crema de masajes sabor frambuesa en la cocina
por si la vida,
cuatro paredes encaladas de resaca contra el suelo
y
por supuesto,
mucho más.
un par de latigazos,
claro,
entre la espalda y el pecho,
fieles a la cita,
y
desde luego,
un cincel de instantes golpeando en la memoria
y en el pelo,
y en los vasos,
y en las tripas,
y algo más...
esa forma de no marcharse
que se te sube a hombros
cuando te nacen raíces entre los dedos al caminar.
y dos besos a la tierra,
y encantado,
y seguiré tu rastro hasta el final.
y mientras tanto el olvido
bien jodido
en su rincón.
las muñecas abiertas
de par en par
con los restos del espejo,
que se joda la mala suerte.
las ramas desnudas,
las hojas
pudriéndose en el suelo del jardín junto a tu ropa
sin bailes de disfraces.
la verdad
colgando de los pezones como un péndulo
de miedos inconfesables.
nuestras bocas como instrumento
de par en par
con los restos del espejo,
que se joda la mala suerte.
las ramas desnudas,
las hojas
pudriéndose en el suelo del jardín junto a tu ropa
sin bailes de disfraces.
la verdad
colgando de los pezones como un péndulo
de miedos inconfesables.
nuestras bocas como instrumento
de penitencia,
y oración,
y absolución,
y condena.
las puertas entornadas
desquiciadas a golpes de pupila,
de segundos y seguido,
de palabras vivas a través de las gargantas
bebiendo saliva,
y no muertas boca arriba
en el papel.
el pasado conservado
y oración,
y absolución,
y condena.
las puertas entornadas
desquiciadas a golpes de pupila,
de segundos y seguido,
de palabras vivas a través de las gargantas
bebiendo saliva,
y no muertas boca arriba
en el papel.
el pasado conservado
en el depósito de cadáveres,
la sinceridad a puñaladas,
rompiendo los huesos,
si hace falta.
resumiendo...
Tú,
sin cuerpo.
la sinceridad a puñaladas,
rompiendo los huesos,
si hace falta.
resumiendo...
Tú,
sin cuerpo.
Y mis pies regresando de la muerte a través de las aceras, apoyados ahora sobre el brazo del sofá al extremo sur de un par de piernas exhaustas, unidos a ellas por tobillos agotados de articular huellas, o de perseguirlas. Mis piernas son demasiado delgadas, es uno de mis complejos, igual que los dedos de mis manos o la forma de mi cabeza. Ya lo ves, qué podría ofrecer un tipo acomplejado excepto miradas furtivas a los espejos, liberadas de narcisismo, eso sí, pero esclavas de reafirmación en la duda eterna acerca de lo que podría encontrar alguien de atractivo en este físico.
He caminado por la ciudad, mitad cargado de huída mitad de búsqueda. En general odio los tumultos, toda esa masa de carne que se mueve como un animal viscoso de cuerpo gigantesco, que lo inunda todo de su murmullo, que te aparta con el hombro si no le dejas pasar y extiende sus tentáculos por las calles y avenidas del centro. Me gustaría despertar un día como en aquella película de Amenábar, y ver que todos han desaparecido. No todos, claro, me quedo contigo. Imagina recorrer Madrid como un plató abandonado, como si el rodaje se hubiese tomado un descanso para la comida en lugar de digerirnos a nosotros.
Pero hoy era diferente, no me preguntes por qué. Cuando me he despertado no he visto tu nombre en la pared sino una niebla de soledad húmeda, como el sudor de mi espalda en este verano de calor absurdo, el que me empapa las sábanas sin recurrir al sexo ni al corazón en desbandada, como cuando tú estabas. Y esa soledad espesa me ha empañado el espejo del baño y he tenido que salir. Y en lugar de buscar los rincones que tú conoces, y volver a ocultarme a la sombra que no atraviesan los ojos de los demás, como por instinto, he buscado la compañía de desconocidos, he intentado seguir su ritmo, caminar sin ver, con las cuencas vacías de escenario.
Partía con ventaja, lo sé, me he dejado en la maleta del armario el miedo a cruzarme contigo, algo nos tenía que dar a cambio la distancia, ¿no crees? Y lo que ha ocurrido es que por un instante he dejado de odiarles, en lugar de vestirles de cuerpos sin alma, de seres inanimados que corretean a orillas del asfalto, que son devorados por las bocas abiertas del metro, o escupidos, como un bocado de sabor amargo... en lugar de eso, he sentido pena por ellos. Lo siento, ya hace tiempo que dejé los años de presumir de misántropo, pero no he abandonado nunca la sinceridad. Me han dado lástima, con sus corbatas a cuarenta grados, sus gafas de sol, sus bolsos cargados de tampones envueltos en color, sus negocios de esquina, sus tarjetas de parking... sus shorts dejándome ver la piel que tapiza el final de sus nalgas, sus ombligos... como si pudieran compararse a ti tumbada en la playa, o a la tela de tus bragas al levantarte el vestido nada más llegar a mi casa.
Modelos a escala de aprendiz de escultor, modelados de arcilla que se deforma con la primera lluvia, que se resquebraja al sol. A ninguna de ellas le quedan tan bien los vaqueros, a ninguno de ellos le han recortado a medida el echarte de menos.
Luego he vuelto a ser yo, pero un poco más cansado. Y he regresado con la firme intención de echar a patadas ese vapor terco, de abrir las ventanas, pasar el aspirador y llevarme al fin los restos de tu pelo que no he querido apartar del sillón, las cenizas de las páginas quemadas...
Lo que no he podido, sabes que nunca lo hago contigo, es arrancar los capítulos en blanco.
He caminado por la ciudad, mitad cargado de huída mitad de búsqueda. En general odio los tumultos, toda esa masa de carne que se mueve como un animal viscoso de cuerpo gigantesco, que lo inunda todo de su murmullo, que te aparta con el hombro si no le dejas pasar y extiende sus tentáculos por las calles y avenidas del centro. Me gustaría despertar un día como en aquella película de Amenábar, y ver que todos han desaparecido. No todos, claro, me quedo contigo. Imagina recorrer Madrid como un plató abandonado, como si el rodaje se hubiese tomado un descanso para la comida en lugar de digerirnos a nosotros.
Pero hoy era diferente, no me preguntes por qué. Cuando me he despertado no he visto tu nombre en la pared sino una niebla de soledad húmeda, como el sudor de mi espalda en este verano de calor absurdo, el que me empapa las sábanas sin recurrir al sexo ni al corazón en desbandada, como cuando tú estabas. Y esa soledad espesa me ha empañado el espejo del baño y he tenido que salir. Y en lugar de buscar los rincones que tú conoces, y volver a ocultarme a la sombra que no atraviesan los ojos de los demás, como por instinto, he buscado la compañía de desconocidos, he intentado seguir su ritmo, caminar sin ver, con las cuencas vacías de escenario.
