas y alevosas bajo las gafas de sol. No eran como las demás, no como fueron todas las anteriores, no como serían las de la madrugada... Éstas eran claras, con un pequeño toque de azul, con un pequeño, pequeñísimo, color de esperanza, de paz, de pausa en la agonía nostálgica del echar de menos. Liberado de ataduras, de miedos y congojas, aprendió cuánto se puede acercar alguien a ser feliz mientras espera. Y deseó que ese momento fuera eterno, si ya no lo era, decidió, a su pesar, quedarse a vivir en él, en una pequeña casa de madera rodeada de bosque verde, justo en el centro de ese instante. Con un pequeño toque de impaciencia, con una pizca de añoranza de lo que ocurrirá mañana cuando se sabe que va a ocurrir. Esa pequeña incsertidumbre de que el mundo cambie su giro cuando se sabe que no lo cambiará. Ése fue el momento que más cerca estaría nunca de la felicidad absoluta, pura y sin esquinas.

Se levantó y caminó despacio, bajo el sol, hacia ninguna parte. Se dirigía sin saberlo, ingenuo entre los ingenuos, hacia la mayor amargura durante la madrugada, hacia un despertar de lágrimas negras durante la noche.

Dejémosle pues tranquilo, atado en ese instante...
domingo, 29 de abril de 2012 0 comentarios

Autobuses vacíos

   El reflejo en el cristal le devolvió su mirada salpicada de gotas de lluvia. Una mirada enmarcada entre arrugas de vejez prematura, una mirada vivida antes de tiempo a base de noches en vela y viajes interminables sin rumbo definido... sin destino. El viaje de hoy, el que había comenzado dos horas antes, al subir a aquel autobús, este viaje no carecía de punto de llegada conocido. Esta vez conocía el lugar y conocía la hora que, impacientes, anhelaban verlo aparecer. Lo más novedoso, lo más inquietante, lo aterrador, era la sensación de que esta vez, este viaje a través de la lluvia, también le conducía a él, a él, a través del anhelo de un encuentro mil veces aplazado.


   Lo acompañaban atravesando este día gris otros tres viajeros, cada uno con su historia en una maleta sobre sus cabezas. Un hombre delgado, excesivamente delgado, se había sentado dos filas delante de él. Tenía unos setenta años y, desautorizando a su aspecto de debilidad, irradiaba fuerza en sus movimientos. Al colocar la maleta sobre su asiento habían intercambiado una leve inclinación de cabeza, y un destello brillante en la mirada del viejo había despertado su interés. Parece que no era el único que necesitaba hacer este viaje.


   Las otras dos personas que les acompañaban formaban una pareja de mediana edad, con un par de vidas conjuntas y descafeinadas en apariencia... pero sólo en apariencia. Bastaron para demostrarlo los menos de dos minutos que tardaron en acomodarse... de debajo de la chaqueta de él, apareció el periódico deportivo de la mañana, con sus fotografías a todo color y sus titulares mal redactados... del bolso de ella surgió un volumen gris y manoseado del “Ulises” de Joyce, que siguió siendo devorado por enésima vez con un hombro apoyado contra la ventanilla que lo protegía de la lluvia. Imaginó tardes de domingo con transistor en una habitación, mientras en la de al lado otra persona viajaba lejos, quizá también sin rumbo ni destino. Las razones que conducen a determinadas vidas a cruzarse y mantenerse juntas en el camino eran, un misterio tan insondable para él como el origen del universo para otros.


   Esa mañana el autobús les conducía a todos ellos al mismo lugar, pero todos y cada uno viajaban en un tiempo diferente. Cerró los ojos con la cabeza recostada contra el cristal. Intentaba revivir solamente una cosa, solamente un momento... Una mirada que bailaba entre el gris y el marrón se le clavó en medio de la oscuridad. Se dejó llevar buscando un olor desesperadamente recordado en otro tiempo, deseado hasta rozar la locura un poco más adelante, y asumido como suyo, como parte de él mismo, de su vida, esta mañana de martes. El olor de una piel apenas acariciada, tan suave y tan ajena que le dolía como propia.


   Le sacó de la ensoñación la voz del anciano. Cuando abrió los ojos apoyaba el brazo en el respaldo del asiento delante del suyo.

