miércoles, 28 de diciembre de 2011 0 comentarios

Inspiración

   Son casi las cuatro de la tarde cuando alguien llama a la puerta. Una arruga de extrañeza recorre su frente... no espera a nadie. Se reclina un momento en el sillón de ruedas que usa para escribir tratando de sopesar las posibilidades... abrir, no abrir... no le gustan las visitas inesperadas, sobre todo en una tarde como ésta. Lleva meses trabajando en su nuevo libro, el plazo de presentación en la editorial está casi concluído, pero aún no tiene el final. No puede perder ni un segundo de su tiempo en visitas sin invitación. El timbre vuelve a sonar con insistencia... quizá sea algo importante... "¡Ya voy!" Resignado, decide aceptar que su destino para hoy no será escribir demasiadas líneas. Cuando llega hasta la puerta ya se ha arrepentido de levantarse, pero retroceder es de cobardes... ¿o no? No se da tiempo a sí mismo de seguir pensando y abre la puerta. En el umbral, empapado por la tormenta y con cara de no necesitar más que una palabra errónea para estallar, se encuentra con un tipo de MRW. Sostiene el paquete en su mano izquierda, y en la derecha le ofrece un aparatito de ésos que llevan los repartidores del siglo XXI, con una especie de lápiz, que no es lápiz, pero que sirve para firmar pantallas. El romanticismo ha desaparecido hasta del correo... ¿qué será de nosotros? Una vez cumplida la ceremonia, ya con el chorreante paquete, por fortuna envuelto en una bolsa de plástico, en sus manos, y despedido con amabilidad su desagradable portador, entra en casa. Usa unos pedazos de papel de cocina para secar los restos del aguacero que casi desdibujan el logotipo de los mensajeros. El paquete está dirigido a un tal Sr. Escritor Frustrado, que casualmente vive en su dirección. Debe de ser una broma de mal gusto, de ésas que se les ocurre alguna que otra tarde de aburrimiento a un par de tipos que conoce bastante bien. Bromas entre hermanos, cargadas de ironía, pero rebosantes sobre todo de mala leche. No puede evitar sonreír... malditos idiotas. No quiere ni imaginar qué será esta vez...

   Lógicamente no existe ningún remitente que asuma la responsabilidad. Abre el cajón de los cuchillos y usa uno de ellos para romper la bolsa de plástico. En su interior encuentra una caja de regalo negra, envuelta por un lazo escarlata. No es demasiado grande, algo más que un libro de bolsillo. Sobre la tapa, sujeta bajo la cinta roja que evita que se abra, asoma un pequeño sobre color hueso. Uno de esos sobres rugosos que siempre le ha encantado sentir en las manos... Dentro de él, una tarjeta del mismo color, con una sola frase escrita a mano en tinta negra... "No podemos encadenar nuestra inspiración, pero podemos guardar sus huellas...". No reconoce la letra, pero un latido más fuerte le hace sentir calor. Con la caja en las manos, llega hasta su sillón. La pantalla hace rato que fundió en negro, asesinando temporalmente las palabras que se amontonaban en ella. Aparta el teclado para dejar sitio a su misterioso regalo. Con delicadeza, deshace el lazo que sujeta la tapa, y se detiene a grabar el momento. Existe un enorme placer en retardar unos segundos el descubrimiento de un misterio... sobre todo cuando ese misterio merecerá ser recordado. Cuando se decide a levantar la tapa, sus manos tiemblan ligeramente... En el interior, tumbada sobre una libreta de notas con cubiertas de piel marrón, descansa una pluma negra y granate, con adornos en dorado envejecido. Una agradable sensación de calidez y de cariño le obligan a cerrar los ojos con una sonrisa. Tras unas cuantas respiraciones profundas se decide a abrirlos y deshacer el cuadro... sostiene entre sus manos la pluma, la recorre con sus dedos, la estudia... Retira la goma que cierra las tapas de cuero de la libreta, y ante él aparecen mil páginas en blanco... pero hay sólo una, la última de ellas, que contiene algo más. Justo en una esquina, con la misma tinta negra que escribió la nota, con la misma caligrafía que la dibujó, una serie de nueve números esperan. Alarga la mano para alcanzar el viejo teléfono de rueda que hay sobre la mesa y, uno a uno, va girándolos en el disco... Hay una voz al otro lado.

- ¿Cómo estás, lady?...
- Esperando oír tu voz...
- Espero que no te decepcione...
- No podría... ¿Qué haces?...
- Escribo... Está lloviendo....
- ¿Compartimos la tormenta?...
- Deja que coja mi abrigo...


 
sábado, 24 de diciembre de 2011 0 comentarios

Capuccino

   Antes de abrir la puerta ya se había calado la gorra, anudado la bufanda alrededor del cuello y abrochado el pesado abrigo que llevaba usando los cuatro últimos inviernos. ¿Para qué querría la gente cambiar de ropa cada año? No pensaba dejar nunca una prenda en el armario por el solo hecho de ser del año anterior. Lo mismo ocurría con sus botas de piel... un buen cuidado, engrasándolas adecuadamente, y podrían acompañarte más que algunos amigos. Cerró la puerta con llave y bajó por las escaleras... el ascensor siempre tardaba más de la cuenta y, al fin y al cabo, no eran más que tres pisos... Afortunadamente llegó al portal sin haberse cruzado con ningún vecino... no es que tuviera nada en su contra, era sólo que no le gustaba el resto de la gente en general. Al salir a la calle se detuvo un momento a respirar la primera bocanada de aire helado... se sintió despierto por primera vez en toda la mañana. Comenzó a caminar. A unos pocos metros de donde se encontraba, la muchedumbre que recorría las aceras de la Gran Vía en estas fechas, empezó a ejercer su influjo de atracción sobre él. Odiaba el contacto personal con los demás seres humanos, pero buscaba obsesivamente el encontrarse rodeado de ellos... la única condición era que él no les importara en absoluto. De ese modo lograba pertenecer a un todo, ser una parte del animal que vive y sangra cada día, un animal compuesto por millones de hombres y mujeres que lloran, aman, blasfeman, cometen errores nunca perdonados y perdonan errores nunca cometidos. Todos esos seres que se arremolinaban en los escaparates navideños, todos esos críos maleducados que le golpeaban al correr a su alrededor en un restaurante atestado... todos ellos, le hacían sentir acompañado sin dejar de estar solo. La soledad no estaba lo suficientemente reconocida por la sociedad... es como un bálsamo contra el contagio de la estupidez ajena... una burbuja de aire limpio, oxígeno puro nunca antes respirado.

   Se unió a la procesión de penitentes cargados de bolsas de El Corte Inglés, tocados con gorros rojos de borla blanca e incluso, alguno que otro, luciendo con orgullo esos cuernos de reno, tan afianzados en la cultura española desde hace un año. Resulta curioso e inquietante, hasta qué punto podemos disfrazar nuestras propias costumbres. Claro que, de la misma manera, nos disfrazamos cada día. Salimos de la ducha por la mañana convertidos en algo que no somos. Ocultamos dolores, pasiones, miedos... nos encontramos dentro de un pozo del que nadie nos puede sacar, simplemente porque no somos capaces de pedir auxilio. Siguió por Gran Vía en dirección a la calle de Alcalá, giró a la izquierda en Fuencarral, y caminó despacio entre la multitud. La música de algunas tiendas de ropa obligaba a comprar rápido a todos sus clientes, al mismo tiempo que gritaba al mundo lo fantástico que es formar parte de la moda Bershka. Las pintadas en las paredes de los edificios, los carteles anunciando los tatuajes más espeluznantes desde 60 euros, el olor de las jabonerías de moda con sus puertas abiertas... Le gustaba más este camino que bajar por Montera hasta Sol. No por la prostitución que afeaba la calle, ni por la sensación de turismo barato... lo que realmente le molestaba de Sol y sus alrededores, eran los hombres anuncio, de cartel amarillo antaño, y chaleco reflectante ahora, que anunciaban a voz en grito el pago del mejor precio por el oro de los demás. El oro de los demás no tiene precio... insensatos... aún no se han dado cuenta. No es oro lo que compran, es el anillo de boda de la abuela, la Virgen de Guadalupe que trajo el tío de México... nos quieren comprar a todos.

   Decidió unirse a la moda neoyorkina de Madrid y armarse con un capuccino Starbucks para entrar en calor. Lo complicado de ser pionero en beber café en la calle, es que los demás aún no lo saben, y puedes entrar en calor, pero gracias a tu café derramado por el pecho. Así que decidió tomar una calle lateral, caminar unos metros, y sentarse sobre el escalón de granito de acceso a un portal. A veinte metros fluía el estrés de la compra de última hora y, en ese escalón, habitaban la calma y el frío de la piedra de Staglieno. El café humeaba, debían de estar aún bajo cero. Este maldito frío seco... al menos así se calentaría las manos, había vuelto a olvidar los guantes en casa. Las pocas personas que pasaban por delante, se apresuraban para unirse a la manifestación de sombras y tarjetas de crédito.

   A su izquierda, ligeramente alejada, sin llegar a estar tan cerca como para hacerle sentir incómodo, se sentó una chica de unos veinte años. Llevaba un gorro de lana de color negro y, bajo él, comenzaba una cascada de pelo negro que enmarcaba una mirada de ojos oscuros sobre piel blanca. Una sonrisa se dibujó cuando él la miró casi por descuido. Su abrigo y sus botas también eran negros, y también humeaba un capuccino entre sus manos.