Partía con ventaja, lo sé, me he dejado en la maleta del armario el miedo a cruzarme contigo, algo nos tenía que dar a cambio la distancia, ¿no crees? Y lo que ha ocurrido es que por un instante he dejado de odiarles, en lugar de vestirles de cuerpos sin alma, de seres inanimados que corretean a orillas del asfalto, que son devorados por las bocas abiertas del metro, o escupidos, como un bocado de sabor amargo... en lugar de eso, he sentido pena por ellos. Lo siento, ya hace tiempo que dejé los años de presumir de misántropo, pero no he abandonado nunca la sinceridad. Me han dado lástima, con sus corbatas a cuarenta grados, sus gafas de sol, sus bolsos cargados de tampones envueltos en color, sus negocios de esquina, sus tarjetas de parking... sus shorts dejándome ver la piel que tapiza el final de sus nalgas, sus ombligos... como si pudieran compararse a ti tumbada en la playa, o a la tela de tus bragas al levantarte el vestido nada más llegar a mi casa.
Modelos a escala de aprendiz de escultor, modelados de arcilla que se deforma con la primera lluvia, que se resquebraja al sol. A ninguna de ellas le quedan tan bien los vaqueros, a ninguno de ellos le han recortado a medida el echarte de menos.
Luego he vuelto a ser yo, pero un poco más cansado. Y he regresado con la firme intención de echar a patadas ese vapor terco, de abrir las ventanas, pasar el aspirador y llevarme al fin los restos de tu pelo que no he querido apartar del sillón, las cenizas de las páginas quemadas...
Lo que no he podido, sabes que nunca lo hago contigo, es arrancar los capítulos en blanco.
trato de leer un libro
en el que uno de los personajes
lleva tu nombre
y acabo tumbado durante horas
viendo capítulos repetidos
de una serie que caducó hace cien,
me quedo dormido
con él cerrado sobre el pecho.
y esta jodida tarde gris
ni siquiera empieza a llover.
me encanta su tacto,
me pregunto si tus páginas
son tan suaves como su piel,
si cuando te abres y me miras a los ojos
hueles a papel de novela.
son poco más de doscientas caras escritas,
doscientos diecinueve intentos.
en el que uno de los personajes
lleva tu nombre
y acabo tumbado durante horas
viendo capítulos repetidos
de una serie que caducó hace cien,
me quedo dormido
con él cerrado sobre el pecho.
y esta jodida tarde gris
ni siquiera empieza a llover.
me encanta su tacto,
me pregunto si tus páginas
son tan suaves como su piel,
si cuando te abres y me miras a los ojos
hueles a papel de novela.
son poco más de doscientas caras escritas,
doscientos diecinueve intentos.
Sentado en mitad de la mañana esperando que se posen las cenizas. Nos mienten, nos hablan de historias ocurridas no sé cuándo, no sé dónde, las escuchamos con un cigarrillo entre los dedos, con una cerveza tirada por la credulidad, pero nos sacan las espinas de todos los arbustos que cierran los caminos. No existen esos seres mitológicos, ni el amor de folletín sino el de sangre, la felicidad se vende en papelinas de medio gramo en la esquina de alguna entrepierna... ¿verdad? Y tienes que arar la tierra que cubre su cuerpo para sembrarte y crecer, y calcular con un dedo empapado en saliva de dónde viene el viento... Siempre improvisando... ¿verdad?
Preguntas... siempre las mismas. Cuando las calles muerden es mejor quedarse en casa, ¿o no? Quizá no. Lo mejor es echarle valor, o huevos... quizá. La mente no deja de girar y mis pensamientos son enfermos vagando por los pasillos del psiquiátrico, cada uno en su universo personal, algunos babean, otros gritan, uno de ellos lleva entre los brazos la cabeza decapitada de uno de esos unicornios, sin su cuerno, arrancado, gotea sangre por la boca y le tiñe la ropa, porque todos van de blanco. El muy cabrón me quiere asesinar los cuentos de hadas a base de descuartizar sus personajes y pasearlos desmembrados por los pasillos. Es un enfermo. Soy yo.
No me rindo. Me levanto al baño y tiro de la cadena sin usarlo, un ritual cualquiera, allá van, todos ellos, braceando desesperados en ese remolino de agua aromatizada por las pastillas azules pegadas en las paredes, directos a las cañerías, a pudrirse antes de que las ratas los devoren. Lo siento chicos, necesito paz, hoy sí. Me pregunto si dentro de tu mente también existirán pacientes amotinados esta mañana y siento la urgencia de follarte, así, con tu espalda contra esta pared marrón oscuro. Hacértelo desde dentro, desnudarte de verdad para tenerte. ¿Has llorado alguna vez durante un polvo? No por dolor, ni por placer, ni por duda... sólo por vida, porque todas las heridas abiertas supuren a la vez, y las cicatrices se hinchen y sean más rosadas y su piel más débil, sin que el dolor duela sino que alimente... Yo no.
Necesito hacértelo así hoy, es el único modo, la única dosis que nos aliviará de los falsos profetas que te devoran en el metro, en el autobús, de todos esos pares de ojos que odio.
La única forma de detener el miedo.
Por un instante.
Preguntas... siempre las mismas. Cuando las calles muerden es mejor quedarse en casa, ¿o no? Quizá no. Lo mejor es echarle valor, o huevos... quizá. La mente no deja de girar y mis pensamientos son enfermos vagando por los pasillos del psiquiátrico, cada uno en su universo personal, algunos babean, otros gritan, uno de ellos lleva entre los brazos la cabeza decapitada de uno de esos unicornios, sin su cuerno, arrancado, gotea sangre por la boca y le tiñe la ropa, porque todos van de blanco. El muy cabrón me quiere asesinar los cuentos de hadas a base de descuartizar sus personajes y pasearlos desmembrados por los pasillos. Es un enfermo. Soy yo.
No me rindo. Me levanto al baño y tiro de la cadena sin usarlo, un ritual cualquiera, allá van, todos ellos, braceando desesperados en ese remolino de agua aromatizada por las pastillas azules pegadas en las paredes, directos a las cañerías, a pudrirse antes de que las ratas los devoren. Lo siento chicos, necesito paz, hoy sí. Me pregunto si dentro de tu mente también existirán pacientes amotinados esta mañana y siento la urgencia de follarte, así, con tu espalda contra esta pared marrón oscuro. Hacértelo desde dentro, desnudarte de verdad para tenerte. ¿Has llorado alguna vez durante un polvo? No por dolor, ni por placer, ni por duda... sólo por vida, porque todas las heridas abiertas supuren a la vez, y las cicatrices se hinchen y sean más rosadas y su piel más débil, sin que el dolor duela sino que alimente... Yo no.
Necesito hacértelo así hoy, es el único modo, la única dosis que nos aliviará de los falsos profetas que te devoran en el metro, en el autobús, de todos esos pares de ojos que odio.
La única forma de detener el miedo.
Por un instante.
Siempre le fascinó la quietud de la ciudad en las tardes de verano. Era un animal vencido por la pereza, suspendiendo los latidos hasta reducir la circulación a un puñado de coches, casi inaudibles, que se movían a través del calor seco de Madrid como si atravesaran una niebla espesa y transparente. Durante esos días las calles olvidaban su paranoia para quedarse dormidas.
