jueves, 28 de noviembre de 2013

Embarque

   La habitación se hacía más y más pequeña. El ventanal, con sus marcos blancos, se encogía lento y hacia abajo, como el tiempo en un reloj de arena. Para mí era tan perceptible como la oscuridad que golpeaba los cristales. A medida que las paredes se me acercaban, sin piedad y sin ojos, vi aparecer la luz en un horizonte alejado. Entre él y yo, kilómetros de estómago vacío. Los tejados que hacía un momento recibían la nieve mansa, una lluvia de plumas blancas perdidas por un ave gigantesca, ahora se evaporaban, se convertían en siluetas apenas recortadas. Luego en nada. La cama se volvió un camastro estrecho, las sábanas me envolvieron apretadas, tuve que doblar las rodillas para no salirme de ella. Y, poco a poco, las ventanas trucaron ángulos rectos en un ojo de buey, el ladrillo en el que estaban mordidas se volvió un metal frío. A través de él amanecía anaranjado y sin nubes, amanecía sin invierno. En medio de un mar azul marino yo sentía lo mismo que cuando vi su color real por primera vez... profundidad y miedo y una pizca de vida. Asomado desde mi camarote vi alejarse las estelas de espuma blanca, deshechas por la distancia con mucha más calma que con la que nacieron, golpeadas y de agua rota.
   Ésa es la respuesta a tu pregunta. Me embarqué sin memoria y sin puerto. Con nada de lo que tenía. Y amanecía.

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