miércoles, 27 de noviembre de 2013

Resaca

   - Quiero que te desnudes… - Las palabras salieron de su boca, torcida por el exceso de alcohol, pastosas, casi licuadas como el hielo de la cuarta copa de whisky que se sirvió desde que llegaron.
Ella lo miró con ese aire de superioridad que destilan las putas caras cuando negocian con un borracho. Borracho, cuarentón, con la cartera llena de billetes y el bolsillo del alma lleno de agujeros. 
   - Son mil quinientos, esto no es una consulta, aquí se cobra por adelantado. 
El tipo arrojó un fajo de billetes sobre la cama, estuvo a punto de caerse de boca sobre el colchón cuando realizó el movimiento con el brazo. Se imaginaba a sí mismo como un tipo duro de película en blanco y negro, de esos que abofetean pelirrojas y todo el mundo envidia masticando palomitas ajadas desde la butaca. ¿Por qué coño quedaban tan pocos cines de reposición en esta maldita ciudad? ¿Desde cuándo esta ciudad, que era la suya, había comenzado a ser maldita? Había sido siempre la misma, la basura, las calles estrechas cubiertas de vómitos al amanecer, los coches de lujo en aparcamientos de lujo, los guiris, los yupis, las sombras… Una noche mil quinientos, paga la empresa.
   - ¿Estás seguro? No creo que estés en condiciones esta noche. - Un ligero toque de compasión se reflejó en los ojos de la chica, escondido entre un noventa y cinco por ciento de placer mientras contaba el dinero. “Nunca habrás pagado tan poco por unos ojos como esos”. Ésas fueron las palabras del tipo que le pasó la tarjeta… jodido poeta, ¿a quién le importaban sus puñeteros ojos? Tenía un cuerpo blanco de curvas firmes, juventud, y unas tetas en las que volvías a tener pañales… Ojos, él ya tenía unos de esos clavados en la tripa y ya no quería más, pero era cierto, éstos le iban a salir más baratos, no se le llevarían ni un centímetro de piel, nada de quemaduras ni de cicatrices. 
   - Esto no es una puñetera consulta, quiero que te desnudes. - Tipo duro, sí señor.
Vio cómo terminó de contar la parte que le tocaba, cómo dejó caer el resto sobre la mesilla y cómo la guardó en su bolso. Un bolso con clase, en un par de noches lo habría pagado. Llevaba un vestido rojo con la espalda descubierta, el pelo suelto y liso se encargaba de ocultarla a medias. Le pidió que se dejara los zapatos ignorando la mirada de “demasiado porno” que ella le regaló con media sonrisa. Era realmente hermosa. 

   Desde luego ella tenía razón, esa noche no estaba en condiciones, así que cuando el amanecer lo cegó a través de la ventana, solo sobre las sábanas, con unos bóxers de matrimonio, calcetines puestos y los estúpidos Mayumaná golpeando cubos entre sus sienes, no supo si avergonzarse o exigir en la agencia la devolución del dinero por incompetencia de la profesional. Optó por agua helada en la ducha después de llamar a recepción para pedir que le preparasen la cuenta y un par de aspirinas… un final inteligente para un gatillazo regado de alcohol e intercambio de divisas. 

   La mañana estaba helada, restos de la nieve de la noche anterior se amontonaban sucios sobre las esquinas. Se sintió igual de manchado que ellos, igual de apilado en una sucesión de días invernales, esperó que de un momento a otro cualquier conserje, uniformado y diligente, lo arrojara de una palada fuera de la acera junto a los de su especie. En esta ciudad hacía falta estar muy paranoico o tener mucha pasta para coger un taxi, reunía ambas condiciones, así que alzó la mano y, en un segundo, estuvo sentado en un asiento de cuero recibiendo una mirada rencorosa a través del retrovisor después de exigir al taxista que se abstuviera de tertulia. 
   - Como desee el caballero. - No se ahorró ni una pizca de guasa ni de entonación servicial el muy payaso. 
   Se tragó las aspirinas con la cabeza apoyada en la ventanilla, el frío del cristal le hacía sentir bien, relajaba el concierto en el interior de su cabeza hasta un nivel casi soportable. El trayecto fue corto, no deseaba llegar a aquella casa. Cuando se plantaron en la cancela de hierro forjado reprimió el impulso de pedir al taxista que se alejase de allí, que lo llevara lejos… pero ese idiota no lo hubiera entendido, nadie entendía nada. Saludó a Juan con la mano mientras atravesaba el jardín camino de la puerta. La idea de que el jardinero trabajara un domingo había sido de su mujer, el pobre hombre no sólo debía mantener la integridad del invernadero durante las fiestas de guardar, sino que además debía soportarla a ella flotando a su alrededor, enguantada de verde, y sentando cátedra sobre orquídeas y cualquier otro espécimen de moda entre lo más chic de los jardines privados de Madrid. Lo compadecía sinceramente, pero antes de cambiarse por él se pegaba un tiro. Justo tras la puerta, vigilante como un búho al acecho de las alimañas, se enfrentó con la harpía… Comprendió la mirada de Juan tras el saludo, una mezcla entre aviso, alivio y algo de ternura… definitivamente era un buen tipo.
   - ¿Se alargó la cena? - Mirada de sables con un fondo de… “coño, podrías guardar las apariencias”. 
   - Ya sabes cómo son los japoneses, no negocian en los despachos.
   - Tu madre ha llamado. Comerán con nosotros, tu padre tiene alguna noticia. 
   - Fantástico. - Se oyó decir a sí mismo mientras subía las escaleras hacia el dormitorio.

   Se desnudó despacio antes de meterse en la ducha, el maldito dolor de cabeza no se rendía, las resacas de whisky caro son como todas las demás, y cuando puedes permitirte el uno no sueles tener edad para permitirte la otra. Se miró un segundo en el espejo sobre la cómoda, realmente daba bastante pena. El vapor transformó la atmósfera del baño en algo agradable. La imagen de aquella espalda descubierta, de aquel vestido rojo deslizándose sobre las caderas, de aquel desnudo culpable, se posó suave sobre él junto con el agua caliente. No consiguió desprenderse de ella, ni siquiera cuando el olor a alcohol y a condena desaparecieron junto al jabón rumbo al desagüe. La masturbación le pareció lo más sensato, cierto que era una imagen cara para reducirla al onanismo, pero era cierto también que sus ojos eran increíbles y… ¡Qué carajo! Por algo había pagado.

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