Era entonces cuando los árboles daban más sombra en los bancos de los parques, cuando todo parecía detenerse a la espera del regreso de los fugitivos, cuando estaba a su merced. Caminar entre edificios abandonados le hacía sentir como el último superviviente, apreciaba el más mínimo detalle oculto, desde poco antes del otoño, dentro de ese embudo de locura colectiva en busca del tiempo perdido. Perdón Proust. Era entonces cuando la ciudad le enseñaba la soledad que se ocultaba el resto del año entre pasos apresurados, disimulando, como si millones de personas en las aceras le hubiesen rodeado con la ilusión de la compañía.
Una de aquellas tardes, mientras bebía a tragos largos de alivio una jarra congelada de cerveza en una de las terrazas vacías de Santa Ana, se preguntó de dónde le nacía la adoración por esta especie de desierto gris cubierto de asfalto, por los andenes vacíos, por el olor a pasillo de metro abandonado. Recordó de dónde venía, dónde había aprendido que las tardes de agosto abrasaban los pies del centro de este país, a medio camino de la nada, tan alejado del mar como de la Luna. Recordó su pueblo de color amarillo, en el que la vida se vivía antes de mediodía y después sólo quedaba la letanía repetida de las chicharras. Recordó el hastío del prohibido salir, del cerrado por vacaciones hasta el uno de septiembre, del silencio entre los libros para escapar. Se había acostumbrado a detener los minutos a cuarenta grados, igual que esos buceadores a pulmón capaces de ralentizar el corazón antes de sumergirse. Se había convertido en un ciclo vital necesario de inmovilidad.
Quizá fuera eso. Madrid atestado, hirviendo, hubiese sido un insulto, una agresión directa al mentón de su pasado. El mismo pasado del que había tenido que alejarse, cansado de las emboscadas que le tendían todos esos lugares en los que te aparecías, esos en los que aún, si se fijaba, te podía ver sentada esperando tu caña, o inclinada sobre un libro, o caminando bajo la sombra de algún castaño mientras te girabas sonriendo porque él era demasiado lento, siempre mirando hacia arriba.
Sí, todo se reducía a eso, a la huída sin querer soltar el hilo del todo.
La distancia geográfica como bote salvavidas, como dedos presionando las heridas abiertas por tu sombra en los rincones. El miedo a encontrarte sin que estuvieras, a la terca persistencia de tus huellas.
Una jarra vacía, otra más... Sí, le fascinaba la ausencia de la ciudad en las tardes de verano.
Era entonces cuando los árboles daban más sombra en los bancos de los parques, cuando todo parecía detenerse a la espera del regreso de los fugitivos, cuando estaba a su merced. Caminar entre edificios abandonados le hacía sentir como el último superviviente, apreciaba el más mínimo detalle oculto, desde poco antes del otoño, dentro de ese embudo de locura colectiva en busca del tiempo perdido. Perdón Proust. Era entonces cuando la ciudad le enseñaba la soledad que se ocultaba el resto del año entre pasos apresurados, disimulando, como si millones de personas en las aceras le hubiesen rodeado con la ilusión de la compañía.
Una de aquellas tardes, mientras bebía a tragos largos de alivio una jarra congelada de cerveza en una de las terrazas vacías de Santa Ana, se preguntó de dónde le nacía la adoración por esta especie de desierto gris cubierto de asfalto, por los andenes vacíos, por el olor a pasillo de metro abandonado. Recordó de dónde venía, dónde había aprendido que las tardes de agosto abrasaban los pies del centro de este país, a medio camino de la nada, tan alejado del mar como de la Luna. Recordó su pueblo de color amarillo, en el que la vida se vivía antes de mediodía y después sólo quedaba la letanía repetida de las chicharras. Recordó el hastío del prohibido salir, del cerrado por vacaciones hasta el uno de septiembre, del silencio entre los libros para escapar. Se había acostumbrado a detener los minutos a cuarenta grados, igual que esos buceadores a pulmón capaces de ralentizar el corazón antes de sumergirse. Se había convertido en un ciclo vital necesario de inmovilidad.
Quizá fuera eso. Madrid atestado, hirviendo, hubiese sido un insulto, una agresión directa al mentón de su pasado. El mismo pasado del que había tenido que alejarse, cansado de las emboscadas que le tendían todos esos lugares en los que te aparecías, esos en los que aún, si se fijaba, te podía ver sentada esperando tu caña, o inclinada sobre un libro, o caminando bajo la sombra de algún castaño mientras te girabas sonriendo porque él era demasiado lento, siempre mirando hacia arriba.
Sí, todo se reducía a eso, a la huída sin querer soltar el hilo del todo.
La distancia geográfica como bote salvavidas, como dedos presionando las heridas abiertas por tu sombra en los rincones. El miedo a encontrarte sin que estuvieras, a la terca persistencia de tus huellas.
Una jarra vacía, otra más... Sí, le fascinaba la ausencia de la ciudad en las tardes de verano.
mordiscos de soledad despierta,
colmillos llegando al hueso,
farolas sin luz como sastres de la oscuridad
y del silencio de las aceras.
sí,
esta noche me salen las metáforas,
pero convalecientes,
enfermas...
sin ojos.
voy a dejarlas morirse hasta nueva orden,
que se pudran en sus nichos infestados de gusanos,
que las mastiquen,
que ya no sean más.
nunca.
por ahora.
asesinaré los textos que no se acuerden de tu sexo rasurado,
de tu boca,
tus caderas,
los que no me sirvan más que de cama vacía
y no pueda usar para follarte
a hemorragias de adjetivos y respuestas.
las tres de la madrugada,
y ya no dudo entre necesitarte y avanzar hacia la guerra,
o poder dormir.
sigo maquillándome las ojeras.
colmillos llegando al hueso,
farolas sin luz como sastres de la oscuridad
y del silencio de las aceras.
sí,
esta noche me salen las metáforas,
pero convalecientes,
enfermas...
sin ojos.
voy a dejarlas morirse hasta nueva orden,
que se pudran en sus nichos infestados de gusanos,
que las mastiquen,
que ya no sean más.
nunca.
por ahora.
asesinaré los textos que no se acuerden de tu sexo rasurado,
de tu boca,
tus caderas,
los que no me sirvan más que de cama vacía
y no pueda usar para follarte
a hemorragias de adjetivos y respuestas.
las tres de la madrugada,
y ya no dudo entre necesitarte y avanzar hacia la guerra,
o poder dormir.
sigo maquillándome las ojeras.
Lo peor no es la sensación de tener la carne expuesta, de que un soplo cualquiera de aire saliendo de su boca pueda doler, y duela. Ya me he acostumbrado al dolor. Lo peor es la impotencia al mirarse al espejo, y ese aroma ligero a todo o nada que sale de la cocina. Lo peor son tus cartas sobre la mesa, y el humo que flota en la habitación cuando todos se han marchado, cuando ha terminado la partida y te has quedado desnudo... las ganas de que no sea verdad... de seguir jugando.
Lo peor es tu reflejo sabiendo que no eres suficiente, es la certeza de lo que no puedes ofrecer y de lo que estás dispuesto a pagar.
