viernes, 8 de noviembre de 2013

Digerido

   A veces hay días extraños, que amanecen grises en las cortinas, que te sujetan contra la cama intranquilo. Esos días sientes una losa justo en la base de la garganta, una lápida que entierra algo que no reconoces pero que quiere salir, y empuja fuerte hacia arriba y araña. Y el pulso se acelera cuando se le supone dormido, en una carrera de obstáculos que empieza en la ducha y continúa con los pantalones. Y el sonido de la puerta al cerrarse a tu espalda disfraza la angustia con una fina túnica de miedo, que te viste suave pero pesa. En esos días todo parece una señal, abres un libro y una frase te lanza un directo a la mandíbula porque, qué coño, está escrita para ti y para hoy. Y le atribuyes a la persona que te la ha regalado una suerte de visión del más allá, de tu historia, del embarque y del destino. Eso te consuela por un rato, pensar que no eres responsable de la mierda que pisas es reconfortante, pero la pisas y… ¿quién la va a limpiar?

   La calle era un plató esta mañana, he buscado las cámaras, he abierto el buzón por si me habían dejado el guión de madrugada, pero estaba vacío. Tampoco estaba tu carta. Así que he decidido seguir con la farsa, descubrir si reponían Black Mirror o si era un nuevo capítulo de The Big Bang y yo era el tipo con Asperger. Mi expresión al atender al primer cliente me escupía a la cara que me habían regalado una mezcla de ambas. He querido contártelo, lo prometo, pero andas perdida en un universo que no sé si nació de un estallido bíblico o de un carajo de estornudo. Así que me lo cuento a mí, sentado detrás de un cristal impoluto mientras observo cómo el cielo, que hoy es de plomo como mi garganta, se ha comido la ciudad. Quizá simplemente sea eso, que se me están tragando, o que se me han tragado y el ácido del estómago del animal pica y escuece. Quizá escriba con los huesos a medio deshacer pero los dedos tienen carne y uñas todavía. 

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