- Hola. - Dijo ella - ¿Te importa que me siente aquí? Es complicado moverse por ésa estúpida calle con un café en la mano.
- Claro. - Él la miró desconfiado, no le gustaban los extraños que pretendían mantener una conversación. En general no le gustaba ningún extraño.
- No temas, no te haré daño... - Guiñó un ojo con una mueca cómplice - Pareces un tipo demasiado solo. - Él la miró con una mezcla de de incredulidad y curiosidad... ella no dejó de sonreír. ¿Quién demonios sería esta chiquilla?
- No creo que eso sea asunto tuyo, pero has de saber que me gusta estar solo.
- Eso no es cierto. Buscas la compañía de la gente. Lo he visto. No has evitado ni un solo roce con nadie de los que te has cruzado. No buscas la soledad. Buscas el contacto.
- Me temo que la conversación ha terminado... - Se levantó aún con el café en la mano. Dio dos pasos hacia la muchedumbre...
- No vas a morir esta mañana.  No lo harás.
- ¿Cómo? - Oyó su propia voz salir de sus labios como una voz ajena. Notó un escalofrío en la nuca y tuvo que apoyarse en la pared. De repente sintió náuseas. ¿Cómo era posible?
- Sé que tienes preparada la dosis justa para dormir antes, incluso has comprado las sales de baño con el perfume adecuado... Pero no las tomarás.
- No tengo ni idea de lo que hablas niña... No tengo tiempo para esto. - Intentó reemprender la marcha, pero sus piernas no se movieron. No podía apartar la mirada de ella.
- Lo sabes... lo que no sabes aún, es que no puedes engañarme. Esas pastillas no te salvarán. Ese baño no te limpiará. Quieres disipar la niebla que tienes delante de ése modo, pero la niebla nunca se disipará. Has de aprender a vivir con eso. Nunca podrás ver el resto del camino. - Él cerró los ojos e inspiró profundamente. ¿Qué estaba pasando?
- Lo sé, pero no quiero disipar la niebla... sólo quiero dejar de estar en el lugar donde la veo. Ella puede seguir allí, pero yo ya no estaré. ¿Quién demonios eres?
- Eso no importa. Lo que importa es quién eres tú. Ni siquiera tú lo sabes. Por eso temes seguir el camino a ciegas, por eso vives en el mismo lugar desde la mañana a la noche. ¿Quién eres tú? - Ella le sonrió como un maestro que intenta incitar a un alumno torpe a seguir el ritmo de la clase. Esta vez se fijó bien en sus ojos... no tenían veinte años. - Son las raíces de un árbol, las que lo hacen crecer... ¿Cuánto hace que no riegas tus raíces? - Dejó de sonreír y lo miró con una mezcla de compasión y esperanza.
- He de irme. - Bebió el resto del café de un trago y arrojó el vaso en la papelera que tenía enfrente. No quiso mirar atrás, pero sí oyó la voz de ella....
- Mantén las raíces siempre frescas...así, ni la más pequeña de las hojas de tu copa dudará nunca quién eres.

   ¿Quién se había pensado que era para darle lecciones? ¿Cómo demonios sabía lo de las pastillas? Aceleró el paso entre la multitud... quería llegar a casa y acabar con esto de una vez. Subió las escaleras de los tres pisos sin siquiera darse cuenta de cuándo había abierto el portal. Al entrar en casa, dejó las llaves en la entrada y caminó hacia el baño. Comenzó a llenar la bañera de agua muy caliente y la mezcló con las sales y su aroma a romero. El frasco naranja de etiqueta blanca, estaba colocado al lado del gel de ducha. Una botella de agua y un vaso vacío descansaban en el suelo, justo al alcance de la mano para aquél que estuviera tomando un baño. Se desnudó despacio y miró sus ojos en el espejo una última vez, estaba demasiado pálido y alrededor de ellos había dos manchas oscuras. Estaba cansado. Estaba solo. Sonrió a su propio reflejo, como si el otro fuese un amigo que le acabara de contar un terrible secreto, y él lo comprendiera y lo aceptara. Al sumergirse, notó el calor del agua recorriendo su cuerpo entumecido por el invierno de la calle. Cogió el bote naranja y lo miró con gratitud. Estiró la otra mano hacia el suelo... ¿Quién demonios sería? ¿Quién la habría colocado en su vida precisamente ahora? Se recostó ligeramente, lo suficiente como para que el agua caliente le rozara la nuca... Marcó el número...
- Hola papá... ¿Cómo estás? ¿Está mamá contigo?...
martes, 20 de diciembre de 2011 0 comentarios

Viento

   Miro inquieto el reloj de nuevo. Ya llevo más de veinte minutos parado en el andén, delante del vagón que me llevará en poco más de diez. Algunos de los viajeros han ocupado ya su asiento, y esperan con la mirada perdida el comienzo del viaje. Uno de ellos ha encontrado una buena distracción mirándome a través de la ventanilla. Justo lo que me faltaba... un testigo anónimo de la decepción y la tragedia que llegará si no apareces para decir adiós. El viento frío de diciembre recorre los andenes como una lengua helada que no deja respirar. De vez en cuando arrastra algunos copos de nieve, elevándolos desde los montones acumulados entre las vías vacías. Parece que llevamos semanas enteras bajo cero, y las estaciones de tren no son los lugares más adecuados para probar el invierno. No puedo parar de moverme, doy fuertes pisotones al suelo, primero un pie, luego el otro, pero no consigo entrar en calor. Froto mis manos aun con los guantes puestos, y pasa un buen rato hasta que me doy cuenta de lo estúpido que es. ¿Dónde estás? Me prometiste que vendrías... no sería la primera promesa incumplida. El tipo de la ventanilla sigue atento todos mis movimientos. Tengo la sensación de que, en cualquier momento, va a llamar al resto de los viajeros para que compartan el espectáculo. Soy el único estúpido que está aquí fuera. Nadie se queda, todos suben a los vagones con prisa por encontrar el calor del interior. Los mozos que colocan los equipajes entran y salen a toda prisa del tren abrigados de tal modo que cuesta creer que puedan moverse.

   Miro el reloj. Faltan cinco minutos. Si no estás aquí dentro de dos, será la peor despedida en una estación que se hubiese podido escribir. Ni siquiera una despedida interrumpida por el silbato del tren, romántica y de película en blanco y negro. Ni siquiera una despedida apresurada y tímida del que no sabe el tiempo de su regreso. Va a ser la nada de las despedidas. Tomo aire, el frío invade mis pulmones hasta que me duele, y lo suelto en un suspiro de resignación. Espera... ¡ahí vienes! Te veo caminar deprisa entre mozos y viajeros rezagados... me has visto... sonríes haciendo un gesto con la mano. Deberías venir más abrigada, sabes que el frío te hace mal, pero hoy no te diré nada.

- Siento el retraso... - Una mirada de súplica por el perdón acompaña tus palabras. Traes el pelo suelto, ni siquiera has pensado ponerte un gorro de lana... La nariz roja y la niebla de tu aliento acelerado por la prisa, te hacen parecer frágil entre la nieve y el viento. Sonríes. 
- No te preocupes, es sólo que tendremos que despedirnos sin música de blanco y negro. - Yo también sonrío. Me acerco para abrazarte y olerte por última vez. Ese estúpido champú de almendra que llevas usando desde el verano va a ser el perfume de este recuerdo. Ya casi había empezado a gustarme.

- Algo me dice que no tardaremos en volver a vernos. - Te separo suavemente con mis manos sobre tus hombros para mirarte. Tus ojos realmente lo creen. Esa obsesión enfermiza con el destino nos ha traído demasiados dolores de cabeza, y ahora estamos aquí, en medio del invierno, en medio de un andén, en medio de una despedida sin fecha de caducidad. 
- Seguro. No andaré demasiado lejos. - Pero sí que andaré demasiado lejos... el tiempo y la distancia nos colocarán en el margen de nuestro cuaderno, como una corrección en rojo del profesor de historia... Sonrío una vez más, pero ya no sonrío. Me esfuerzo porque tu imagen se grabe en mi memoria. Me moriré el día en que intente pensarte y ya no sepa que rostro ponerte... o quizá no, quizá sólo lo piense en un andén, con el aliento congelado y el olor a almendra de tu pelo. - He de marcharme ya... - Un último abrazo me recuerda que se ha terminado.
- Adios escritor, dedícame tu próxima historia... no me olvides cuando despiertes... - Pareces tan frágil, con tu pelo suelto, con tu abrigo blanco y tus botas negras... 

   Me subo al vagón y noto el calor del interior, el olor a tapicería, el sonido a conversación murmurada y la atmósfera del nerviosismo de la partida. No miraré atrás, no quiero verte a través de una ventanilla fría entre montones de nieve sucia. No quiero ver cómo te alejas mientras mi tren avanza, como el pasado, mientras te observo sentado entre extraños. Me siento, mi plaza da al otro lado de la estación, saco el libro del bolso, no quiero pensar, quiero perderme. El tren da una sacudida antes de comenzar a avanzar. La estación se pierde cada vez más deprisa mientras yo no la miro. No levanto los ojos de las hojas escritas. En el asiento frente al mío viaja un hombre trajeado, le delatan como comercial los zapatos baratos de suela de goma. A su lado se sienta un chico de unos veinte años, lleva unos auriculares enormes conectados a un reproductor minúsculo... La puerta del vagón se abre justo a mi derecha para dejar pasar a los viajeros rezagados en la cafetería. La estación ya se ha perdido, llevamos cinco minutos de viaje y ya desapareció. El asiento de mi lado parece que será por fin ocupado... Intuyo unos brazos que se elevan para subir el equipaje de mano mientras mantengo la mirada fija en la tierra que pasa. Noto el roce de un abrigo en mi hombro y giro ligeramente la cabeza. Es blanco.

-Nada puede alejarme de ti excepto tú... 
domingo, 18 de diciembre de 2011 0 comentarios

Cine

   Se sirvió un vaso de agua con dos hielos en la cocina. Le gustaba su sonido cuando golpeaban contra el cristal, y ya hacía demasiado tiempo que había decidido desterrar el alcohol como para capitular ahora. Apoyado en la encimera de madera bebió un sorbo mientras miraba a su alrededor. La casa estaba en silencio y penumbra. Es curioso cómo alguien a quien le aterraba la oscuridad, se encontraba ahora tan cómodo en la sombra. El otoño moría en la calle dando paso al frío de veras. Se sentía bien.
 
   Ya en el salón, encendió la televisión y se sentó con el vaso en el sofá. Desde que entró en antena el nuevo canal exclusivo de cine, había tardes en que realmente podría tener sentido sentarse allí durante un par de horas. En pantalla, un tren de principios de siglo atravesaba la sabana africana animado por las notas de Andrew Howgate... "Memorias de África" no parecía un mal plan en absoluto, así que decidió dejarse llevar y seguir sentado. Resultaba difícil permanecer tranquilo en una tarde como aquélla, llevaba unos días acosado por reflexiones continuas, encerrado en casa, y, cuando su cabeza no descansaba, era casi imposible que lo hicieran sus piernas. Normalmente se dedicaba a vagar de un lado a otro, comenzando tareas que nunca terminaría, cambiándolas al menor atisbo de llevar demasiado rato en el mismo lugar. Quizá unas horas con Redford y Streep lograran mitigar la hiperactividad al menos en parte.