Por eso siempre acabo vagando sobre calles vacías cargado de monedas, buscando un vendedor de historias sin tragedia general, con algún abrazo y polvos bajo la luna, y ropa encima de la mesilla y un hueco en los cajones para la cobardía, y, de vez en cuando, un te necesito descalzo.
Y sin embargo no las puedo comprar, ninguna me vale si no puedo dormirme sobre tu ombligo.
Lo peor es tu reflejo sabiendo que no eres suficiente, es la certeza de lo que no puedes ofrecer y de lo que estás dispuesto a pagar.
Por eso siempre acabo vagando sobre calles vacías cargado de monedas, buscando un vendedor de historias sin tragedia general, con algún abrazo y polvos bajo la luna, y ropa encima de la mesilla y un hueco en los cajones para la cobardía, y, de vez en cuando, un te necesito descalzo.
Y sin embargo no las puedo comprar, ninguna me vale si no puedo dormirme sobre tu ombligo.
A veces simplemente lloras, por nada, o por todo, ¿quién sabe? Quiero decir sin un solo motivo pero con toda la razón. Te tumbas mirando el armario del fondo de la habitación y todo está en silencio. Y mientras otros duermen tú no respiras oxígeno sino pena y, claro, no puedes dejar de respirar, y cada trago de aire es un poco más pesado, y por algún sitio se te tiene que escapar, que no sabe estar encerrado.
Así que salen en silencio y de la mano, como buenos compañeros de parvulario, una tarde en la que vuelves a ponerte el pañal. Todos están ahí, los sueños rotos, las canciones, aquellos perros que se marcharon mientras los sujetabas, como si pudieras robarles el miedo, una lata de coca-cola, los poemas...
Se turnan para salir.
Un balón de reglamento blanco y rojo, un ajedrez de piezas de madera y un tablero cubierto de cristal. La persona que te enseñó a jugar y a hacer trampas, y aquel viaje y aquella niebla, y el tequila, y las bragas que llegaste a bajar, charlando con las que nunca se desnudaron las noches del piso de Alonso Cano.
Quieres parar pero no puedes.
Te levantas al baño y metes la cabeza en agua fría como si necesitaras despertar, y en el espejo está tu primer paciente que ya no tiene cara, y una noche en vela que nunca se te ha olvidado. En las manos tienes letras y halagos, y por más que te enjabonas no se marchan, son gusanos entre los dedos, los sacudes... y luego les dejas en paz.
Cuando vuelves a tumbarte se acuestan contigo todos esos que siempre están, y tú sin dejar de defraudarlos. Y los que tuvieron la decencia de marcharse, o la ocurrencia de morirse un día, así, sin darte tiempo a pensar, llevándosete pedazos. Tienes heridas en los brazos y en los hombros que susurran historias, y tatuajes, y lunares que no son tantos si no es ella la que los cuenta, y venas hinchadas de latir. Y un techo blanco con esquinas, y barro en el jardín y hielo cubriendo las aceras que te llevaban al colegio... y está aquí, en pleno julio.
Y también hay vacíos y mañanas y el mes que viene, quirófanos, barcos, carreteras...
Y tú sin saber quién eres con todas las piezas del puzzle supurando.
Así que salen en silencio y de la mano, como buenos compañeros de parvulario, una tarde en la que vuelves a ponerte el pañal. Todos están ahí, los sueños rotos, las canciones, aquellos perros que se marcharon mientras los sujetabas, como si pudieras robarles el miedo, una lata de coca-cola, los poemas...
Se turnan para salir.
Un balón de reglamento blanco y rojo, un ajedrez de piezas de madera y un tablero cubierto de cristal. La persona que te enseñó a jugar y a hacer trampas, y aquel viaje y aquella niebla, y el tequila, y las bragas que llegaste a bajar, charlando con las que nunca se desnudaron las noches del piso de Alonso Cano.
Quieres parar pero no puedes.
Te levantas al baño y metes la cabeza en agua fría como si necesitaras despertar, y en el espejo está tu primer paciente que ya no tiene cara, y una noche en vela que nunca se te ha olvidado. En las manos tienes letras y halagos, y por más que te enjabonas no se marchan, son gusanos entre los dedos, los sacudes... y luego les dejas en paz.
Cuando vuelves a tumbarte se acuestan contigo todos esos que siempre están, y tú sin dejar de defraudarlos. Y los que tuvieron la decencia de marcharse, o la ocurrencia de morirse un día, así, sin darte tiempo a pensar, llevándosete pedazos. Tienes heridas en los brazos y en los hombros que susurran historias, y tatuajes, y lunares que no son tantos si no es ella la que los cuenta, y venas hinchadas de latir. Y un techo blanco con esquinas, y barro en el jardín y hielo cubriendo las aceras que te llevaban al colegio... y está aquí, en pleno julio.
Y también hay vacíos y mañanas y el mes que viene, quirófanos, barcos, carreteras...
Y tú sin saber quién eres con todas las piezas del puzzle supurando.
No recuerdo el sueño, pero cuando he despertado ya había amanecido y yo buscaba a tientas tu cuerpo al otro lado del colchón. He tardado un poco en reconocer el vacío, las sábanas azul marino, el teléfono colgado sobre la mesilla, como uno de esos guardianes inmóviles de edificios oficiales, impidiéndome el paso hacia tu voz. Supongo que, a medida que iba despertando, las imágenes se deshacían mientras el resto del mundo, el de detrás de las cortinas, me rompía la cara.
He decidido hacer huelga de hambre hasta las tres mirando al techo, saboreando la adicción a las preguntas sin respuesta que nos seguimos haciendo... ambos... tú y yo. Ésas que dejamos para mañana por si nos rompemos, como si romperse de vez en cuando no formase parte del juego, como si realmente disfrutásemos del limbo de escala de grises en el que nos movemos, y no nos estuviese destruyendo. No enteros, claro, pero sí la historia y el tintero, el que se me vacía de tinta escribiéndote poemas de madrugada, sentado dentro del coche en las cuatro pulgadas del teléfono, en lugar de dibujándote callejones sobre la espalda con la yema de los dedos.
Hemos reinventado la dilatación del comienzo, gastamos el lenguaje en mensajes en una botella de una sola dirección, y ya no sé cuál de los dos es más náufrago, si el que vaga por islas desiertas sin tener ni puta idea de navegación, o la adicta a recibir notas de socorro sin responder pidiendo las coordenadas.
Me gustaría saber qué coño estamos haciendo, si es posible, antes de la hora de comer. De quién escondes realmente esa costumbre tuya de buscarme, y la de buscarte entre las líneas en lugar de mirarme el título a los ojos. A qué achacas tu miedo si no es a la verdad... si seguiré aquí, cuando llegues a responderte, o me habré mudado a otras bocas, a otras piernas, a otros pies.
He decidido hacer huelga de hambre hasta las tres mirando al techo, saboreando la adicción a las preguntas sin respuesta que nos seguimos haciendo... ambos... tú y yo. Ésas que dejamos para mañana por si nos rompemos, como si romperse de vez en cuando no formase parte del juego, como si realmente disfrutásemos del limbo de escala de grises en el que nos movemos, y no nos estuviese destruyendo. No enteros, claro, pero sí la historia y el tintero, el que se me vacía de tinta escribiéndote poemas de madrugada, sentado dentro del coche en las cuatro pulgadas del teléfono, en lugar de dibujándote callejones sobre la espalda con la yema de los dedos.
