viernes, 15 de noviembre de 2013

Miércoles

   Prefería quererte, ¿sabes? Era mucho más sencillo. Doloroso, es cierto, pero era más libre que cubierto de desprecio. Lo peor del odio es que se escapa a las fronteras, se extiende como una plaga, te arrastra encadenado a odiarlo todo. Los ojos dejan de verse en el espejo tan tristes como te gustaba verlos, en su lugar brillan los de un perro que busca su comida en la noche… aullando en una calle vacía. Eran tristes cuando se perdían en tu cuerpo desnudo… en tus hombros, tus muñecas, tus caderas. Eran tristes cuando buscaban el final de tus piernas para separarlas, cuando llegaban a tu sexo, tan suave, cuando adelantaban el roce de tu piel y tu respiración acelerada. Eran tristes, eran libres, como te gustaba verlos en el espejo. 
   El odio es algo que no se sacia, que se grita, que araña, que se suda por cada poro, por cada polvo que no es nuestro, por cada recuerdo que no es nuestro. El odio son gusanos blancos que se alimentan de alma, que te digieren desde dentro, que agujerean tu piel para que todos lo vean. El odio se lleva tatuado en la espalda para otros. Te golpea el estómago y no respiras, caes de rodillas con la boca abierta… y te mueres. Es su forma de crecer. Y odias. Te obliga. Te clava un metal oxidado que se infecta hasta la empuñadura. 
   Prefería quererte, ¿sabes? Pero tú me obligaste. A huir de tu voz gastada, de tus te quieros, tus nostalgias inventadas, tus me haces falta te veo en todas partes. A quemar tus palabras. A incinerar el recuerdo de todas las madrugadas, el calor de tu aliento, el final de tu espalda. Prefería quererte, lo prometo. Aparcar al lado de tu casa a esperarte. Prefería tenerte a arrancarte, prefería soñarte a despreciarte.

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