   Pasada algo más de media hora, empezó a anhelar vivir en un lugar como el de la pantalla. Un lugar en donde el tiempo no es inmediato, en donde los días son lo suficientemente largos como para vivirlos sin sobrevolarlos. Hace ya unos años que esprintamos la vida, que la recorremos sin notarla bajo nuestros pies. Los viajes ya no duran semanas, las cartas ya no se escriben, los trenes no se mueven gracias al vapor... Somos adictos a lo instantáneo. Necesitamos las respuestas enseguida, no hay tiempo para la reflexión. Se nos olvidó lo que es esperar en casa una llamada... ¿llamará, no llamará?...

   Comenzó a sentir nostalgia de unos días que no había vivido, cuando la partida implicaba polvo en el camino, sudor y cansancio. Cuando lo importante no era llegar, sino viajar. Cuando se podía no ver a una persona durante meses sin sentirse ofendido, porque oye... estamos demasiado lejos. Se nos ha olvidado el placer de echar de menos, de desear durante días el reencuentro, de lamer un sello de correos pensando cuándo llegará...

   La pantalla del teléfono móvil resucitó acompañada de un sólo tono. Una sonrisa acompañó su mano mientras escribía tocando la pantalla.... "Te echaba de menos..." Pasaron sólo unos segundos hasta que bajo su frase surgió otra diferente, sobre un fondo diferente, con palabras diferentes... "Yo a ti también...". El viaje y la sabana podrían esperar, habías llegado.
lunes, 12 de diciembre de 2011 0 comentarios

Alfombra

   Recuerdo despertar el domingo por la mañana. Recuerdo el frío seco del invierno tras la ventana, y la luz brillante del sol amanecido hacía ya rato. Recuerdo una habitación con una cama plegable en la que dormía, y una cinta elástica que sujetaba el colchón para que no se cayera al elevarla para ser recogida. Una vez que la cama había desaparecido, la habitación parecía un mundo nuevo, la moqueta azul se extendía ante mí como un océano entero de posibilidades. Mi madre pasaba el aspirador quejándose de que se acumulaba demasiado polvo, murmuraba que deberíamos poner un suelo de verdad. El olor a la calefacción de leña, a moqueta recién aspirada y a Navidad, convertía esas mañanas en un dulce para mi memoria. La felicidad es sencilla cuando se tienen siete años. Cuando el sonido del aspirador cesaba por fin, se podían escuchar con la justicia que se merecen los discos de Serrat cantando a Machado, a Miguel Hernandez... la voz de Sabina pisando el acelerador, mucho antes de que se volviera oscura y ronca, como nos gusta ahora... A veces se necesitaba poner un duro encima del brazo del tocadiscos para que no saltara repitiendo mil veces la misma palabra. El sonido a niebla tras la canción, que sonaba en aquellos discos negros y enormes para mí, aquellas portadas con grandes fotos y dibujos... todo aquello era magia y aún no lo sabía. Hoy la música suena diferente, suena a vida más vivida y no a vida por estrenar.
 

   Después del desayuno se podía salir a jugar al balón, a veces tratando de evitar que el perro lo robara y otras obligándolo a cometer el delito. Recuerdo hielo en el cerro, recuerdo el chorro congelado en pleno viaje de caída desde el grifo hasta el suelo de tierra. Nariz roja, orejas rojas... Los niños deben criarse al calor y al frío, al barro, a la lluvia y al pleno sol. No recuerdo si había leído siquiera un solo libro, pero aún no lo necesitaba, bastaba con la calle y la vida. No debemos olvidarnos de mirar al mundo como en aquellos días, al menos cuando todo viene torcido y feo. Recuerdo a mi padre dibujando inclinado sobre un tablero, rodeado de Rotring, reglas verdes con letras para rotular y cuchillas para corregir los excesos de libertad de la tinta rebelde. Cuando no dibuja, me lo encuentro en el jardín, que aún no lo era, cargado con carretilla y pala, ladrillo y cemento, tierra y azada. Guantes ásperos y barro en la cara. Mi madre, tras la limpieza, cocina y lee. Recuerdo libros, enciclopedia negra, Quijote rojo de lomos dorados y cuadernos de anatomía. Comenzaría a leer más adelante, a comerme los libros gracias al apetito que surgía de aquellas estanterías. Cuántas veces andamos perdidos sin saber que todo es mucho más fácil... somos de donde venimos.

   Recuerdo las comidas, sobre la mesa blanca. Las protestas por comer demasiado poco. La ventana enrejada de la cocina, demasiado alta entonces. La soledad de la casa en mitad de la nada que, con los años, encontró un exceso de compañía. Recuerdo almendros dulces y amargos, esparragueras y tomillo. Zapatillas con velcro, calcetines blancos. Recuerdo los baños calientes por la tarde y el viaje de noche para dormir en casa de mi abuela. Al día siguiente cogería el autobús del colegio después de la Maizena.

   En eso pensaba hoy domingo, con el invierno frío tras otra ventana, las nubes ocultando el mismo sol. Al pasar el aspirador por esta otra alfombra, se ha desprendido olor a moqueta azul.
domingo, 4 de diciembre de 2011 0 comentarios

Tu piel... superficie sin fin, suave como la noche, sobre la que dormí ayer. Cálido lecho en que perder la razón si alguna vez la hubo, arrópame de nuevo hoy, déjame respirar tu olor, déjame tu calor como anoche hiciste. El frío quedó fuera, olvidado, desterrado por siempre hasta la mañana, cuando tu mano dejó de leerme, de estudiarme en cada esquina, en cada curva de lo que soy.

Tu pelo... lluvia sin final, oscuro como la noche, que me cubrió ayer. Aroma a vida entera, a tierra y a fuego, a agua que fluye y que llueve. No permitas que me separe, no dejes que me marche si no he de volver a tocarte, si no has de volver a cubrirme como ocurrió ayer. Deja tras la ventana el miedo, la soledad y la muerte. Deja que vuelva a soñar enredado en la negra caída que me regalaste. Déjame oler el mañana pegado a ti.

Tus manos... herramientas del deseo, dulces como la noche, que me tocaron ayer. Final de ti misma que deja de ser final cuando me rozas. Deja que tus dedos me continúen y me beban como anoche, deja que los míos se abracen a ellos hasta no sentirnos más que uno sólo. Nada más que tus manos han de volver a tocarme, nada más que tus manos han de volver a vivirme. Deja el fantasma en la esquina, no nos robará más caricias.

Tus labios... suaves almohadas donde reposar los míos, calientes como me besaron ayer. Vuelve a probarme en cada pasillo de piel, vuelve a temblar con cada sabor nuevo, vuelve a sentir el cielo y la luna en cada beso. Deja que sueñen sobre los míos cada una de las noches que nos quedan, como soñaron ayer. Ellos me leerán con dulzura y conocerán mi sabor y no otros.

Tus ojos... ventanas de la impaciencia por tenerme, como me tuviste ayer. Vuelve a cerrarlos mientras somos uno, vuelve a mirarme con ellos llenos, como anoche, de hambre de carne y deseo. Nadie más que ellos ha de iluminar mi viaje dentro de ti. Haz que nunca llegue la última estación, hazme sentir de nuevo parte de tu calor mientras me miran.

Que no acabe nunca lo que anoche comenzó, prohibamos lo prohibido. Que tu cuerpo siga siendo tuyo y mi cuerpo mío, para que nos los podamos seguir regalando, como ayer, siempre.
miércoles, 30 de noviembre de 2011 0 comentarios

Visita nocturna

   Despertó en mitad de la noche. Dos ojos enormes, tratando de atravesar la oscuridad que le rodeaba, se movían inquietos buscando cada rincón de la habitación. No tenía ninguna duda de que lo había oído. Quería pensar que no había ocurrido, que dormía sumido en algún tipo de sueño inquieto, en una pesadilla que no recordaba, y que el sonido no había sido más que producto de su mente. Pero había sido real. Comenzó a sentir los latidos de su corazón en el pecho, oía la sangre circular a toda prisa por sus venas. Todo a su alrededor era oscuridad. Poco a poco comenzó a distinguir la silueta oscura del cuadro que decoraba la pared, el sofá junto a la ventana... ¿por qué estaba todo tan oscuro? ¿Dónde estaba la Luna? Una voz susurró en su oído... "Se ha ido..." Giró la cabeza bruscamente, los ojos más abiertos si cabía, la giró tan deprisa y hacia tantos lugares, que sintió que podría haberse roto el cuello. ¿Quién había dicho eso? El corazón era un latido ensordecedor, el sonido de su propia respiración estaba comenzando a aterrarle... 

   Entonces lo vio. Allí estaba, sentado en el sillón, la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado, cubierta por un sombrero negro, sumido en la oscuridad... lo estaba mirando... sintió que lo hacía... porque no podía ver sus ojos, ¿dónde estaban sus malditos ojos? Notó cómo el frío le recorría la espalda como una descarga, notó cómo su pelo se erizaba de puro terror y sus manos comenzaban a temblar, notó cómo ese hombre, sentado frente a él, lo atravesaba con una mezcla de ira y curiosidad insana, usando esos ojos que no estaban... ¿dónde estaban sus malditos ojos? Había un rostro en penumbra bajo el ala del sombrero, había unas manos oscuras, sin luz, un abrigo largo y negro como la noche... todo él irradiaba oscuridad, pero no tenía ojos... Lo imaginó sentado mientras él dormía, durante horas, durante días. Hacía frío.

   Estaba paralizado, las manos le temblaban, pero no podía mover ni uno sólo de sus músculos a voluntad. 
 - No deberías estar despierto... - Las palabras sonaron dentro de su cabeza, el otro no había hablado, sólo miraba. De algún modo estaba conectado a ese ser, a esa oscuridad que lo envolvía. De algún modo la habitación se hacía cada vez más pequeña y él estaba cada vez más cerca... 
- ¿Quién eres? - Lo único que pudo salir de su garganta fue una voz chillona y temblorosa. - ¡Márchate de mi casa! - Una carcajada fría recorrió el interior de su cabeza...
- Siempre he estado aquí... no puedo marcharme. No puedes imaginar siquiera quién soy, no podrás saber nunca qué soy. Eres una víctima y yo soy el verdugo, saber eso es lo único que necesitas.

