Yo me crié con la Bola, con Sabina, con Maizena por las mañanas y desayunos con tostadas cuando tenía dientes para morderlas, rodeado por ese ambiente confiado de que algo estaba cambiando para bien. El cabrón del dictador ya estaba muerto y enterrado y, aunque muchos sintieran aún su cuerpo caliente, en realidad no lo estaba, se pudría bajo una losa como casi todos. Y se respiraba una especie de libertad intimidante a la que les costaba aferrarse a todos aquellos que la conocían por primera vez. Y yo crecí, sin saberlo, prefiriendo barbas revolucionarias a bigotes fascistas, porque mi padre tenía una, y yo, todavía, no sabía lo cerca que pueden estar ambos cuando se tumban en sus extremos. Estudiaba en un colegio religioso pero, excepto en misa y en clase de religión, se nos hablaba bastante poco de Dios y sus miserias. Supongo que los curas también andaban dándole vueltas a eso de no espantar clientes. Con tanto socialista librepensador hablando de democracia, podría no resultar rentable hacer demasiado evidentes sus impulsos de secta con lavado de cerebro. Y todos sabemos hoy la habilidad del capitalismo para convencer a dioses de pies de barro.
Así que se me grabaron las tardes eternas de verano jugando en la calle con lo que quedaba de un balón de reglamento, que al principio fue rojo y blanco, y aquellas pausas para merendarnos entre sudor un bocadillo de caballa, sentados en el bordillo de la acera. Y también el transformador de la luz que siempre hacía de poste derecho de la portería. Vivía en una casa grande, en la cima del cerro que hacía de frontera al sur del pueblo que quedaba a nuestros pies. Allí comencé a darme cuenta de que la mayoría de las personas se conforman con su propio redil, y no tienen ni puta idea de lo que hay un solo kilómetro más allá, y tampoco les importa.
Ese aislamiento irreal, en la cima de nuestra propia montaña, nos convertía a mis amigos y a mí en una especie de tribu desconocida, sin más contacto con el resto que las horas de clase. A ninguno nos importaba. Nos bastaban las bicicross y las california para largarnos de excursión a tierras desconocidas, pobladas de matojos y espigas, y cuando encontrábamos una taba, nos sentíamos a los pies de un tesoro de piratas. Así era la vida mientras avanzaba.
Luego vinieron los libros que no me obligaban a leer pero que leía, y que, sin saber cómo, me transportaban hacia lugares mágicos a lomos encuadernados. El cine sin descargas, los videoclubs el viernes por la noche después del entrenamiento, con películas que nadie rebobinaba. Y también llegaron las chicas, y esta timidez enfermiza en tiempos en que una falda era un milagro, y unos muslos suaves una tentación apenas reconocida. Recuerdo el temblor de manos la primera vez que marqué el número de aquel bombón de quince años, que me volvió loco y me partió el corazón a partes iguales... una suya y una mía. Recuerdo las cartas con matasellos, las visitas al estanco, los sobres en blanco con letra de niño escapando a medias, escribiendo bien claras las direcciones por si había respuesta. Era el momento de aprender a recibir hostias reales, las que luego comencé a dejar escritas en cuadernos que tiraba a la basura la vergüenza.
Y ya ves, eso ha cambiado poco, me sigue aliviando escribir de madrugada, aunque ahora las direcciones ya no hacen falta y te lo dejo todo aquí colgado, por si te da la gana un día darte por aludida. Y quizá por eso todo este rollo de viejo profesor, que no soy, casi a las once de la noche. Porque esta timidez enfermiza, que no me ha abandonado, me impide marcar tu número para invitarte a una cerveza y contarte lo que soy, escondidos en cualquier local que siga abierto en esta maldita noche de luna llena. Y así me pongo a salvo de tu rechazo, del puñetazo a las tripas que supondría que desviaras la mirada cuando te contara que sí, que eres la aparición más brillante que recuerdo en mi vida, y que, sin bicicross ni california, vuelvo a sentirme a los pies de un tesoro de piratas. Lo reconozco... todo esto es sólo por si te da la gana un día darte por aludida.
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