domingo, 17 de noviembre de 2013

Invernadero

   Contempló la habitación sentado en el suelo desde la esquina más alejada, los pies cruzados, los brazos alrededor de las rodillas. La luz grisácea de la mañana se colaba entre las cortinas creando sombras sobre sombras, imágenes irreales apiladas en equilibrio sobre el suelo de madera, sobre las mesillas, sobre la cama. Un ligero aroma a incienso resistía insolente desde su trinchera de la noche anterior. La forma de su cuerpo desnudo dormía aún sobre el colchón, emboscada por los cadáveres todavía calientes y amontonados de las sábanas, soldados abatidos con crueldad y disciplina homicida durante la guerra de esa noche. Ni siquiera recordaba cómo se llamaba ella, estaba seguro de que se lo había gritado al oído en aquel local de pijos, pero a él sólo le importaba ese pecho ajustado y firme de veintitantos, que se elevaba y temblaba cada vez que ella reía con cualquiera de las pullas sarcásticas que él usaba para defenderse. La deseaba, no completa, deseaba su cuerpo y su ingenuidad, nada más. Cruzó los dedos dentro de su cabeza mientras encendía un cigarrillo, ojalá ella sólo deseara lo mismo, era una chica agradable. Le costaba unas cuantas cervezas de más enterrar la culpa cuando hería cuerpos que además tenían alma. Sexo de invernadero, que calienta la piel en otoño y deja el fondo bajo cero. Fíjate, era un jodido poeta.

   Seguía fumando cuando ella despegó los párpados. Había comenzado a llover. Tardó un par de segundos en reconocer la ventana sobre la que apoyaba la palma de sus manos hace sólo unas horas, mientras él la poseía con fuerza, agarrado a sus caderas, y acercaba sus labios para decirle al oído que esa noche era sólo suya. Le comenzó a asaltar la duda de si ese "suya" se refería a ambos en el momento en que lo vio sentado desnudo sobre el suelo.

- Debes marcharte. - Sus palabras sonaron agotadas, con el eco de las paredes húmedas de la celda oscura donde se encontraba.

   Ella se vistió despacio, buscando un poco de tiempo para seducir de nuevo... un movimiento... otro más. La tela deslizándose sobre la piel con un murmullo suave que llamaba al deseo... y el deseo se cruzó con él saliendo de la habitación hacia la cocina, pero no lo detuvo. Cerró los ojos, grabó cada aroma de aquella cama a la que nunca volvería. Un par de punzadas de certeza... los arañazos de su espalda tardarían unos días en desaparecer... y era lo único que había conseguido arañarle.

  Bajó las escaleras y se puso el abrigo que él había recogido del suelo y colocado pulcramente sobre la barandilla. Al llegar a la puerta se detuvo y giró la cabeza a tiempo de ver cómo sacaba una cerveza de la nevera y dejaba sobre la encimera negra la botella anterior. Una niebla de plomo se colaba por las ventanas, sus ojos ya no estaban. Sin decir nada abrió y salió. Seguía lloviendo.

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