   Notó cómo el sudor comenzaba a resbalarle por la espalda, pero estaba helado... La oscuridad no se movió de su sitio ni siquiera mientras reía. Su cabeza seguía inclinada hacia el mismo lado, sus manos oscuras eran borrosas y grises, y se apoyaban en los brazos del sillón sin agarrarlos. El frío salía de él... como un viento cortante sin viento. Se podía ver el mundo oscuro a través de su abrigo, todo el terror acumulado en sus visitas formaba parte de él. Mil gritos de agonía le recorrían los brazos, podía ver las lágrimas y las súplicas retorciéndose en su pecho... pero no podía ver sus ojos.
- No puedo ir contigo... - Las palabras sonaron a súplica. - No puedo marcharme aún... - Una lágrima resbaló. Aún no podía moverse. El otro tampoco se movía, pero de algún modo extraño estaba cada vez más cerca. Cada palabra lo acercaba más... 
- Nada ya puedes hacer - Ahora hablaba en susurros de nuevo. - La hora de partir ha llegado. No deberías haber despertado... 

   Esta vez sí se movió. Sus manos grises se apoyaron en los brazos del sillón y se levantó erguido y enorme. La oscuridad apareció desde su espalda, a ambos lados, como una marea rápida, imparable. Las paredes de la habitación desaparecieron, el suelo desapareció... todo se volvió negro excepto él. Se acercaba despacio pero no se movía. Cuando estuvo cerca... muy cerca... se inclinó. Sentía su aliento frío en las mejillas, en la nariz... Cerró los ojos con fuerza. No quería ver el fin. No podía controlar sus propias lágrimas y lloraba como un niño desconsolado abrazado a sí mismo.
- Abre los ojos. - No se podía desobedecer.


   Separó los párpados lentamente, con sumisión, el frío y el miedo le hacían temblar con tanta fuerza que temía llegar a romperse.... Y por fin lo comprendió. Allí estaban sus ojos, el ala de su sombrero le rozaba la frente, podía oler su piel, y podía ver sus ojos. Todo él era oscuridad, pero sus ojos eran vacío... No es que no estuvieran allí, nunca lo habían estado, porque eran la nada... No la desesperación, no la miseria, no la muerte, ni el miedo, ni la sombra, ni el frío, ni la noche. Sólo inexistencia, ausencia... 

   Sin poder dejar de mirarlos su boca se desencajó en un grito desgarrado, gritó como si le gritara a la propia muerte, los ojos de par en par, la garganta de par en par... 
- Ya no eres nada... - Y esas palabras lo convirtieron en VACÍO...
lunes, 28 de noviembre de 2011 0 comentarios

Bloqueo

   El otoño quiso entrar por la ventana mientras tecleaba delante de la pantalla. Una ráfaga de viento frío la abrió de golpe, acompañando el estrépito con un ir y venir de hojas muertas que se colaron por toda la habitación. Únicamente se molestó en cerrarla, ya recogería el resto más tarde. Estaba bloqueado. Llevaba más de dos semanas sin escribir una sola línea que valiese la pena. Antes se alimentaba de días como éste, pero ni siquiera la luz gris que atravesaba las nubes era capaz de traerle nada. Seleccionó el último párrafo que acababa de escribir y lo eliminó sin piedad. Nunca le había dolido tanto tener que sacar la basura de su pantalla, siempre estaba seguro de que lo mejor estaba por llegar, de que las palabras que llegaban a llenar el vacío de las asesinadas iban a ocupar mejor el espacio. Pero estos días todo era diferente. No encontraba el resquicio en su mente, normalmente atormentada, para poder pescar esa maldita frase que le detenía. Tenía la certeza de que nada de lo que vendría a sustituir lo desechado iba a ser mejor. Empezaba a desesperarse. Toda su vida quiso escribir... toda su vida necesitó escribir. El hecho de poder vivir de ello como lo hacía ahora no cambiaba nada. No importaba nada, sólo el no poder sacar de dentro lo que le comía. 

   Se recostó en la butaca y miró al techo mientras se balanceaba de un lado a otro  hasta que casi llegó a marearse. Había papeles por toda la mesa, la pantalla del ordenador había enraizado en un suelo de libros de hojas gastadas, rodeado de diccionarios y volúmenes de fotografía que tampoco sirvieron para inspirar más que suciedad. Un pequeño aparato de radio medio escondido en una esquina del desorden, dejaba escapar la voz de Dylan advirtiendo de que los tiempos estaban cambiando... irónico, quizá debiera dedicarse a vender enciclopedias de puerta en puerta si no conseguía acabar el libro, eso sí que es un cambio de tiempos. Miró la radio como si realmente fuera un ser del futuro enviado a reírse en su cara, pero se contuvo de arrojarla contra el suelo, o mejor aun, lanzarla por esa ventana recién cerrada. Por un momento disfrutó de la imagen en su mente, ése maldito cacharro JVC destripado contra el suelo cuatro metros más abajo. En lugar de eso decidió apagarlo y ponerse el abrigo. Tomaría un poco de aire fresco.
 
   Bajó las escaleras, y, al abrir la puerta de la calle, de nuevo una nube de hojas marrones, amarillas y de mil tonos ocre invadieron la casa. Ya recogería luego, algún día. Subió el cuello de la gabardina y encendió un cigarrillo antes de salir. Cuando cerró tras él, el frío de noviembre en el bosque le despertó del letargo como si hubiera recibido una bofetada. Empezaba a pensar que, al fin y al cabo, no había sido tan mala idea mudarse a 50 km de la ciudad. Al menos podía caminar rodeado de un viento helado, mientras esquivaba las hojas que amenazaban con lastimarle la cara de verdad. Metió la mano izquierda en el bolsillo mientras fumaba con la derecha. Algún día volvería a dejarlo, probablemente mañana...

   Caminó por el sendero de tierra que atravesaba el bosque alrededor de la casa hasta llegar al lago. El vecino más cercano estaba a diez minutos en coche y ni siquiera lo conocía. Su odio a relacionarse con la gente que vivía cerca de él, lo había acompañado siempre. Los vecinos desconocidos son los mejores vecinos, su padre siempre lo había dicho. Eso le llevó a morir solo y sin que nadie notara su ausencia durante días. Pero una vez que uno ya está muerto, eso no importa mucho, ¿no es cierto? Llegó al embarcadero del lago en diez minutos de paseo lento, frío y húmedo. A nadie se le ocurriría salir a pasear en un día como éste, pero al menos no llovía aún. Se detuvo en el extremo del embarcadero de madera y se sentó con los pies colgando sobre el agua. Algún día tendría que salir a pescar algo, seguro que habría buenos peces... Bueno, algún día haría tantas cosas... Miró a su alrededor y sólo vio bosque y agua, olió la tierra mojada, sintió la urgente llegada de la lluvia... Los troncos sobre los que se había sentado estaban aún húmedos, pero no le importaba. La verdad es que aquel lugar era increíblemente hermoso. Se alegraba de estar allí. 

   Le sacó de su ensimismamiento el sonido del teléfono que llevaba en el bolsillo. En contra de lo que se podría pensar, las compañías telefónicas eran lo suficientemente hábiles como para no dejar escapar a un cliente, aunque éste se fuera a vivir al fin del mundo. Descolgó el teléfono.
- Hola. 
- Hola. - Una voz de mujer joven respondió al otro lado. - ¿Cómo estás? ¿Ha sido una mañana productiva?
- La verdad es que no he escrito nada más que porquería...
- Eres demasiado duro juzgándote, aunque supongo que por eso has llegado a tener esa casa. - Parecía preocuparse sinceramente.
- Lo cierto es que es eso exactamente lo que me ha hecho llegar hasta aquí, tiene usted toda la razón señorita... - Sonrió por primera vez desde el amanecer.
- Siempre la tengo.- Dijo ella riendo. - Llegaré mañana y estaré allí hasta el lunes, he conseguido organizarlo. He decidido pasar contigo todos los minutos que pueda. Me temo que no escaparás.
- Me temo que no deseo hacerlo... Te esperaré impaciente. 
- Un beso, te llamo esta noche. - Colgó.

   Al guardar el teléfono en el bolsillo se dio cuenta de que aún estaba sonriendo. Volvió a mirar a su alrededor. Todo seguía siendo increíblemente hermoso. Sabía lo que estaba ocurriendo, lo había temido durante años. Siempre había estado seguro de que no podría escribir una sola línea que valiese la pena si esto llegaba a suceder. Nunca podría escribir siendo feliz. Se le escapó suspiro de resignación. No le importaba. 

viernes, 25 de noviembre de 2011 0 comentarios

Luna

   ¿No era acaso la Luna la que guiaba sus pasos a través de la noche? Desde allá arriba lo contemplaba con mirada preocupada para que no se desviara del camino. Enorme y gris, llena de frío y llena, brillante como el sol a medianoche. Las hojas del bosque esparcían su luz en haces blancos que iluminaban las zonas del camino que él seguiría. Avanzaba helado sin saber a dónde, mirando temeroso a su alrededor, desvalido, solo, abandonado. La espalda encorvada, los brazos rodeando el pecho, se limitaba a seguir el camino marcado por la luz blanca. Ésa que le guiaba al interior de la espesura, siempre hacia delante. A su alrededor escuchaba sonidos estremecedores, pero no veía nada, nada más que lo que ella le mostraba. El viento era frío como la madrugada, no le dejaba dormir, no podría parar hasta que no llegase a dónde ella confiaba. Había huido hacía mucho, había dejado atrás el calor, la luz del fuego. No sabía por qué comenzó a caminar, sólo recordaba una voz lejana en su oído y un olor a noche despejada. Lo siguiente era frío y un sendero iluminado...
   ¡Un momento! ¿Acaso no era una sombra lo que había cruzado ante sus ojos? Se movía deprisa y la luz de ella no consiguió iluminarla. Se paró, escuchó, miró... nada. Avanzó más despacio, más temeroso, más helado. Paró, allí estaba, por un segundo había estado. Una sombra alargada que se deslizaba casi a ras de suelo. No hacía ningún ruido, pero la había visto, desapareció de nuevo en la sombra antes de ser real. Se mantuvo inerte, atento, inmóvil... nada. Esta vez avanzó más deprisa, el terror le atenazaba, pero tenía que encontrarla. La voz débil de su oído le rogaba que la buscara, el olor a noche despejada le obligaba a no perderla. Anduvo veloz un gran trecho del camino blanco, ya no sentía apenas frío, la sangre recorría su cuerpo a la velocidad del miedo y la impaciencia, al ritmo del deseo de encontrarla. Esta vez no fue la sombra lo que le detuvo, sino dos puntos brillantes, lejanos, de un verde como ningún verde. Avanzaban desde la oscuridad. La Luna se detuvo un instante, el trabajo estaba hecho. Detrás de esos ojos verdes como ningún verde, la sombra se plantó en medio del sendero, justo ante él. No la oyó, sólo la vio saltar de entre los árboles. Pero ahora sí podía verla. Una elegante gata negra, de pelo negro como ningún negro y ojos verdes como ningún verde, lo miraba fijamente.
- Te esperaba. - Dijo ella con su voz verde y negra.
Amanecía....
viernes, 18 de noviembre de 2011 0 comentarios