-  ¿Puedo sentarme?
-  Claro. - Se recolocó en el asiento y retiró del de al lado el bolso con el ordenador. El viejo se sentó.
-  Hace años odiaba viajar solo... creo que deseaba compartir todo lo que veía. Pero uno se hace viejo y se da cuenta de que los demás ojos siempre miran de forma diferente a los de uno mismo, así que decidí quedarme a solas con lo mío. La soledad es agradable, pero a veces tengo que huir de ella... me llamo Héctor. - Le tendió la mano, que él estrechó temeroso de romperla.
-  Yo soy Luis...
-  Encantado de conocerte Luis. Siento mucho haber interrumpido tus pensamientos, pero necesitaba una tabla de salvación por unos minutos.
-  ¿De qué necesita salvarse dentro de un autobús vacío?
-  ¡Buena pregunta! - Sonrió dejando ver sus dientes gastados de fumador de años. - La verdad es que quizá sea de eso de lo que pretendía salvarme, un autobús vacío suena demasiado tentador... La consecuencia es que ahora estoy sentado a tu lado... Lo que nos lleva a los lugares empieza a perder importancia justo en el momento en que llegamos allí, ¿no es cierto? - Rió abiertamente al mismo tiempo que la lectora de Joyce volvía con curiosidad la mirada.
-  Ojalá lo fuera... - Luis sonrió mientras se giraba un segundo de nuevo hacia el paisaje que desfilaba al otro lado de la carretera.  Seguía lloviendo, y no parecía cercana la posibilidad de que dejara de hacerlo. Su atracción por los días grises desde niño, siempre le había acarreado miradas de desconfianza. Es difícil de aceptar que haya seres humanos que se sienten cómodos mojándose bajo la lluvia, cuando la vida está programada para brillar bajo la luz del sol. - Pero lo que me ha traído a mí hasta este asiento no hace más que cobrar importancia a medida que transcurre el tiempo.
-  Bueno, siempre hay excepciones, querido Luis, y me temo que tienes ojos de excepción a muchas reglas. - Lo miró fijamente hasta casi hacerlo sentir incómodo... mantuvo la mirada unos segundos más antes de comenzar a sonreír. - Algunas cosas no se pueden ocultar tras una mirada, y los deseos son una de ellas.


   El autobús fue aminorando poco a poco su velocidad hasta entrar en una gasolinera de carretera secundaria, con una pequeña cafetería al lado. Héctor se levantó con soltura y cogió su chaqueta del portamaletas antes de salir. Luis esperó unos minutos para controlar la sensación de irrealidad que le había asaltado junto a las palabras del viejo. Un café le ayudaría a despertar. No se apresuró al salir del autobús, dejó que las gotas de lluvia fría de otoño le golpearan la cara mientras caminaba despacio hacia la cafetería. En una de las mesas, junto a la ventana, se sentaba la pareja. Él con el periódico abierto, ella con una taza de café caliente abrazada entre los dedos, miraba hacia el exterior. Se sentó en la barra y pidió café. Excepto por el sonido de las noticias que escupía el televisor, reinaba el silencio. Vio a Héctor sentado en una mesa en el rincón más alejado de la puerta, leía delante de una magdalena y un par de tostadas. Con su café en la mano se sentó a su lado. El viejo no levantó la mirada del libro, las gafas de pasta negra casi en la punta de la nariz le daban un aire abstraído y concentrado.

-  ¿Qué le hace seguir viajando Héctor?
-  Bueno, éste será mi último viaje. - Dijo sin levantar la mirada. - Pero siempre me ha movido lo mismo que a ti... el deseo. De encontrar un lugar, de encontrarme con alguien, de encontrarme a mí... - Lo miraba por encima de las gafas.
-  ¿Qué quiere decir que será el último viaje?
-  Cuando llegue a mi destino moriré. - Lo dijo de un modo tan seco e inesperado, tan crudo y tan en silencio, que Luis sintió un escalofrío.
-  ¿Cómo lo sabe?
-  Es muy fácil de saber cuando es uno mismo el que elige el lugar y la hora. - Dejó el libro sobre la mesa y miró hacia el aparcamiento sin ver lo que allí había. - No me queda más camino por recorrer, Luis. Y no me apetece pasar demasiado tiempo en el destino. La vida es un viaje demasiado corto como para no disfrutarlo... cada parada, cada estación, cada momento. Pero una vez que llegamos al final de la vía, cuando nos toca detener el cambio, cuando hemos de apearnos en el andén, bajar las maletas y recogernos bajo un techo acogedor, entre paredes calientes, en ese momento, no tiene sentido. Moriré mañana a las siete en punto de la tarde, en un banco con letras grabadas hace mucho tiempo, bajo la lluvia. - Su mirada regresó al mundo sólo para clavarse en él. - Todavía hay gente que no comprende que lo importante es el viaje, no el destino.