Hemos reinventado la dilatación del comienzo, gastamos el lenguaje en mensajes en una botella de una sola dirección, y ya no sé cuál de los dos es más náufrago, si el que vaga por islas desiertas sin tener ni puta idea de navegación, o la adicta a recibir notas de socorro sin responder pidiendo las coordenadas.
Me gustaría saber qué coño estamos haciendo, si es posible, antes de la hora de comer. De quién escondes realmente esa costumbre tuya de buscarme, y la de buscarte entre las líneas en lugar de mirarme el título a los ojos. A qué achacas tu miedo si no es a la verdad... si seguiré aquí, cuando llegues a responderte, o me habré mudado a otras bocas, a otras piernas, a otros pies.
Puede que al final acabe hablándote de la luna,
lo sé,
la habrás visto,
la he usado de faro en pausa para llegar a casa.
Puede que sea después,
cuando ya no encuentre el modo de arrancarme las ganas.
Pero ahora que me miro las manos sin reconocerlas,
que se me ha olvidado
la razón por la que no te tocan,
que se detienen sobre el papel sin saber cómo no hacerlo
y son gatos callejeros rebuscando en la basura
de las palabras usadas...
ahora
lo único que intento es detener la hemorragia.
Y estoy cansado.
Le pongo presas a la sangre,
lo prometo,
pero es que en cada pulso se me llenan,
y si no abro las compuertas me inundo,
y peso,
y me quedo inmóvil,
y si no bato las alas voy perdiendo altura.
Y sólo puedo verte desde aquí arriba.
Así que lo tiño todo de rojo hasta que ya no me quedan fuerzas
y después
me tumbo en la cama pálido,
esperándote.
Y en todas las habitaciones en las que no te encuentras
me muevo como un enfermo,
y en las aceras,
y en los vagones.
Vivo entre cuatro márgenes, y lo demás
es un decorado de función de fin de curso,
personajes secundarios.
Me jode que no estés mirando la luna conmigo esta noche,
es como una medalla de plata,
como si esta vez
hubiese ganado el segundo.
lo sé,
la habrás visto,
la he usado de faro en pausa para llegar a casa.
Puede que sea después,
cuando ya no encuentre el modo de arrancarme las ganas.
Pero ahora que me miro las manos sin reconocerlas,
que se me ha olvidado
la razón por la que no te tocan,
que se detienen sobre el papel sin saber cómo no hacerlo
y son gatos callejeros rebuscando en la basura
de las palabras usadas...
ahora
lo único que intento es detener la hemorragia.
Y estoy cansado.
Le pongo presas a la sangre,
lo prometo,
pero es que en cada pulso se me llenan,
y si no abro las compuertas me inundo,
y peso,
y me quedo inmóvil,
y si no bato las alas voy perdiendo altura.
Y sólo puedo verte desde aquí arriba.
Así que lo tiño todo de rojo hasta que ya no me quedan fuerzas
y después
me tumbo en la cama pálido,
esperándote.
Y en todas las habitaciones en las que no te encuentras
me muevo como un enfermo,
y en las aceras,
y en los vagones.
Vivo entre cuatro márgenes, y lo demás
es un decorado de función de fin de curso,
personajes secundarios.
Me jode que no estés mirando la luna conmigo esta noche,
es como una medalla de plata,
como si esta vez
hubiese ganado el segundo.
Aparcado,
casi las dos,
repasando poemas antiguos,
sin rima y con toda la razón.
En la radio del coche hablan de fenómenos extraños,
de abducciones,
de terror,
y yo releyéndome con la ciudad a mis pies,
en medio de la casi nada,
queriendo imaginar que al menos una frase,
una letra,
te ha tocado los cojones,
que al menos llevas algún moratón.
con lo que me ha costado
quedarme dormido,
bajarme del tobogán
de preguntas a la almohada,
apagarme sin narcóticos...
llegan las seis de la mañana
y me despiertas
contándome un sueño al oído,
y me invento un nuevo parque
de atracciones,
inauguro el concepto
de estar insomne dos veces
la misma noche.
esta puta sensibilidad a los hilos
espirituales,
a las huellas
pornomentales,
acabará necesitando medicación
o reducir la distancia a cero.
intento imaginar tu firma
en la segunda receta.
quedarme dormido,
bajarme del tobogán
de preguntas a la almohada,
apagarme sin narcóticos...
llegan las seis de la mañana
y me despiertas
contándome un sueño al oído,
y me invento un nuevo parque
de atracciones,
inauguro el concepto
de estar insomne dos veces
la misma noche.
esta puta sensibilidad a los hilos
espirituales,
a las huellas
pornomentales,
acabará necesitando medicación
o reducir la distancia a cero.
intento imaginar tu firma
en la segunda receta.
todas esas advertencias
de peligro
iluminándose en tus pupilas,
los consejos de huída
antes de la ejecución,
los escudos
en el trastero
oxidándose por vocación de mártir
o de héroe,
la prórroga del desahucio
concedida en última instancia
con alegato a tus piernas,
los arañazos de mi estómago
por la otra cara de la piel,
el miedo,
y esa gata
de color gris tu ausencia
desde que conoce tu olor
y me pregunta.
de peligro
iluminándose en tus pupilas,
los consejos de huída
antes de la ejecución,
los escudos
en el trastero
oxidándose por vocación de mártir
o de héroe,
la prórroga del desahucio
concedida en última instancia
con alegato a tus piernas,
los arañazos de mi estómago
por la otra cara de la piel,
el miedo,
y esa gata
de color gris tu ausencia
desde que conoce tu olor
y me pregunta.
Entrar en maldita caída libre
porque una luna enorme no te deja dormir llenándote de luz la ventana,
apoyar la espalda en la almohada,
encender un cigarrillo dentro de una habitación casi espectral.
El sueño está afuera,
y no dentro de esta mente incapaz de fundirse en negro esta noche.
Está afuera,
junto a todas esas farolas apagadas de la calle,
junto a todas esas personas
que beben,
follan,
duermen,
a la misma hora en que no puedo cerrar los ojos
sin escribir tu nombre en la oscuridad.
Debería respirar,
contar los latidos,
como todos esos gurús de la relajación
que en su puta vida han querido a alguien fuera de sí mismos,
que se desprenden de la realidad y del hambre,
hacia el infinito.
Que no conocen el camino
que lleva hasta el color de tu pelo entre los dedos.
Que les jodan,
no necesito guías,
podría tomar el próximo desvío,
dejar de apartar los otros cuerpos de mi cama,
hundirme
en ellos
sin recordar que no son tú,
en un ajuste de cuentas hacia esta ausencia repetida.
Descolgar el teléfono que insiste en polvos baratos,
en sexo
de catálogo en blanco y negro,
en física
sin química ni caricias.
Olvidarme de la convalecencia.
Dejar de parir con dolor.
porque una luna enorme no te deja dormir llenándote de luz la ventana,
apoyar la espalda en la almohada,
encender un cigarrillo dentro de una habitación casi espectral.
