viernes, 14 de marzo de 2014

XIII

Qué ingenua eres si crees que me morí contigo.
Nacer quizá sí que nací
cuando te encontré por la mañana
el último día de vacaciones,
el día después de San Isidro,
de Lisboa,
el día después de tantas cosas.

No me di cuenta, eso es cierto,
no debió de ser un parto muy doloroso
para el recién nacido.
Tenías un pecho increíble con esa camiseta,
yo te mentía sólo mirándote a los ojos,
pero acababa de nacer
y tenía hambre.

Aquella tarde te habría dejado en los huesos
viendo la peli muda en los Renoir,
me hubiese amamantado de ti,
sin disimulo,
en el césped de Plaza España,
pero tuve que trabajarte con Pessoa durante dos días
para desnudarte.

Braguitas negras olvidadas en la cocina a la mañana siguiente,
como todo un caballero
me las guardé mientras marcaba tu número para no devolverlas.
Luego vino lo demás,
las confesiones, las mentiras, las heridas que nos habían hecho
y las que nos hicimos.

Nos acojonó el dolor, eso también es cierto,
nos rendimos al primer rasguño,
corrimos,
pero no tan lejos como para olvidar
que el invierno es jodidamente frío.
Amanecimos congelados y volvimos a calentarnos
con el aliento de las bocas,
con el roce de la piel,
con brasero de carne, y también de alma,
desnudas.

Eres muy ingenua si crees que me morí contigo.
Recogí tus muslos entornados de un portazo,
me olvidé tu dirección, tus caprichos, es cierto,
tus noches en vela, tus pesadillas...
Pero nunca tu pecho ni del hambre que contenía.

Como todo un caballero me lo guardé,
mientras borraba tu número, para no devolverlo.













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