Café

- ¿Cómo estás? - la taza de café caliente la protegía, de modo que él sólo podía ver sus ojos a través de la fina capa de humo. Seguían siendo preciosos.
- No puedo quejarme. Hace una semana que me han vuelto a ascender, ya sabes, despacho más grande, un piso más arriba...
- Te veo más delgado, ¿no estarás comiendo como siempre? Recuerda lo que te dijo el médico, tienes que cuidarte.
- Estoy comiendo bien, te lo prometo. Lo cierto es que llevo unas semanas de demasiado trabajo y no encuentro momentos de calma. Eso consume a cualquiera. - Una leve sonrisa acompañó la frase. La verdad es que hacía meses que no comía más que lo primero que encontraba en casa, que muchas veces era demasiado poco. Había tenido que comprar ropa nueva casi cada semana. Dormir era una pesadilla cada noche, había probado pastillas de todo tipo, recetadas por su médico o por cualquiera que las ofreciese, pero no conseguía dormir más de una hora seguida. Sus ojos se hundían cada vez más, rodeados por unas ojeras malvas mal disimuladas por las gruesas gafas de pasta negra.
- No estoy segura de que sea eso. No tienes buena cara, pareces muy cansado. - La lluvia golpeaba el ventanal de la cafetería con lenta en insistente parsimonia. Casi nadie caminaba por la calle a esa hora de la tarde, y los pocos que lo hacían se apuraban por llegar a sus casas lo antes posible. - ¿Cómo está Rufo?
- Cada día más viejo, el veterinario ha dicho que es muy probable que tenga cataratas. En una semana quizá tenga un hueco para la cirugía. Es irónico, un antiguo perro lazarillo quedándose ciego... - Ambos sonrieron.
Rufo era un labrador negro que habían adoptado cuando ya no fue útil como perro guía. Tenía más de once años y la cara canosa, pero seguía comportándose como un perro de trabajo cada vez que lo sacaban a la calle. Para un tipo acostumbrado a no respetar un solo semáforo, los paseos se hacían interminables, pero era una de las pocas actividades que le hacían sentir vivo cada día. Ella no había podido quedárselo cuando se marchó, porque el piso era muy pequeño y pasaba demasiadas horas trabajando. Él no lo reconoció, pero era un gran alivio seguir teniendo alguna responsabilidad en casa.
- ¿Recuerdas a Ana? Ayer me la encontré en la calle Ancha. Tomamos un café, se ha mudado al norte de la ciudad. Parece que le van bien las cosas.
- Me alegro por ella, no me imaginaba que se fuera a tomar tan bien la separación. El pobre Juanjo se anda arrastrando aún de bar en bar. El otro día me confesó que prefiere llegar borracho a una casa vacía. Lo peor es que hace ya demasiado tiempo que no escribe y está pensando en vender la casa. - En aquella casa enorme, situada en la colina, habían pasado grandes momentos todos juntos. Se le hacía un nudo en la garganta al pensar que otras personas pudieran borrar aquellas tardes con su sola presencia.
- Imagínate, la mayoría de los escritores aprovechan los momentos de flaqueza para escribir sus mejores obras, en cambio el nuestro... - Se sorprendió a sí misma cuando oyó sus palabras. En realidad hacía más de un año que no sabía nada de él, pero seguía siendo su escritor. Se sentía unida al grupo tal y como lo había estado los años anteriores. Pero seguía temiendo que los demás no la vieran del mismo modo. La separación fue tranquila, con los sobresaltos mínimos tras la rotura de una convivencia demasiado prolongada, así que realmente no había nada que temer, pero esa sensación no la abandonaba.
- Sí, el nuestro es demasiado especial. Ni siquiera deprimido es capaz de escribir una buena línea... - Esta vez sonrió abiertamente por primera vez en días. La verdad es que quería demasiado a ese desgraciado. - ¿Recuerdas cuando le dejó la anterior? Se encerró a escribir su gran obra durante un mes, y su editor le puso en su lista negra al leer semejante basura... No le dejó ni sacarla del despacho, ¡la trituró allí mismo! - ambos rieron con ganas.
- No me gustaría que tuviera que perder la casa. En aquella casa les dijimos a todos que íbamos a vivir juntos, ¿lo recuerdas? - Fue en una tarde fría de invierno, con la chimenea encendida y las copas de vino posteriores a la cena. Estaban todos allí. Ninguno de ellos sabía siquiera que hacía un par de meses que habían empezado a verse a solas. Juanjo descorchó su mejor cava para celebrar la noticia y todos les abrazaron y besaron entre sonrisas y caras sonrosadas por la bebida. Parecía la escena final de una de esas series ñoñas americanas que veían en Navidad cuando eran niños. Pero se quedó grabado en ella demasiado profundo como para olvidar. Lo seguía recordando con tanto cariño que hasta le dolía.
- Claro que lo recuerdo. Ya hace demasiado tiempo. - Desvió la mirada hacia la lluvia, que ahora caía con más fuerza. En la cafetería no quedaban más que un par de personas sentadas en una mesa en la esquina contraria del salón. Era agradable. Sabía que ella estaba preocupada por él. Tenía que reconocer que su aspecto no invitaba al optimismo. Pero saldría adelante, lo había hecho en otras ocasiones, aunque esta vez iba a tener que levantarse desde un suelo algo más profundo. Tardaría.

El camarero se acercó a comprobar que no les faltaba nada y aprovecharon para pedir otros dos cafés. Durante los años de convivencia se habían acostumbrado a compartir silencios, sin esa absurda necesidad de hablar que la mayoría de las personas sienten cuando pasan más de diez segundos sin dirigirse la palabra. A ambos les gustaba el silencio compartido. Así que guardaron silencio hasta que el camarero vino con dos nuevas tazas humeantes de café recién hecho.

- Gracias por seguir ahí. - Él levantó la mirada y la miró a los ojos al escuchar sus palabras.
- No podría estar en otro sitio. - En sus ojos descubrió la tristeza, oculta tras el maquillaje que cubría el tono violeta bajo su mirada. Volvió a darse cuenta de lo estúpido que era. Él no era el único fantasma que vagaba de casa al trabajo, el único que notaba la soledad sobre los hombros incluso mientras dormía. Una ola de cariño le recorrió la nuca y anidó en el pecho. No había podido dejar de pensar en él mismo desde que ella se marchó de casa. Había mirado cada rincón vacío, cada hueco que ella había dejado, sin darse cuenta de que las relaciones son como un puzzle, cuando se separan las piezas unidas, quedan huecos vacíos en ambos lados. - Y aquí seguiré.
- Yo también sigo aquí... - Ella sonrió consciente de que una lágrima comenzaba a deslizarse lenta. La dejó caer con calma. Hoy no era uno de sus mejores días. Le había costado mucho reunir fuerzas para despertar y salir al trabajo. Antes de que él llegara, había tenido que retocarse el maquillaje en el baño de la cafetería, porque no había podido evitar ponerse a llorar en silencio en el taxi. Ella también era consciente de que la tormenta pasaría, y de que poder contar con él ayudaba a mojarse algo menos bajo el aguacero.

Volvieron a quedar en silencio mientras bebían. Qué agradable resulta siempre el calor en las manos de una taza de café en una tarde de invierno.
- ¿Cómo va tu trabajo? - Ella había ascendido hasta la dirección de marketing de una empresa de moda pequeña pero en pleno crecimiento. Él sabía que era capaz de controlar con pulso firme a todas las personas a su cargo, y que todas ellas la adoraban. Era una pregunta de rutina, pero le sirvió para tomar aire.
- Bastante bien, la verdad. Dentro de tres semanas hago un viaje a San Francisco para coordinar la nueva campaña. Estoy muy ilusionada con esto. Pasaré allí una semana y un par de días en Nueva York. Planeamos nuevas tiendas. - Los ojos le brillaron con la emoción de una niña antes de abrir los regalos. Él sonrió. La imaginaba caminando por la Quinta Avenida con los ojos de par en par mirando a las alturas, como la primera vez.
- Me alegro mucho, pero no te olvides de nosotros cuando llegues a la cima... Resérvanos alguna copita de vino de vez en cuando.
- No sé yo qué decirte, quizá no me convenga codearme con gente tan desarrapada... - Ambos rieron.
- He de marcharme ya. - Él tomó su mano sobre la mesa con suavidad. - Rufo no esperará eternamente su paseo. A ese perro viejo no le importa en absoluto mojarse un poco.
- Está bien, yo me quedaré un rato más, aprovecharé para trabajar un rato.
- De acuerdo. - La besó en la frente. - Nos veremos antes de tu viaje.
- Claro que sí.

