Y mis pies regresando de la muerte a través de las aceras, apoyados ahora sobre el brazo del sofá al extremo sur de un par de piernas exhaustas, unidos a ellas por tobillos agotados de articular huellas, o de perseguirlas. Mis piernas son demasiado delgadas, es uno de mis complejos, igual que los dedos de mis manos o la forma de mi cabeza. Ya lo ves, qué podría ofrecer un tipo acomplejado excepto miradas furtivas a los espejos, liberadas de narcisismo, eso sí, pero esclavas de reafirmación en la duda eterna acerca de lo que podría encontrar alguien de atractivo en este físico.
He caminado por la ciudad, mitad cargado de huída mitad de búsqueda. En general odio los tumultos, toda esa masa de carne que se mueve como un animal viscoso de cuerpo gigantesco, que lo inunda todo de su murmullo, que te aparta con el hombro si no le dejas pasar y extiende sus tentáculos por las calles y avenidas del centro. Me gustaría despertar un día como en aquella película de Amenábar, y ver que todos han desaparecido. No todos, claro, me quedo contigo. Imagina recorrer Madrid como un plató abandonado, como si el rodaje se hubiese tomado un descanso para la comida en lugar de digerirnos a nosotros.
Pero hoy era diferente, no me preguntes por qué. Cuando me he despertado no he visto tu nombre en la pared sino una niebla de soledad húmeda, como el sudor de mi espalda en este verano de calor absurdo, el que me empapa las sábanas sin recurrir al sexo ni al corazón en desbandada, como cuando tú estabas. Y esa soledad espesa me ha empañado el espejo del baño y he tenido que salir. Y en lugar de buscar los rincones que tú conoces, y volver a ocultarme a la sombra que no atraviesan los ojos de los demás, como por instinto, he buscado la compañía de desconocidos, he intentado seguir su ritmo, caminar sin ver, con las cuencas vacías de escenario.
Partía con ventaja, lo sé, me he dejado en la maleta del armario el miedo a cruzarme contigo, algo nos tenía que dar a cambio la distancia, ¿no crees? Y lo que ha ocurrido es que por un instante he dejado de odiarles, en lugar de vestirles de cuerpos sin alma, de seres inanimados que corretean a orillas del asfalto, que son devorados por las bocas abiertas del metro, o escupidos, como un bocado de sabor amargo... en lugar de eso, he sentido pena por ellos. Lo siento, ya hace tiempo que dejé los años de presumir de misántropo, pero no he abandonado nunca la sinceridad. Me han dado lástima, con sus corbatas a cuarenta grados, sus gafas de sol, sus bolsos cargados de tampones envueltos en color, sus negocios de esquina, sus tarjetas de parking... sus shorts dejándome ver la piel que tapiza el final de sus nalgas, sus ombligos... como si pudieran compararse a ti tumbada en la playa, o a la tela de tus bragas al levantarte el vestido nada más llegar a mi casa.
Modelos a escala de aprendiz de escultor, modelados de arcilla que se deforma con la primera lluvia, que se resquebraja al sol. A ninguna de ellas le quedan tan bien los vaqueros, a ninguno de ellos le han recortado a medida el echarte de menos.
Luego he vuelto a ser yo, pero un poco más cansado. Y he regresado con la firme intención de echar a patadas ese vapor terco, de abrir las ventanas, pasar el aspirador y llevarme al fin los restos de tu pelo que no he querido apartar del sillón, las cenizas de las páginas quemadas...
Lo que no he podido, sabes que nunca lo hago contigo, es arrancar los capítulos en blanco.
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