El sueño está afuera,
y no dentro de esta mente incapaz de fundirse en negro esta noche.
Está afuera,
junto a todas esas farolas apagadas de la calle,
junto a todas esas personas
que beben,
follan,
duermen,
a la misma hora en que no puedo cerrar los ojos
sin escribir tu nombre en la oscuridad.
Debería respirar,
contar los latidos,
como todos esos gurús de la relajación
que en su puta vida han querido a alguien fuera de sí mismos,
que se desprenden de la realidad y del hambre,
hacia el infinito.
Que no conocen el camino
que lleva hasta el color de tu pelo entre los dedos.
Que les jodan,
no necesito guías,
podría tomar el próximo desvío,
dejar de apartar los otros cuerpos de mi cama,
hundirme
en ellos
sin recordar que no son tú,
en un ajuste de cuentas hacia esta ausencia repetida.
Descolgar el teléfono que insiste en polvos baratos,
en sexo
de catálogo en blanco y negro,
en física
sin química ni caricias.
Olvidarme de la convalecencia.
Dejar de parir con dolor.
Escribo como excusa,
como coartada para no perderme tus noches,
como un rapto mitológico de tu cuerpo y de ti,
como la venda de un hospital de campaña.
Ésa es la verdad.
A veces
con la rabia de un Peter Pan despechado
sin poder volar,
a veces fotografías sin retoques,
a veces
simplemente tristeza,
o vacío,
o pulmones encogidos de polución.
A veces soy un becario en la redacción
cobrando por palabras su desahogo,
un vagabundo,
un violador,
un soldado abatido durante la rendición.
Pero otras eres mía,
siento tu pulso en las aceras
perdida por la ciudad necesitando mi olor,
mi boca.
Otras te desnudo mientras te das cuenta
y separas las piernas
y los labios
tumbada en tu colchón... y tiemblas.
Te poseo con renglones de arrogancia
y me guardo lo mejor,
te tiento
con imágenes contadas
con cuentos de hadas de callejón,
y no corrijo.
Te regalo el alma en bruto,
sucia de honestidad,
manchada de esperma,
con la tripa revuelta de esta enfermedad curable
a píldoras de olvido
o de guerra.
Escribo como coartada para no perderme tus noches,
ésa
es la verdad.
como coartada para no perderme tus noches,
como un rapto mitológico de tu cuerpo y de ti,
como la venda de un hospital de campaña.
Ésa es la verdad.
A veces
con la rabia de un Peter Pan despechado
sin poder volar,
a veces fotografías sin retoques,
a veces
simplemente tristeza,
o vacío,
o pulmones encogidos de polución.
A veces soy un becario en la redacción
cobrando por palabras su desahogo,
un vagabundo,
un violador,
un soldado abatido durante la rendición.
Pero otras eres mía,
siento tu pulso en las aceras
perdida por la ciudad necesitando mi olor,
mi boca.
Otras te desnudo mientras te das cuenta
y separas las piernas
y los labios
tumbada en tu colchón... y tiemblas.
Te poseo con renglones de arrogancia
y me guardo lo mejor,
te tiento
con imágenes contadas
con cuentos de hadas de callejón,
y no corrijo.
Te regalo el alma en bruto,
sucia de honestidad,
manchada de esperma,
con la tripa revuelta de esta enfermedad curable
a píldoras de olvido
o de guerra.
Escribo como coartada para no perderme tus noches,
ésa
es la verdad.
Sólo se trata de encontrar las palabras,
de sacarlas de su escondite,
de usar una pizca de tu propia carne como cebo para hacerlas salir.
Es entonces,
cuando husmean la verdad,
cuando aparecen y se ponen de tu parte,
y te ayudan a construir un laberinto
para encerrarla a ella en los espacios en blanco,
para colgar su ropa de cada punto
y seguido.
Parece sencillo, ¿verdad?
no me interesa saber por qué lo haces,
por qué usas mi arena para enterrar los días
y no para llenar de tiempo
nuestro reloj.
no quiero saber si te tocan las palabras,
o te arañan,
o las mezclas en la cama con maría para que desaparezcan
en un orgasmo de cenizas con minuto de caducidad.
no me enseñes el pedal de freno como coraza de dignidad,
no me disfraces de accidente.
que no se te ocurra contarme
por qué me pintas vestido si sabes que estoy desnudo,
por qué
no te miras al espejo.
no necesito motivos excusados
sino tu vómito en la almohada y tu espalda
arqueada mientras nos follamos hasta las sombras,
mientras el tiempo se muere.
por qué usas mi arena para enterrar los días
y no para llenar de tiempo
nuestro reloj.
no quiero saber si te tocan las palabras,
o te arañan,
o las mezclas en la cama con maría para que desaparezcan
en un orgasmo de cenizas con minuto de caducidad.
no me enseñes el pedal de freno como coraza de dignidad,
no me disfraces de accidente.
que no se te ocurra contarme
por qué me pintas vestido si sabes que estoy desnudo,
por qué
no te miras al espejo.
no necesito motivos excusados
sino tu vómito en la almohada y tu espalda
arqueada mientras nos follamos hasta las sombras,
mientras el tiempo se muere.
El olvido sabe a carretera secundaria en pleno verano,
a promesas desmembradas sobre el asfalto,
a restos
de animales atropellados.
Es un campo seco a cada lado,
una señal de distancia oxidada informando de la próxima gasolinera,
un desvío
hacia la soledad.
Un cuaderno y un lápiz
amordazados,
un dormitorio consumido por las llamas,
un teléfono
cansado de esperar.
Un lavado de agenda personal
y además
de estómago.
Es un ambientador colgado del retrovisor
para que te lloren los ojos,
el entierro
de tu ataúd habitado
por un cadáver de indiferencia.
Es un calmante contra el dolor de mordérsela con la bragueta,
un castigo
para las historias incompletas.
Eres tú
sin encontrarme.
Dejándome dormir.
a promesas desmembradas sobre el asfalto,
a restos
de animales atropellados.
Es un campo seco a cada lado,
una señal de distancia oxidada informando de la próxima gasolinera,
un desvío
hacia la soledad.
Un cuaderno y un lápiz
amordazados,
un dormitorio consumido por las llamas,
un teléfono
cansado de esperar.
Un lavado de agenda personal
y además
de estómago.
Es un ambientador colgado del retrovisor
para que te lloren los ojos,
el entierro
de tu ataúd habitado
por un cadáver de indiferencia.
Es un calmante contra el dolor de mordérsela con la bragueta,
un castigo
para las historias incompletas.
Eres tú
sin encontrarme.
Dejándome dormir.
Esta noche me apetece contar una historia. No quiero hablar de la luna de hoy, ni de esa chica que se esconde en las calles de esta ciudad, ni de esa forma de querer que tenemos algunos, que te crece en los intestinos y te sube por la garganta. Esta noche no.