   Se levantó dejando el desayuno intacto y caminó solo hasta el autobús... Sin prisa, dejando que las gotas frías de lluvia de otoño le golpearan la cara, mientras Luis lo contemplaba desde el otro lado de la ventana, desde la mitad del camino.


   Ya sentados de nuevo en su lugar, el autobús reanudó la marcha. Quedaban un par de horas más de viaje, y se puso a pensar que quizá las distancias que nos separan de algunos momentos no son físicas, no son los kilómetros de asfalto, no son las horas de viaje... son las distancias que nosotros construimos en altos muros de temor, de vergüenza, de miedo a que algo suceda, de miedo a nuestra propia debilidad. Esos momentos aplazados, alejados por nuestra decisión absurda, quizá sean los únicos que hagan que el tren no se detenga. Eso ya lo había intuido hacía dos días, cuando sentado en un café de Madrid, delante de un sillón vacío, recordó que su vagón había ido mucho más deprisa una vez, en ese mismo lugar, pero sin sillones vacíos. La búsqueda de la soledad, enfermiza, en lugar de librarle del lastre de la compañía, en lugar de aligerarle y permitirle volar más fácilmente, en lugar de eso... en lugar de eso le lastraba. Durante años, la soledad mal entendida le había pesado en la espalda, sobre los hombros, había hecho más pesado el caminar... y más lento.


   La lectora de Joyce le miraba con curiosidad desde su asiento y le sonrió. Todas las personas que viajamos por este mundo solos sabemos reconocernos. Pero había llegado el día en que necesitaba escapar de las noches en vela, de los jardines caminados en tardes de otoño... Héctor dormía con las manos sobre las piernas, la respiración profunda, pausada, las arrugas de la piel, las manchas en la frente... Él no era demasiado distinto de ese hombre. Sus propios ojos le devolvieron la comprensión desde el cristal de la ventanilla. Sus propios labios le hablaron con un susurro...

-  Tú no eres ese hombre...
-  Quizá llegue un día a serlo...
-  Envidias el control que los demás ejercen sobre sus propias vidas, anhelas recorrer los senderos que has elegido, pero no te das cuenta de que nadie tiene poder más que para elegir cuándo ha llegado... elegir la hora y el lugar es el máximo control al que puedes aspirar...


   Se quedó dormido...


   Abrió los ojos en el momento en que el autobús entraba en la estación. La lluvia había cesado, pero las nubes seguían cerradas en una cúpula gris que gritaba que no habían concluido su trabajo. Sólo una figura esperaba bajo la marquesina de la estación desierta. Sintió cómo la sangre latía en su cabeza. Se levantó para recoger su maleta mientras notaba el temblor de sus manos y tuvo que detenerse para respirar profundamente. La distancia hoy había desaparecido, tras años de obstinada construcción de muros, tras años de defensa de una atalaya vacía, tras años de miedo y de vergüenza... No había ropa en la maleta... sólo libros... y cine... acumulados para llenar el castillo que hoy capitulaba. Serían los testigos mudos, algunos nunca más leídos ni vistos, de la rendición. Al bajar los peldaños que conducían al andén se sintió tranquilo. Muy despacio, dio la vuelta al autobús para encontrarse con una mirada que bailaba entre el gris y el marrón, con un olor asumido como suyo, con una piel tan ajena que le dolía como propia. Cuando estuvo frente a ella dejó caer la maleta a su lado. Jugueteaba con una moneda de diez florines, garante de que otra vez la distancia también había sido cero. Una sonrisa triste, nostálgica y esperanzada, una sonrisa que aceptaba al fin que los días grises pueden ser disfrutados y devorados con la misma ansiedad que los días brillantes, se asomó a sus labios. Y fue imitada por otros labios frente a los suyos...

-  Hola pequeña...

 
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