No recuerdo el sueño, pero cuando he despertado ya había amanecido y yo buscaba a tientas tu cuerpo al otro lado del colchón. He tardado un poco en reconocer el vacío, las sábanas azul marino, el teléfono colgado sobre la mesilla, como uno de esos guardianes inmóviles de edificios oficiales, impidiéndome el paso hacia tu voz. Supongo que, a medida que iba despertando, las imágenes se deshacían mientras el resto del mundo, el de detrás de las cortinas, me rompía la cara.
He decidido hacer huelga de hambre hasta las tres mirando al techo, saboreando la adicción a las preguntas sin respuesta que nos seguimos haciendo... ambos... tú y yo. Ésas que dejamos para mañana por si nos rompemos, como si romperse de vez en cuando no formase parte del juego, como si realmente disfrutásemos del limbo de escala de grises en el que nos movemos, y no nos estuviese destruyendo. No enteros, claro, pero sí la historia y el tintero, el que se me vacía de tinta escribiéndote poemas de madrugada, sentado dentro del coche en las cuatro pulgadas del teléfono, en lugar de dibujándote callejones sobre la espalda con la yema de los dedos.
Hemos reinventado la dilatación del comienzo, gastamos el lenguaje en mensajes en una botella de una sola dirección, y ya no sé cuál de los dos es más náufrago, si el que vaga por islas desiertas sin tener ni puta idea de navegación, o la adicta a recibir notas de socorro sin responder pidiendo las coordenadas.
Me gustaría saber qué coño estamos haciendo, si es posible, antes de la hora de comer. De quién escondes realmente esa costumbre tuya de buscarme, y la de buscarte entre las líneas en lugar de mirarme el título a los ojos. A qué achacas tu miedo si no es a la verdad... si seguiré aquí, cuando llegues a responderte, o me habré mudado a otras bocas, a otras piernas, a otros pies.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
0 comentarios:
Publicar un comentario