Algunos momentos se quedan grabados en la memoria envueltos en una cortina oscura de terror, sudor frío y corazones saliendo de la garganta... la primera vez que das la vuelta a una tortilla con público, la primera vez que el iPhone se estampa contra el suelo, la primera vez que te vi entrar por esa puerta... El recuerdo que guardamos de todos ellos depende de los segundos posteriores, de la fina línea que separa la tragedia del suceso, de una lluvia de patata y huevo sin cuajar, de una pantalla rota puñeteramente cara, de una mirada altiva que te ignora... Si la tragedia vence, porque la vida es así, heredamos un estómago encogido para cada una de las veces en los que la mente regresa a ese maldito segundo, así somos, y huiremos de él como de un perro rabioso. Si el suceso vence la carrera por la realidad, que a veces ocurre que no somos tan desgraciados, se abre un mundo mágico de posibilidades... gloria de cocinero sin estrella, un teléfono impecable... e incluso una sonrisa tuya.
Reconozco el terror que me inspiraste, que movía las manos como un humorista de esquina, que las pasaba por el pelo una y otra vez para que no las vieras temblar. Que la mayoría del tiempo no sabía qué decir ni qué decía. También que un pequeñajo verde y con sombrero irlandés estaba sentado en mi hombro y me susurraba... "¿Pero qué haces?... La estás aburriendo... Cállate idiota... ¿Vas de gracioso?... ¡Bah!" Te aseguro que sonreíste justo en el instante anterior a que lo mandara al carajo en voz alta. Eso nos dio un poquito más de tiempo antes de que notases que puede que algo no funcione dentro de mi cabeza.
Lo descubriste, claro, pero demasiado tarde como para que no me hubiese perdido dentro de algunos momentos contigo, momentos de esos sin estómago encogido en el regreso. La otra noche volvieron tres de ellos... junto al enano guasón y bocazas. Venía con fuerza y argumentos, créeme... afortunadamente, me quedé dormido.
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