Vivimos en una novela, dentro de ella, mezclados entre párrafos, nadando en un mar de letras que no se mueven pero que nos mueven. Y no es una de esas novelas en las que el protagonista se tira a la tía buena, ni siquiera una de esas de amor imposible que acaba en tragedia y nunca se olvida. Tampoco somos detectives que resuelven casos de altos vuelos, regresan a la oficina, y sacan una botella de whisky del primer cajón del escritorio, mirando su nombre grabado sobre el cristal esmerilado de la puerta, con ojos de derrota y de ausencia de honores… y de ausencia. No, no es nada de eso. Nuestra historia es un relato breve de Bukowski que se repite en ciclos, de personajes que entran y salen, de personas que a veces se quedan. Una historia de borracheras y polvos mal encarados pero encarados, que dan resaca y agujeros en el hígado, polvos de garrafón servidos en tugurios de vasos sucios. Y, mientras tanto respiramos los cuentos de princesas que nos venden, que se nos meten entre las páginas y llegan hasta el punto final manchando los capítulos. Pero no te engañes, Disney no quiso que lo congelaran, quiso largarse y no volver, punto. Y tampoco se nos lee, no existe una conciencia externa que guía los dedos que pasan nuestras páginas, no hay ojos que se pregunten qué viene después, qué oscuros peligros. Estamos solos dentro de un argumento del que no controlamos el siguiente giro, giro cabrón de novelista de gasolinera, que aporrea las teclas, ebrio de madrugada, con la doctrina tatuada de que vende más un protagonista jodido. Vaya discurso.
Salir a la calle a últimos de noviembre para que el frío te lance un directo a la mandíbula duele. Se abrigó convenientemente, levantó la guardia y saltó al ring. Quería caminar, así que condujo más de media hora hasta alcanzar un lugar más interesante que aquel barrio residencial manchado de casas repetidas. La luna, muy llena anoche, comenzaba a menguar al otro lado de la ventanilla. La recordaba la pasada madrugada cuando la miró apoyado en el quicio de la puerta del jardín. Bunbury, con la misma voz que cuando era un héroe, le decía cosas al oído, pero también se le veía cansado. Láminas de una luz blanca y fría convertían los olivos en fantasmas de sombras alargadas, un ejército alineado de custodios de los sueños de alguien que, quizá, durmiese ignorando que lo vigilaban. No supo si tranquilizarse o inquietarse un poco más. Imaginó aquellos soldados desperezándose en su mente y arrasando los pareados con sus ramas y raíces, dejando aquel trozo de tierra olvidado de la mano de dios exactamente como debería estar… hasta los cuentos pueden llegar a ser muy turbadores, ¿verdad? Enrique se empeñaba en acusar a su puta de desagradecida, muy terco y muy ofendido… pobre. Eso le hizo pensar en ti de nuevo… pobre. Y después, mirar aquella luna enorme allí colgada indiferente, lejana, saber que mañana ya no sería la misma, pensar que volvería porque siempre vuelve, saber que tú no lo harás, desear que lo hagas… Desde que regresó el insomnio siempre miraba con los ojos un poco más cerrados.
Consiguió aparcar cerca de la calle Fuencarral, las tiendas aún no habían cerrado y las aceras bullían todavía. Esa sensación de estar rodeado de vidas que no le importaban lo más mínimo, lograba que la suya le importase algo menos, el movimiento entre desconocidos le trasladaba hasta el anonimato de sí mismo, así casi no escocía. Le invadió ese oscuro placer de sentirse fuera de su cuerpo, de sentarse en la butaca a ser espectador en sala vacía de martes por la tarde, contemplando extasiado la versión original de una película sin presupuesto que nadie quería ver. Desde que la horda católica cedió el control a la capitalista la navidad en Madrid comenzaba en noviembre, así que los escaparates escupían algún que otro villancico, y las masas consumían regalos envenenados de obligación, hipocresía y un poquito de cianuro por si alguien los mordía. Se coló en una cafetería cool en la que un sonriente universitario cool vestido de verde oliva, (otra vez los olivos vigilantes) tomó nota de su pedido y le sugirió que esperase al final de la cadena de producción cafetera cool, o sea, al final de la barra, no sin antes haberle preguntado su nombre con una indiscreción que chocaba de frente con la amabilidad transmitida.
-Anónimo.- Le contestó devolviéndole la sonrisa.
- Se lo entregaremos al final de la barra, caballero.- Replicó el tipo mientras escribía el nombre sin nombre con un rotulador negro en un vaso de cartón. Hasta dónde podía llegar la estupidez humana.