Ella le miró a través del ventanal mientras levantaba el cuello de su gabardina y se adentraba en la lluvia encorvado con las manos en los bolsillos. Cuando desapareció, lo que quedó ante sí fue el reflejo de su propia mirada sobre el cristal. Ella sí veía los ojos hundidos y esa maldita sensación que le invadía siempre que le veía marchar. Una sensación de terror, pánico a que fuera la última vez que se callaban juntos. Sacó su ordenador y se puso a teclear.
Muchos años más tarde, una día de invierno, sin lluvia pero con una copa de vino en la mano, en silencio, en el balcón de la casa de la colina mientras los demás charlaban, con él a su lado y la mirada perdida en la caída del sol, recordó aquella tarde. Afortunadamente en esta vida hay personas que llegan para quedarse.
martes, 15 de noviembre de 2011 0 comentarios

Recordar

Todo en mi vida parece provisional. Es posible que ésa sea la razón por la que encuentro tanto placer en navegar por el pasado. Recordar ha sido siempre un refugio para mí, pero me he encontrado con que el presente se me escapa de las manos. Intento atraparlo, pero casi sin darme cuenta ya lo estoy recordando de nuevo. Ésa es la razón de que esta mañana aún no haya intercambiado palabra con nadie. No estoy aquí. Desde el amanecer estoy viviendo hace un mes. El método es sencillo, se elige un punto de partida, o él te elige a ti, y a partir de él, avanzas dando pinceladas a través de los días. Te entretienes en rememorar los momentos en los que aún tenías esperanza, y te enfangas en aquellos en que se te rompía el alma. Curiosamente, a los recordadores patológicos nos proporciona idéntico placer el sufrimiento que la esperanza. Triste destino el nuestro. Todos deberíamos experimentar alguna vez esa sensación de caminar por la calle en otro tiempo al que en realidad caminas. El presente se desdibuja, las personas que te rozan en la acera ni siquiera llegan a captar una mirada tuya, el frío y la lluvia te mojan y congelan pero tú no sientes nada. Todo tú estás viendo una mirada que ya no es, leyendo unas palabras que se borraron, sonriendo una sonrisa que pasó...
Los mejores días para recordar son los días grises. El sol deslumbra con tanto presente y te aletarga la labor. Por eso prefiero el otoño. Se puede caminar bajo la lluvia, oler la tierra mojada, notar el frío en las manos y caminar por la ciudad más solo. Afortunadamente no somos mayoría los que disfrutamos mojándonos bajo la lluvia. Las personas de bien corren a sus casas, al refugio del calor de las otras buenas personas que comparten su presente. Sólo los desheredados del hoy, los viajeros del tiempo que nunca miran el futuro, nos quedamos bajo el aguacero saboreando el frío de las gotas recién llovidas. A ti te encontré bajo mi última tormenta, pero te perdí escondido en una cueva oscura hace unos días. Hoy sigue lloviendo tras la ventana y yo sigo vagando perdido, melancólico y gris, buscando en el mes de octubre el placer profundo de la tristeza. No hablaré con nadie porque no hay nadie donde te pienso.
Le tengo miedo a la soledad de la noche. En ese momento los recuerdos se transforman en monstruos aterradores que me acechan tras la puerta. Sus dedos largos y huesudos intentan tocarme, sus manos están frías y se ríen a carcajadas mientras yo escondo mi cabeza bajo las sábanas. Quieren llevarme a un lugar desconocido donde dejaré de ser yo mismo, y me convertirán en una vida pasada sin ojos cálidos que me miren. Un lugar alejado de mi lluvia plácida y mi olor a tierra mojada, alejado de ese octubre, alejado de las cicatrices que me encargué de mantener siempre en su sitio para poder visitarlas en mañanas como ésta. Temo a la noche aún más que a la vida. Apenas duermo tratando de apartar los fantasmas que rodean mi cama en la oscuridad. Me acosan sin ninguna piedad hasta hacerme llorar como un niño asustado. No hay ningún arma mágica de la que me pueda servir, la luz no les aleja, mis palabras les divierten y mis lágrimas les hacen crecer más fuertes. Siento hacia ellos odio y rabia desmedidas, noto su peso en la espalda. Pero en las tardes grises me dejan solo, para poder volver a encontrarte bajo la tormenta, como la primera vez.
Antes había gente que me quería, pero ya no pueden alcanzarme. Me he marchado hace tiempo. Primero se fueron mis oídos, dejé de oír sus palabras, al principio oía una voz apagada cerca de mí, pero ya no oigo nada. Luego se marcharon mis ojos. Sus figuras se difuminaban, estaban delante de mí y mis ojos les enfocaban, pero fueron desapareciendo hasta que ya no les vi. Cuando dejé de sentir su tacto, cuando sus manos ya no provocaron ninguna sensación al rozar las mías, supe que me había marchado. Puede que ellos sigan aquí, no lo sé, pero yo ya no les siento. No hay llamadas de teléfono, no hay notas en la pared... sólo humedad y un viaje a ningún lugar. La soledad es silenciosa. Y en lugar de trabajar, esta mañana he decidido quedarme a mirar la lluvia, aderezar cuidadosamente las heridas y esperar. No sé si espero la noche, espero la luz del sol o quizá que la lluvia no termine nunca. Sólo me quedaré quieto esperando. Sólo espero.
domingo, 6 de noviembre de 2011 0 comentarios

Olvido

   ¿Podemos olvidar? Lo que vivimos se queda grabado en algún lugar que aún no conocemos. ¿Cómo vamos entonces a conseguir extirpar un recuerdo? Todos querríamos olvidar momentos, lugares, personas... pero justo en el momento en que nos lo proponemos es cuando se vuelven inolvidables. Un amigo me dijo un día que los recuerdos nos hacen ser quienes somos. ¿Acaso entonces somos lo que nunca queremos ser? Si estamos poblados de recuerdos que no deseamos, que queremos olvidar, somos quienes no quisimos nunca.
   ¿Cómo podría olvidarte? Mi razón me habla al oído incluso cuando sueño, me lo ruega. Mis amigos, todo el que me rodea, me dirige hacia tu olvido. Pero cuánto más me alejan de ti, más cerca te encuentro. Ayer decidí no pensarte nunca... y no paro de pensarte desde entonces. He llorado mil veces buscando una razón para expulsarte, he encontrado mil razones para hacerlo, y he fracasado mil veces hasta hoy. He rozado la locura todos los días, y me he vuelto loco todas las noches. No se puede olvidar en soledad. No se puede olvidar cuando no se quiere. Ése es mi secreto, el que nadie conoce, ni tan siquiera tú. La verdad es que no quiero olvidarte, no quiero que tu herida se me cierre, necesito el dolor para estar vivo. Es tu sangre la que recorre el hueco de mi pecho hoy. Si te expulso, si te olvido, estaré muerto. ¿Cómo seguir adelante sin tu aliento? ¿Hacia dónde puedo huir si no tengo la esperanza de encontrarte? ¿Cómo dejar de preguntarme dónde estás cada momento, si tú sí me piensas o si me has echado ya? Soy un adicto al dolor que me causa tu ausencia. Lo busco, me tumbo con él en la alfombra, me moja con la lluvia de noviembre. Me gusta su compañía, temo que si desaparece dejaré de ser. No, no podemos olvidar lo que no queremos. Esperaré a que la nostalgia de ti me consuma, la respiraré despacio hasta entonces, no tengo prisa. Prefiero esta guerra a la paz sin encontrarte. Prefiero el dolor de tu ausencia a tu ausencia sin dolor. No voy a olvidarte.
viernes, 4 de noviembre de 2011 0 comentarios

¿Cómo es vivir sin estar vivo?

  ¿Cómo es vivir sin estar vivo? Yo lo sabré mañana. La primera mañana sin vida y respirando. Mi vacío se habrá hecho inabarcable. La noche, mientras duermo, lo habrá ido extendiendo desde mi pecho hasta el universo entero. El vacío, el frío que sucede tras la pérdida de la sangre hoy. No habrá más mañana para mí desde mañana. No habrá relatos de terror que calienten la tarde, no habrá diosas naciendo en cuadros nunca más. No habrá ojos, ni sonrisas, ni cicatrices. Ni un sólo día de los ya vividos servirá para encender mi chimenea este invierno. Sólo espera el frío, el hielo de la vida que no es vivida. Lo sabré mañana.
viernes, 28 de octubre de 2011 0 comentarios

Un día cualquiera


    Todo aquello que nos sucede en la vida tiene una razón, un objetivo oculto detrás de los malos momentos, que nos conducirá hacia algo que, de otro modo, no podría haber ocurrido. Eso al menos es lo que he pensado toda mi vida... hasta hoy. Esta mañana, la luz que entraba por la ventana no era luz. Un amanecer a regañadientes que se negaba a suceder. Un cielo gris oscuro cubría la ciudad, y el sonido de los coches que se amontonaban en las calles, lentos a causa de la lluvia que les chorreaba del cielo, hacía que sintiera más hondo que nunca la suciedad de mi vida. El mundo apesta, no sé cómo podemos soportar el olor. Supongo que de la misma manera que nos habituamos a reprimir la náusea en un metro atestado a la salida del trabajo. Lo hemos aceptado de ese modo, porque pensamos que no hay otro modo. Estamos tan equivocados...

