Siempre le fascinó la quietud de la ciudad en las tardes de verano. Era un animal vencido por la pereza, suspendiendo los latidos hasta reducir la circulación a un puñado de coches, casi inaudibles, que se movían a través del calor seco de Madrid como si atravesaran una niebla espesa y transparente. Durante esos días las calles olvidaban su paranoia para quedarse dormidas.
Era entonces cuando los árboles daban más sombra en los bancos de los parques, cuando todo parecía detenerse a la espera del regreso de los fugitivos, cuando estaba a su merced. Caminar entre edificios abandonados le hacía sentir como el último superviviente, apreciaba el más mínimo detalle oculto, desde poco antes del otoño, dentro de ese embudo de locura colectiva en busca del tiempo perdido. Perdón Proust. Era entonces cuando la ciudad le enseñaba la soledad que se ocultaba el resto del año entre pasos apresurados, disimulando, como si millones de personas en las aceras le hubiesen rodeado con la ilusión de la compañía.
Una de aquellas tardes, mientras bebía a tragos largos de alivio una jarra congelada de cerveza en una de las terrazas vacías de Santa Ana, se preguntó de dónde le nacía la adoración por esta especie de desierto gris cubierto de asfalto, por los andenes vacíos, por el olor a pasillo de metro abandonado. Recordó de dónde venía, dónde había aprendido que las tardes de agosto abrasaban los pies del centro de este país, a medio camino de la nada, tan alejado del mar como de la Luna. Recordó su pueblo de color amarillo, en el que la vida se vivía antes de mediodía y después sólo quedaba la letanía repetida de las chicharras. Recordó el hastío del prohibido salir, del cerrado por vacaciones hasta el uno de septiembre, del silencio entre los libros para escapar. Se había acostumbrado a detener los minutos a cuarenta grados, igual que esos buceadores a pulmón capaces de ralentizar el corazón antes de sumergirse. Se había convertido en un ciclo vital necesario de inmovilidad.
Quizá fuera eso. Madrid atestado, hirviendo, hubiese sido un insulto, una agresión directa al mentón de su pasado. El mismo pasado del que había tenido que alejarse, cansado de las emboscadas que le tendían todos esos lugares en los que te aparecías, esos en los que aún, si se fijaba, te podía ver sentada esperando tu caña, o inclinada sobre un libro, o caminando bajo la sombra de algún castaño mientras te girabas sonriendo porque él era demasiado lento, siempre mirando hacia arriba.
Sí, todo se reducía a eso, a la huída sin querer soltar el hilo del todo.
La distancia geográfica como bote salvavidas, como dedos presionando las heridas abiertas por tu sombra en los rincones. El miedo a encontrarte sin que estuvieras, a la terca persistencia de tus huellas.
Una jarra vacía, otra más... Sí, le fascinaba la ausencia de la ciudad en las tardes de verano.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
0 comentarios:
Publicar un comentario