Es la historia de un tipo que de niño dormía con la cabeza bajo las sábanas para que no le atraparan los fantasmas, y que seguía durmiendo a veces con la lámpara encendida para espantar la oscuridad, porque los fantasmas habían crecido más que él, pero ya no se avergonzaba de su miedo. Este tipo no tenía nada de especial excepto una cosa... cuando le ocurría algo verdaderamente hermoso, o lo veía, o simplemente lo sentía, en lugar de alegrarse por su fortuna como haría cualquiera, lo que le invadía era una enorme tristeza. Pero no penséis que su tristeza era como la nuestra, que le hacía daño, que lo vestía todo de negro y de desesperanza... no, su tristeza no era amarga como de pérdida. Él me contó que era como mirar un álbum lleno de fotografías en sepia.
Cuando lo conocí se empeñaba en dibujar un puente de Lisboa en un cuaderno azul manoseado, sentado en la terraza de un pequeño restaurante junto al río, con la comida sin tocar.
Ésa tendencia a la melancolía parásita lo mantenía alejado de la mayoría de las personas, no por su propio deseo, si no por esa cualidad humana de temer lo que no entendemos del todo. Había aprendido a no esperar nada de nadie y por eso, cuando creía haber encontrado a alguien capaz de leerle... se desnudaba. Lógicamente no todos los que le veían de esta guisa eran capaces de comprenderlo, porque a todos nos mienten a veces las primeras impresiones y ya os he contado que, fuera de su particularidad, no tenía nada de especial.
A lo largo de su vida había crecido su adicción a su singular modo de estar triste sin estarlo, de tal manera que, si encontraba cualquier obstáculo hacia algo que merecía la pena, nunca, jamás, se rendía. Solía decir que la belleza sin sudor no vale nada.
Pero nosotros sabemos que pelear siempre, acaba cobrándose su peaje... y ya le faltaban varios pedazos.
Durante el tiempo que permaneció en mi vida escuché a mis amigos definirlo de mil maneras diferentes...
insensato,
ciego,
extraño,
incluso directamente estúpido.
Es cierto, tendía a provocar miedo en las personas, pero os prometo que no buscaba nada diferente a lo que vosotros buscáis. Sólo quería tener algo hermoso.
Lo vi ir deshaciéndose en batallas interminables, consumiéndose en el pago de la deuda por continuar, hasta que ya no quedó nada.
Desapareció.
Una mañana ya no estaba.
Y ahora, cada vez que se me cruza el cielo de Madrid, o cualquiera de esos ojos tuyos que me vuelven loco, o una maldita calle de Granada... cuando algo se me anuda en la garganta después de hacer el amor, y te imagino desnuda sobre la cama en color sepia... me alegro de que haya pasado a ser uno de mis fantasmas.
bésame esta noche como si tuvieras que salvarte,
como un soldado en medio de la guerra,
como si te faltara el aire,
usa mi boca para sobrevivir.
utilízame como si fuera tu próxima presa,
desgárrame la carne con los labios, aliméntate
y luego
límpiate mi sangre en las sábanas.
fóllame por instinto, como si no me conocieras,
imagina que mañana me habrás olvidado,
que no seré un recuerdo,
que no seré más.
házmelo como si no me quisieras,
como si tuvieras frío,
que nos vean a través de las ventanas los que apagan la luz
y encierran animales salvajes.
sé tú sin vestirte de nada
y te devolveré la misma moneda.
escóndete de otros, nunca de mí,
y jamás pasaré por taquilla a reclamar el billete de vuelta.
como un soldado en medio de la guerra,
como si te faltara el aire,
usa mi boca para sobrevivir.
utilízame como si fuera tu próxima presa,
desgárrame la carne con los labios, aliméntate
y luego
límpiate mi sangre en las sábanas.
fóllame por instinto, como si no me conocieras,
imagina que mañana me habrás olvidado,
que no seré un recuerdo,
que no seré más.
házmelo como si no me quisieras,
como si tuvieras frío,
que nos vean a través de las ventanas los que apagan la luz
y encierran animales salvajes.
sé tú sin vestirte de nada
y te devolveré la misma moneda.
escóndete de otros, nunca de mí,
y jamás pasaré por taquilla a reclamar el billete de vuelta.
Si para ser inmortal tengo que dejarme las yemas de los dedos cada noche,
mientras el mundo se pudre
y yo te espero,
caminaré sin identidad el resto de los días.
Si para considerarme eterno en un ataque de arrogancia,
tengo que destriparme
y sacarme el corazón por las costillas cada vez que oscurece,
dejaré un cadáver vacío.
Si para escapar del olvido
tengo que sangrar palabras a borbotones,
y llenarme de tinta las arterias,
y dejarme el calor quemando páginas vacías,
sólo te alimentarás de mis huellas.
Pero sabes bien
que renunciaría a la memoria por recorrer a tu lado un solo metro del camino.
mientras el mundo se pudre
y yo te espero,
caminaré sin identidad el resto de los días.
Si para considerarme eterno en un ataque de arrogancia,
tengo que destriparme
y sacarme el corazón por las costillas cada vez que oscurece,
dejaré un cadáver vacío.
Si para escapar del olvido
tengo que sangrar palabras a borbotones,
y llenarme de tinta las arterias,
y dejarme el calor quemando páginas vacías,
sólo te alimentarás de mis huellas.
Pero sabes bien
que renunciaría a la memoria por recorrer a tu lado un solo metro del camino.
escribir en vela una declaración de culpabilidad
masticando la sensatez sin deshacer la cama.
y yo que solía moverme a impulsos de locura transitoria
en cuanto el sol se ponía,
me duermo encendiendo todas las luces para que me veas.
no voy a disfrazarme de cachorro abandonado
intentando que me dejes entrar,
ni de estratega sin tablero buscándote el costado
cuando regresas de alguna otra batalla.
no sé hacerlo.
no me negarás la honestidad...
me declaro culpable.
masticando la sensatez sin deshacer la cama.
y yo que solía moverme a impulsos de locura transitoria
en cuanto el sol se ponía,
me duermo encendiendo todas las luces para que me veas.
no voy a disfrazarme de cachorro abandonado
intentando que me dejes entrar,
ni de estratega sin tablero buscándote el costado
cuando regresas de alguna otra batalla.
no sé hacerlo.
no me negarás la honestidad...
me declaro culpable.
Esta noche me he dejado el abogado en casa,
esta noche
no habrá negociación,
ni enmiendas,
ni valores,
ni objetividad en los porcentajes de la presión que sufrirá el nudo
con el que pienso atarte a la cama.
Esta noche dormirás conmigo en la celda
y si al amanecer hay ejecución,
será la de tu pasado y el mío,
la de los filtros del café de la mañana,
la del silencio de madrugada guillotinado a polvos sin redención
ni última llamada.
No me hablarás de contratos preventivos de dolor,
no voy a dejarte,
sólo entiendo de cuidados paliativos.
Compartiremos custodia de sexos,
te dejaré libre sólo la parte no estipulada de alma
que necesitarás para regresar
después de marcharte.
Podríamos vivir en prisión
o en nuestra unidad de vigilancia intensiva del deseo.