    Eso es lo que he pensado mientras salía de la ducha, hace un minuto, justo antes de pararme delante del espejo a contemplar mi cara de imbécil. Barba de tres días, ojeras malvas, profundas como el mismo agujero en el que estoy metido. Últimamente he notado que me cuesta reconocerme delante del espejo por la mañana. La primera vez me resultó extraño, pero a eso también me he ido habituando. Ahora, cada vez que me ocurre, me saludo a mí mismo haciendo un gesto con la barbilla, como si el imbécil no fuera yo sino el tipo de enfrente. Pero el muy desgraciado me devuelve el saludo, juraría que hasta un poco más sonriente que yo... maldito capullo. Había decidido no afeitarme en toda la semana, pero he cambiado de opinión. Bueno, quizá haya sido por la sugerencia que me hizo ayer el director de mi sector.... “Luis, si quieres parecer un cerdo me parece bien, pero como mañana no vengas afeitado te pongo en la puta calle”. Sorprendeos, ése ha sido el final de mi revolución estética, planificada junto al más bobo de los tipos que se han dignado a ser mis amigos a lo largo de mi vida... “¿A que no tienes huevos a dejarte barba? ¿A que eres un mierda que no se ha saltado las normas en su puta vida?¨ Ante semejante despliegue de sentido común, un hombre como yo, de pelo en pecho, vivido, viajado, bebido y vomitado, no tenía más opción que la de aceptar el reto. Pero como, efectivamente, se me podría definir como un mierda que no se ha saltado las normas en su puta vida, y que aprecia el poder comer mañana, en este mismo momento vuelvo al redil, me corto mis huevos, y me afeito como está mandado. 
    Así transcurre mi vida, en un ir y venir al trabajo, en un parar el fin de semana para poder emborracharme y llegar a casa a tientas, dejarme caer en la cama casi inconsciente, despertar al día siguiente para seguir borracho y retomar después el ir y venir al trabajo. En ese metro atestado de gente sudorosa, que reparte su hedor convirtiendo el vagón en una suerte de cámara de gas donde no mueres sino que lo deseas. Pero hoy va a ser diferente... Hoy he decidido que todo eso va a cambiar. Voy a agarrar mi vida, la voy a girar y doblar, la voy a modelar, la estiraré y esculpiré como siempre he soñado. No pienso callar ni un minuto más. El mundo será mío a partir de ahora, ese subnormal del espejo se va a quedar en el espejo.... bueno, creo que ya estoy bien afeitado. Voy a vestirme. 
   Muchos de mis compañeros de trabajo se sienten especiales por llevar traje y corbata. Miran a los otros ocupantes del vagón con esa mirada de superioridad que creen que les otorga el maletín de imitación de piel, que compraron en El Corte Inglés por cincuenta euros. Pero sólo hay que mirar sus zapatos baratos, con suela de goma, ésos que se compra la gente que quiere aparentar ser lo que no es, y que, por alguna razón oculta en su cerebro de gilipollas, creen que los demás no vamos a ver, para darse cuenta de lo que son. Una panda de palurdos, que en el siguiente transbordo se mezclarán con otra panda de palurdos, hasta convertirse en una legión de palurdos que vomitan las bocas de metro de la zona financiera a las ocho de la mañana. Un ejército de engominados macarras que calzan zapatos baratos y caminan entre edificios de cristal. Yo soy uno de esos tipos. 
    Una vomitona me recibe en la escalera del metro. ¡Joder! Si bebes un martes, ten al menos la dignidad de irte a vomitar a tu casa. El andén está atestado de gente sin forma, todos grises, todos uniformados, no tienen rostro, están solos. Hay gente de todo tipo, pero son todos la misma persona, viven en una especie de hipnosis autoinfligida con el fin de soportar una vida sin color. Sus cerebros caminan planos, sus ojos no ven, no están vivos. Me coloco al lado de un tipo que huele a perfume barato. Apesta a perfume barato. Las personas grises tienen tendencia a olvidar los placeres de un olor suave, y se decantan por este tipo de bazofia que marea. ¿Será un tímido intento por diferenciarse de la masa informe que le rodea? Sea como sea, ha fracasado, lo único que provoca es una atmósfera irrespirable, una especie de nube contaminada que aparta a las demás personas sin cara de su lado. Joder, es que apesta a perfume barato. Pero al menos me ha servido para poder colocarme en el hueco que le rodeaba y poder acceder al siguiente tren. ¿Os habéis fijado en cómo hay mucha gente que busca el contacto físico en las aglomeraciones? Hasta ahora mismo no se me había ocurrido más que son unos malditos reprimidos, degenerados e hijos de puta que sólo intentan ponerse cachondos rozándose con los demás. Siempre me los he imaginado corriendo a casa empalmados a intentar tirarse a su mujer antes de que les vuelva la rutina de la impotencia. Pero hoy estoy cambiando. Me ha dado por pensar que quizá saben que están solos, que saben que les rodea el frío, que su vida no se vive, y buscan desesperadamente el roce de otro ser humano, la calidez de alguien que te abraza y sientes la compañía..... Ya he llegado a mi parada.
    Salgo rodeado de fantasmas que comienzan a encender sus cigarros en cuanto ven la poca luz que nos recibe. Camino decidido entre ellos, la cabeza alta, la mirada resuelta y el paso firme. Noto cómo se apartan de mi camino, dejan paso a ése nuevo hombre que nace hoy. Voy a decirle a mi jefe que me largo, que es un maldito retrasado, que no aguanto ni un segundo más su aliento de fumador compulsivo que me asquea. Quiero ver sus ojos cuando le diga que es un mamón lameculos, que si estuviéramos en la calle le daría un sopapo. Voy a reírme en su cara, mientras le rompo en las narices la puñetera acreditación. No necesito esto, me iré de aquí, a un lugar donde poder ser quien yo quiero ser. Una sonrisa recorre mis labios por primera vez esta mañana. Hoy es ese día. 
    Enseño la acreditación al guarda de seguridad de la puerta, que asiente con la cabeza. Me dirijo al ascensor exultante, oprimo el botón de la planta quince y vuelvo a escuchar la misma cancioncita machacona de cada mañana. ¿Quién carajo elige la música de los ascensores? ¿Acaso no se dan cuenta de que te pueden llegar a sangrar los oídos por escuchar esa basura? LLega el momento, salgo del ascensor en su busca... 

    - ¡Hombre Luis! ¡Veo que ha preferido el afeitado al paro! Me alegra, a fin de cuentas le apreciamos...
    - Sí señor González, creo que tenía usted razón...
    -¡Pues ale! Ánimo, que aún le quedan unas cuántas horitas para el descanso, vaya actualizando su facebook o algo...
   Nada de lo que nos sucede en la vida tiene una razón oculta. Me siento en mi mesa, enciendo el ordenador y actualizo mi estado... “Acabado¨.

martes, 18 de octubre de 2011 0 comentarios

Soledad

  • Me siento solo.
  • Yo también.
  • Quiero escapar.
  • A algún lugar donde nadie me conozca, lejos de todo esto. Empezar de cero, como si volviese a nacer. Enterrar todo lo que ha pasado. Enterrarlo bien hondo y pensar que jamás ha ocurrido.
  • ¿Sabes? No recuerdo el primer día que vi el mar. Pero sí que recuerdo el día en que me di cuenta de que el mar existía. Iba sentado en el asiento de atrás del viejo Renault 18 de mi padre. No sé qué edad tenía. Era verano, supongo que el mes de agosto, y llevábamos varias horas en el coche. De pronto, mi madre sonrió y dijo: “¡Mira!”. Entonces miré hacia donde apuntaba su dedo y allí estaba. Había aparecido de pronto, sin avisar, sin anunciarse. Era enorme y azul. Recuerdo que tuve la sensación de que me faltaba el aire. Un niño sin respiración, con la boca abierta, mirando el mar en el asiento de atrás de un coche. No he vuelto a sentir esa sensación desde aquel día, la sensación de no ser absolutamente nada, de ser enormemente pequeño. 
  • Yo tengo esa sensación cada día. Siempre he vivido de cara al mar, pero lo que me hace sentir pequeña es levantarme cada mañana. Hay unas cadenas que me mantienen atada a este maldito lugar. No puedo caminar. No puedo escapar. NECESITO escapar.
  • Las personas que encuentro en mi vida hablan un idioma que no es el mío. No les entiendo. Cuando me hablan les miro a los ojos y no veo nada. Están vacíos. Dentro no hay nada que importe. He venido de un lugar muy lejano a rodearme de gente que no me ve. 
  • Tengo una coraza a mi alrededor. No entra nadie. Hay veces que por sus rendijas salgo un poco, me asomo, miro a mi alrededor. Pero me duele. Me duele y me vuelvo dentro. Nadie entra. Estoy sola. Paso mi día rodeada de personas, pero estoy sola. Ninguno de ellos es capaz de sentirse pequeño mirando el mar. Pasan por la vida sin ver. Están ya muertos sin haber vivido jamás. Hablo pero no me escuchan. Me miran, se fijan en mis labios mientras se mueven, oyen mi voz, y luego se ríen. No han entendido nada.
  • Marchémonos.
  • De acuerdo.
  • Vamos a irnos lejos, y, cuando lleguemos allí, nos alejaremos aún más. A mí no me buscarán.
  • Y a mí nunca van a encontrarme.
  • No nos llevaremos nada. No diremos adiós. Nuestros hombros tienen que caminar libres, sin peso. Y cuando lleguemos no los cargaremos con nada. Seguirán siendo libres siempre.
  • Tú caminarás conmigo y yo contigo. Cuando hable, tú me entenderás, cuando mires, me verás.
  • No quiero sentirme solo.
  • Yo tampoco.
  • Es tarde, nos veremos mañana.
  • Sí.
   El clic de la pantalla al apagarse hundió la habitación en la sombra. Silencio. El tecleo se había detenido y volvía a estar sola. Al menos, pensó, esta noche podría dormir viendo a un niño sentado en el asiento trasero de un coche, aplastado por el mar.
domingo, 16 de octubre de 2011 0 comentarios

Amistad


   
   Atardecía un día plomizo a la orilla del río. El viento frío secaba la piel y los peces dejaban sus huellas concéntricas en la superficie del agua cada vez que emergían a por su bocado. Un viejo sauce arrugado de más de doscientos años se inclinaba sobre la orilla izquierda, y a sus pies, sentado, mirando hacia la otra orilla cubierta de vegetación verde oscura, se encontraba un hombre de espalda combada. Llevaba una gorra de pana verde heredada hacía demasiados años de su abuelo. La seguía usando, ajada y descolorida, sólo por mantener en su memoria a aquel viejo gastado que le había enseñado que ser diferente no era lo peor que te podía pasar en el mundo, sólo era algo más jodido que ser como los demás. Hacía rato que había dejado de llover, pero el suelo aún guardaba la humedad del otoño. Pronto volvería a descargar una fina lluvia, pero él ya no estaría allí. 
  Justo detrás de él aparca un todoterreno negro, los cristales traseros tintados, como intentando ocultar permanentemente a todos aquellos viajeros que nunca se habían sentado allí. De él desciende un hombre vestido con vaqueros y zapatillas de deporte, lleva un jersey azul de cuello alto y una gorra de béisbol de los Yanquis de Nueva York. Se acerca al hombre sentado y, sin dirigirle una mirada, se sienta a su lado en silencio. 
  • Deberías habérmelo dicho. Hubiese estado a tu lado. - El hombre de la gorra de pana ni siquiera lo mira.
  • Ya estabas a mi lado.
  • Pero no lo sabía...
  • Eso no importa.
  • Joder, a mí sí me importa, tenías que habérmelo dicho. 
  • Lo sé.
  • ¿Cuántos años tenía ya?
  • Doce.
  • ¿Cuánto hace que no lo veías?
  • Once.
  • Lo siento mucho.
  • Lo sé.
  • ¿Qué ha pasado?
  • Estaba enfermo desde hacía más de dos años.
  • ¿No lo sabías?
  • No.
  • Esa maldita zorra...
  • Sabes que ella no tiene la culpa, ni siquiera estaba consciente cuando se marchó.
  • Joder, era tu hijo. Tenías derecho a saberlo.
  • Ya no sé si era mi hijo. 
  • ¡Pues claro que era tu hijo! Diga lo que diga esa maldita zorra tenías todo el derecho a saberlo.
  • Ella sólo estaba protegiéndolo.
  • ¿De su padre?
  • No, de mí.
  • ¿Has estado bebiendo hoy? 
  • Llevo seco un par de meses. Sólo he estado escribiendo un rato.
  • Está bien. ¿Dónde lo han enterrado?
  • No ha querido decírmelo.
  • Joder, uno debería saber dónde está enterrado su hijo. Déjame que hable con ella, ha de entrar en razón.
  • No importa.
  • ¿Cómo coño no va a importar? ¡Ni siquiera te habían dicho que tu hijo se había muerto! ¿Por qué mierda no vas a poder ir a su tumba?
  • Ya te he dicho que ni siquiera sé si aún era mi hijo.
  • Eres un gilipollas. Renunciaste a él hace once años, ten los huevos de ir a llorarle a donde está enterrado.
  • ¿Me llevas a casa?
  • Vámonos.
   Rodean el sauce cada uno por un lado y suben al coche. El hombre del jersey de cuello alto pone la llave en el contacto y arranca. La radio comienza a recordar los desgraciados incidentes de la noche anterior en una maldita frontera africana. Por primera vez el hombre de la gorra de pana le dirige la mirada al otro. Una sola lágrima, como abandonada, olvidada por el resto de la tristeza, se desliza por su mejilla. El hombre del jersey de cuello alto coloca su mano en el hombro del otro, sus dedos se aferran a él, incluso llega a temer hacerle daño. Un momento después ambos miran al frente de nuevo, la mano ya está en la palanca de cambios que se mueve ágil para engranar la primera marcha. 
  • Vamos a casa. - Dice el del jersey de cuello alto.
   Cuando enfilan el camino de regreso, la fina lluvia hace que ponga en marcha el limpiaparabrisas. 
miércoles, 12 de octubre de 2011 0 comentarios