Volvía una y otra vez a aquel lugar por un solo motivo, un viejo sillón en el que nadie se sentaba, gastado, de color vino, condenadamente cómodo para un café y una hora de escrutinio a los demás o a algún libro manoseado y releído. Cada noche ese sillón abandonado le plantaba ante los ojos la necedad de los días que corren, o más bien, de los que corren estos días, en los que nadie se da cuenta de lo que puede aportar un sofá viejo. Vaso de cartón en mano se encaminó a su altar decidido a sacarte de su cabeza, se asomó tras la columna y de repente la vio. Tenía el pelo casi rubio y casi despeinado, curvada sobre un cuaderno en el que unos dedos finos exprimían la tinta de un bolígrafo con demasiada energía como para no preguntarse por qué no se rompían. Como un relámpago acudieron a él los versos de Sabina y sus tinteros borrachos de tinta ordeñados a diario. El resto de ella, en cambio, parecía relajado. Vaqueros gastados, Converse gastadas… ¿vida gastada? No pudo reprimir la pregunta dentro de su cabeza. Un abrigo marrón dormía en el respaldo, un jersey grueso y negro dormía sobre ella. No se percató de sí mismo hasta que la chica levantó la mirada y la clavó en él, plantado junto a la mesa baja, con el café en la mano, tratando de decidirse entre la irritación de ver su santuario mancillado y esa especie de fascinación, de embrujo, que le causaba esa melena que se movía mientras ella negaba con la cabeza y tachaba párrafos enteros. Lo miró con curiosidad y esta vez fue él el que se sintió extranjero, el inmigrante que vuelve a su casa y ya no es su casa, el tipo que regresa del trabajo y se encuentra su calle en dirección prohibida. Así que se sentó en la mesa de al lado manteniendo la dignidad a ras de suelo, dejó el vaso ardiendo en la mesa, sacó a Laforet del bolso y releyó sin leer con el libro apoyado sobre las piernas cruzadas. Ella miró el vaso con descaro, luego a él, luego al libro…
- Así que no tienes nombre… - El tono irónico se retorcía en sus palabras como una niebla azulada persiguiendo el curso de un río desde su orilla. Lo miraba fijamente, con una media sonrisa demasiado astuta como para ignorar que detrás de ella había unas cuantas batallas ganadas. Había dejado de escribir, pero la punta del bolígrafo seguía pegada al papel dando a entender que la pausa sería breve.
- No lo necesito para tomarme un café en el sillón en el que estás sentada. - Habló sin apartar la mirada del libro, no la veía, la sentía.
- ¡Así que era eso! - Rió con ganas pero sin estrépito, a él le gustó, pero siguió impasible. Tras un segundo de reflexión ella volvió a hablar. - Este lugar no te pertenece, pero quizá puedas acercar aquella silla, mirarme, y contarme por qué lo crees. Yo sí tengo nombre, Marta, y te concedo el honor. Reconozco que he sentido cierta vanidad creyendo ser la causa de tu cara de idiota, ahí de pie, y no el viejo sillón que parece que compartimos sin saberlo. Aun así estás perdonado. - Lo miró curiosa, tratando de atrapar sus reacciones, daba la impresión de ser capaz de medir los cambios de temperatura en cualquier cuerpo.
- No, gracias. Esperaré a que te marches. - Seguía sin levantar la mirada de las páginas amarillentas de años… sonaba duro, fuerte, capaz… casi indignado por el insulto que Marta le había soltado sin anestesia ni morfina posterior, sin siquiera conocerlo. Pero la verdad es que le aterraba mirarla en la misma proporción que sentía la tensión de una cuerda que le urgía a enfrentarse a ella, mientras esas fuerzas permaneciesen empatadas él no se movería.
- No voy a marcharme. - De nuevo esa risa calmada pero sincera le golpeó en el pecho, cómo le gustaba escucharla… ¿por qué? Marta siguió escribiendo, fingiendo olvidarse de él durante unos minutos, mientras ambos se bebían a sorbos el café al mismo tiempo que se bebían la atmósfera que se había creado entre ellos.
-¿Qué escribes? - Preguntó él por fin con voz seca.
- Eres muy borde… escribo sobre ti, me has dado una idea. - Esta vez era ella la que no levantaba la mirada.
- No me conoces.
- Tipo sin nombre. - Lo miró.- Ojos entornados en una dureza que miente y un miedo que grita, envueltos en una bruma gris y hundidos en ojeras malvas de noches de insomnio y cansancio. Atrapado por recuerdos que le obligan a releer lo ya leído con masoquismo enfermizo, que no le permiten salir de su cárcel aunque tenga la llave colgada en la puerta. Desde aquí se puede mascar tu vacío sin afeitar, como tu cara, casi se aprecia tu laberinto. - Habló sin crueldad ni juicio, con el interés de un investigador observando una placa de Petri mientras espera la reacción y divaga con las posibilidades. Fue como si un puñetazo en el vientre lo dejara sin respiración, no creía ser tan cristalino. - ¿He acertado?
- Eres muy lista Marta. - Cuando se oyó decir su nombre en voz alta supo que había cruzado la línea. Terminó el café de un trago, se puso el abrigo ante la mirada sorprendida y, creyó ver, algo angustiada de ella, y la miró por última vez. - Cuídame el rincón, ahora ya sabemos que no es sólo mío. - Salió por la puerta hacia noviembre sin dar tiempo a una respuesta.
Cuando, semanas después, se apoyaba en la ventana a oscuras observando la misma luna con un cigarrillo en los labios, el cuerpo desnudo de Marta dormía a su espalda. Agotado, rendido, le enviaba su respiración acompasada a través de la oscuridad como un mensaje. Volvió a ver sus dedos enredados en ese pelo casi rubio, doblando su cuello mientras ella cerraba los ojos, con la boca entreabierta, moviéndose sobre él para mantenerlo dentro, para mantenerlo suyo. La luna volvía a ser enorme. Una punzada a traición le trajo tu imagen, tu crueldad, tu voz negándolo todo, maldita seas. Apagó el cigarrillo y se tumbó despacio al lado del calor de Marta, de la piel de Marta, de los labios de Marta, de sus pechos, de sus pies…
- Maldita seas si piensas que voy a detener mi vida. - Susurró sin dirigirse a nadie. La abrazó y besó su frente antes de quedarse dormido.
Vivimos en una novela, dentro de ella, mezclados entre párrafos, casi todos son personajes oscuros… casi todos.
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