Podríamos,
simplemente,
probar a querernos sin cláusulas de rescisión.
vale,
estamos de acuerdo,
la maldita calle
está llena de baches,
y de palabras vacías,
y de hijos de puta.
admito la existencia
de sentimientos rehenes,
y de sus secuestradores,
y de botellas vacías
pagando el rescate.
y sogas al cuello,
y pechos desnudos
entre espadas y paredes,
y saltos al vacío
sin alas
ni red.
golpes,
contusiones,
incisiones en la barriga,
convalecencias interminables
en dormitorios extranjeros.
y olas de metro setenta
a grosso modo,
no lo había pensado,
que se guardan el salvavidas en los ojos.
no es el paraíso,
pero coño,
sigo en pie.
estamos de acuerdo,
la maldita calle
está llena de baches,
y de palabras vacías,
y de hijos de puta.
admito la existencia
de sentimientos rehenes,
y de sus secuestradores,
y de botellas vacías
pagando el rescate.
y sogas al cuello,
y pechos desnudos
entre espadas y paredes,
y saltos al vacío
sin alas
ni red.
golpes,
contusiones,
incisiones en la barriga,
convalecencias interminables
en dormitorios extranjeros.
y olas de metro setenta
a grosso modo,
no lo había pensado,
que se guardan el salvavidas en los ojos.
no es el paraíso,
pero coño,
sigo en pie.
Sentado en un camino cualquiera esperando la lluvia. El mismo tipo de siempre, armado con nada, cargado con un baúl cerrado con llave en el que parece que no cabe un instante más. Y al otro lado el mundo, con su rotación y su traslación, achatado por los polos. Y el tipo rozando lo paranoico, intentando construir una habitación del pánico bajo las costillas, afanado en cerrar las vías de agua por aquello de mantenerse a flote, temeroso como el león de aquel cuento, el que había olvidado el número de la visa para retirar un par de billetes de valor en efectivo, y perseguía baldosas amarillas.
Y espera con las piernas cruzadas sobre el suelo, como si fuese necesaria una tormenta encima para borrar el paso del tiempo y mil imágenes fijadas en polaroid. Los que pasan caminando lo miran desconfiados, ellos son los otros, los fantasmas que pueblan las oficinas. Y él sigue leyendo poesía de entrepierna, y fábulas infantiles para que la imaginación no se le muera de hambre, y algunas de esas novelas sesudas en las que todo es pesimismo y hostias de realidad, y disimula, y hace como si las necesitara.
Puede tratar las heridas con vendas empapadas de cerveza, o pariendo textos con dolor, gestados en nueve minutos, como un obseso del exhibicionismo, o remando en una canoa en mar abierto sin saber nadar, incluso de alguna que otra manera prohibida, como la sinceridad o como tu boca.
Y ya que el futuro no existe todavía, empieza a parecer borracho de impaciencia, contando los segundos entre el rayo y el trueno, calculando la distancia, murmurando el tiempo… anotando con una rama minúscula en el barro todos los metros que le quedan por esperar(te).
Puede que conozcas la sensación, es la misma que cuando caes al vacío mientras sueñas. Lo que te rodea es conocido, tu mente lo ha creado a partir de todo lo que has visto o has llegado a imaginar con la fuerza suficiente, pero tiene ese aire de irrealidad de las viñetas de un cómic. De repente todas las leyes físicas son salvables, a veces puedes volar como si la gravedad no existiese, otras intentas correr sin apenas avanzar, como si el aire que te rodea fuese infinitamente denso.
Y existen pequeños detalles que a veces pasan desapercibidos, pero que lo varían todo. Una puerta de un color diferente, una esquina de la calle que al doblarla te lleva a un lugar equivocado, un objeto que no debería estar allí. Incluso hay momentos en los que eres consciente de que algo falla, y empiezas a ponerte nervioso, a asustarte de veras, y de pronto el mundo a tu alrededor cambia a cada segundo que pasa, como si el director de escena se hubiese vuelto loco y ordenase sustituir el decorado en cada parpadeo.
Otras veces sientes que puedes hacer cualquier cosa que te propongas, como subirte a un tren en marcha, o pilotar un avión, o saltar de una azotea a otra en busca de cualquier tesoro. Los tesoros mientras duermes se vuelven insignificantes cuando despiertas, siempre me he preguntado qué cantidad de secretos nos roba esto que llamamos real... ahora sé que los tienes todos guardados en tus muñecas.
Puede que conozcas la sensación.
Desde que apareciste es como estar dentro de un maldito sueño.
Y existen pequeños detalles que a veces pasan desapercibidos, pero que lo varían todo. Una puerta de un color diferente, una esquina de la calle que al doblarla te lleva a un lugar equivocado, un objeto que no debería estar allí. Incluso hay momentos en los que eres consciente de que algo falla, y empiezas a ponerte nervioso, a asustarte de veras, y de pronto el mundo a tu alrededor cambia a cada segundo que pasa, como si el director de escena se hubiese vuelto loco y ordenase sustituir el decorado en cada parpadeo.
Otras veces sientes que puedes hacer cualquier cosa que te propongas, como subirte a un tren en marcha, o pilotar un avión, o saltar de una azotea a otra en busca de cualquier tesoro. Los tesoros mientras duermes se vuelven insignificantes cuando despiertas, siempre me he preguntado qué cantidad de secretos nos roba esto que llamamos real... ahora sé que los tienes todos guardados en tus muñecas.
Puede que conozcas la sensación.
Desde que apareciste es como estar dentro de un maldito sueño.
si me arrancaste los escrúpulos con la primera sonrisa,
y me resucitó la honestidad brutal
cuando la acompañaste de tus piernas cruzadas,
si no me acordé de adivinarte las tetas porque me ataste a los ojos,
cómo pretendes que no te rompa las ventanas a gritos
cuando me cierras la puerta principal.
asómate a mi mundo y salta,
pero al de verdad,
no tomes precauciones, yo te curo las heridas,
y si te escuece tendrás que joderte.
prefiero los ángeles sin alas que se estrellan contra el suelo,
ésos con sexo sin aureola y sin apagar la luz.
me quedo con los caídos que se tambalean borrachos de alcohol
las noches que hace falta jugarse el corazón en un órdago a chica.
si vas a temblar sácale el jugo
que la piel se eriza mejor si no hay distancia sobre la otra,
que tiene frío desordenando excusas en los cajones.
yo te prometo un pulso frágil
cuando te desabroche los botones del pantalón,
cuando aprendas a leerte.
y me resucitó la honestidad brutal
cuando la acompañaste de tus piernas cruzadas,
si no me acordé de adivinarte las tetas porque me ataste a los ojos,
cómo pretendes que no te rompa las ventanas a gritos
cuando me cierras la puerta principal.
asómate a mi mundo y salta,
pero al de verdad,
no tomes precauciones, yo te curo las heridas,
y si te escuece tendrás que joderte.
prefiero los ángeles sin alas que se estrellan contra el suelo,
ésos con sexo sin aureola y sin apagar la luz.
me quedo con los caídos que se tambalean borrachos de alcohol
las noches que hace falta jugarse el corazón en un órdago a chica.
si vas a temblar sácale el jugo
que la piel se eriza mejor si no hay distancia sobre la otra,
que tiene frío desordenando excusas en los cajones.
yo te prometo un pulso frágil
cuando te desabroche los botones del pantalón,
cuando aprendas a leerte.
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