Resurrección

     Al tercer día resucitó de entre los muertos... Su padre no era carpintero ni su madre virgen, tenía 34 años, y no era domingo sino miércoles. La corona de espinas  había sido sustituida por un dolor de cabeza insoportable y recordaba perfectamente su crucifixión.  Había ocurrido el domingo por la noche, dos días después de su despido, cuando su mujer se largó inspirada por su futura incapacidad de satisfacer sus deseos materiales. Fueron tres clavos bien clavados. 
      Así que decidió hacer lo que cualquier persona en su sano juicio habría hecho en su situación... Bebió durante tres días hasta caer inconsciente, luego se levantó del suelo y se metió en la ducha, abrió el grifo del agua fría y resucitó de entre los muertos... Fue la primera ducha fría de su vida, y fue condenadamente fría. Mientras se secaba notaba cómo una mano gigantesca le apretaba las sienes con la intención de destrozarlas. Abrió la caja de aspirinas y se tragó dos usando el grifo del lavabo. Notaba la boca pastosa y con un regusto desagradable a vómito reciente. Ni siquiera recordaba haber vomitado, esperaba al menos haber tenido la dignidad de hacerlo en el aseo. Se lavó los dientes y luego se enjuagó. Empezó a sentir demasiada hambre como para pensar en lo absurdo de comer justo tras lavarse la boca. En la cocina encontró un trozo de queso reseco que comió de dos bocados acompañado de un trago al único cartón de leche que quedaba en el frigorífico. Empezaba a sentirse mejor. 
   El resplandor del sol al abrir la puerta hacia la calle le hizo llorar. Tanteó en el bolsillo de su chaqueta hasta encontrar sus gafas. Sólo después de ponérselas pudo ver su coche aparcado al final del camino que llevaba de la calle al porche de la casa. Era un deportivo inglés carísimo que pronto dejaría de ser suyo, como la casa del lago y la casa que estaba a punto de abandonar. El dolor de cabeza casi había desaparecido, pero una ligera náusea quería acompañarle toda la mañana. 
- ¡Buenos días Henry! - El vecino de la casa de al lado sonreía desde su porche mientras gesticulaba con la mano. 
- ¡Buenos días Frank! - Maldito desgraciado, seguro que había tomado buena nota de la maleta que llevaba Katy cuando salió de casa el domingo. Tenía suerte de que tuviera prisa. Ese cerdo y su mujer eran los dignos herederos de la tradición vecinal de meterse donde no te llaman. Su sonrisa de gilipollas no podía disimular unos ojos brillantes ante la perspectiva de un nuevo tema estrella de conversación. Abogado de éxito despedido y abandonado en menos de dos días por cierto problema con el alcohol. Tenia suerte de que tuviera prisa.
- ¡Bonito día! ¿Estás de vacaciones? El domingo vi salir a Katy con una maleta. ¡Qué bien vivís los abogados!
- ¡Tenemos suerte! Me reuniré con ella en la casa del lago mañana.- Maldito cerdo descerebrado, quizá algún día pierda un poco de tiempo contigo...
   Atravesó el camino de gravilla hacia el coche y subió lo más deprisa que pudo. Notaba la mirada de Frank clavada en su espalda. Sólo el ronroneo de los ocho cilindros consiguió que se calmara. Esa sensación de náusea seguía allí. Pisó el acelerador y enfiló la calle que llevaba a la salida de la urbanización. Saludó con un gesto de la cabeza al guardia de seguridad que levantó la barrera desde su garita y condujo decidido a perderse entre la marea de coches de la autopista. 
   De pequeño había sido educado en la fe católica. Los colegios privados de la iglesia le fueron sacando poco a poco de su error. Había odiado los domingos durante toda su adolescencia, de pequeño habían conseguido que odiara todos los días de la semana. Esa maldita amenaza siempre sobre la cabeza de un crío de cinco años. Dios lo ve todo, Dios castiga a los pecadores, comer carne el viernes es pecado, mirar a las niñas es pecado, el sexo es pecado, vivir es pecado... Acercar el aliento a vino de eucaristía a un chaval de doce años mientras se confiesa con la mano del confesor en su rodilla no es pecado. Curiosa la invidencia divina cuando de sus pastores se trata. Toda esa hipocresía le alejó poco a poco del camino del rebaño vaticano, y le convirtió en un lobo pervertidor de cualquier alma pura que se le acercara. Así fue cómo conoció a Katy. En su cuarto año de universidad, enfundado en su disfraz de futuro abogado, sonrisa arrebatadora, ocultando su verdadera naturaleza de alcohólico trasnochado. Consiguió convencer a una de las mujeres más hermosas que jamás le había dirigido la palabra para que fuera su mujer tras dos meses de escarceos clandestinos. Fueron más de diez años de convivencia a tres. Con el alcohol llevaba casado desde los diecinueve. Nunca probó otra droga. 
   Aparcó el Aston en la plaza que había tenido reservada los últimos tres años. Parece que aún no tenían sustituto. Que les jodan. Les había hecho el trabajo sucio durante demasiado tiempo como para que alguno de ellos quisiera comenzar ahora a mancharse las manos. Ninguno de ellos había tenido que pasear por las cloacas para ganarse la vida. La sede del bufete era un edificio de dos plantas algo alejado del centro de la ciudad. Edificio moderno, con grandes ventanales para exhibir el lujo interior hacia cualquiera que se atreviese a pasar por delante. Saludó con la mano al guarda de seguridad.
- Buenos días,Tom. Vengo a recoger mis cosas.
- Adelante señor, el señor Klanski está en su despacho. - La mirada irónica del guarda casi le hizo vomitar. Tal vez tuviera un segundo también para charlar con él. 
Subió las escaleras a grandes zancadas, tenía ganas de terminar con todo esto lo antes posible. Llevaba una caja de cartón bajo el brazo para guardar los pocos libros que le quedaban allí, y la foto de Katy en la casa del lago. Una de ellas ya no era suya y la otra dejaría de serlo en cuanto ella pidiera el divorcio. 
Entró en su despacho y descubrió aliviado que estaba vacío. Al menos tendría tiempo para guardar sus cosas antes de que el cabrón de Jack Klanski lo viera. Colocó con cuidado los libros dentro de la caja y lanzó sobre ellos la foto enmarcada. Le pareció oír un leve crujido cuando el cristal chocó con el borde de el tomo más infumable de derecho mercantil. Que se joda.
Una vez que estaba todo recogido acudió al despacho de Jack. Ni siquiera se giró antes de cerrar la puerta con su nombre aún grabado, quería olvidar, zanjar asuntos y largarse para no volver. Dejó la caja en el suelo al lado de la puerta de Klanski antes de llamar. 
- ¡Adelante! Hola Henry, me alegra verte sobrio - desgraciado - Tom me ha dicho que has venido a por tus cosas. Siéntate, por favor. - Le señaló la silla que tenía justo ante él. Henry se sentó. Metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y se recreó al ver los ojos del hijo de puta al ver la pistola. Dios, parecía que se le fueran a salir de las órbitas. No tardó más de dos segundos en apretar el gatillo, pero le parecieron minutos. El estampido del disparo sonó mucho menos espectacular de lo que habría deseado, pero la bala atravesó obediente la cabeza de ese cerdo y esparció su cerebro en la pared del fondo. Buena chica. 
Gracias a las gruesas paredes de las construcciones de lujo modernas nadie oyó más que un pequeño golpe. Nadie le dio importancia. Es curioso cómo las personas son capaces de pasar por alto todo aquello que no les afecta directamente. Sin ningún remordimiento. Abrió la puerta, se agachó a recoger la caja con los libros y esa estúpida foto, y se dio cuenta de que, por primera vez en cinco días, se encontraba totalmente calmado. Acababa de volarle la cabeza a un tipo y no pasaba de sesenta pulsaciones. Joder, estaba muy enfermo. 
Abandonó el edificio sin cruzar la palabra con nadie excepto con Betty, la señora que limpiaba cada mañana el pasillo del primer piso. 
- Buenos días, señor.  Es una desgracia que las buenas personas sean despedidas de esa manera. No es justo señor. Lo echaremos de menos. 
- Gracias Betty, es usted muy amable, pero no creo que me echen demasiado en falta. 
- Salude a su mujer señor, es tan guapa... Ojalá mi hija se cuidara como ella. Y es tan amable. Déle un beso de mi parte señor. 
- Gracias Betty, seguro que nos vemos pronto. - Jamás. 
   El imbécil de Tom no estaba en su puesto. Curiosa negligencia que le salvó la vida. ¿Habría premiado Dios la pereza humana? Se estaría volviendo blando. Sonrió. 
   Se subió al Aston, arrancó el V8, y cerró los ojos. El cielo existe y es aquí y ahora. Apretó los labios en una nueva sonrisa mientras aceleraba para retomar la autopista. ¿Lo estaría vigilando Nuestro Señor? Si así era, ese cabrón había llegado tarde. Cuando giró a la derecha estalló en una sonora carcajada. 
 
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