lunes, 14 de abril de 2014

Algunas explicaciones gráficas por si cambias de idea

Existe un estado mental no catalogado en los archivos médicos de enfermedades espirituosas. Cursa con unos síntomas específicos que lo definen, el afectado ve interrumpida su conexión neuronal con la realidad y sustituye las sinapsis por escenas de celuloide aún no rodadas. El desencadenante de la infección, a la que podríamos llamar... infección fílmica recurrente, tiene un nombre muy concreto... y unos ojos... y unos labios... y también una melena rubia, aunque yo la definiría de otra manera.

Me abstendré de dar más datos por si alguno de los lectores pudiera reconocerla, por no dar explicaciones, y porque no me da la gana que el contagio sea general. Llamadlo altruismo narcisista si os apetece, pero no me puedo permitir compartirla y, al fin y al cabo, ya sabéis todos que el maldito enfermo soy yo y que tú eres tú... ¿verdad?

La característica principal a la que tengo que enfrentarme, aparte de no poder dejar de pensar ni un puto momento en tu imagen, preguntarme dónde andarás y con quién, echarte de menos, y toda esa parafernalia empalagosa que a veces gusta y que dejé hace unos cuantos meses... la característica principal, decía, es que el director de la estúpida película varía en ciclos inestables. Y digo estúpida película no porque lo sea, dios o el guionista me libre, si no porque el estúpido soy yo por mantenerla en cartel durante tanto tiempo con la sala cerrada y vacía.

El caso es que a veces se me pone al mando el pobre Kubrick, y me monta una escena en la que follamos vestidos única y exclusivamente con un par de máscaras venecianas, y yo camino por la calle Infantas sujetando mi erección, mientras me imagino dentro de ti con tus piernas alrededor de mi cintura y tu espalda contra la mesa. Y ésa es una escena antológicamente guarra que me encanta, y el muy cerdo lo sabe.

Pero no creas que es el único, que hay momentos en los que se sienta en la sillita el bueno de Blake Edwards, con su nombre detrás, y me deja mirando a la nada mientras te veo bajo un chaparrón terminando el desayuno con diamantes, plantando tu boca sobre mi boca, mientras mi pobre gata empapada maúlla desesperada porque he cometido la insensatez de querer abandonarla un minuto antes en mitad de la calle de la Reina. Si no la has visto hazlo, porque aparte de excitarme sobremanera tu postura, el momento hace que me vuelva jodidamente loco.

Y cuando llega Woody se completa la obra maestra, porque nos planta en medio de una exposición de fotografía de cuerpos desnudos sin rostro, en Madrid, en la que mantenemos una conversación espantosamente inteligente y divertida, mientras nos subtitula los pensamientos reales... Puedes imaginar cuáles porque en el minuto siguiente estamos fumando maría entre polvo y polvo. 
Cualquier parecido con Annie Hall es más que impura coincidencia.

Existen más escenas, claro,  pero son las tristes y son las que hacen daño. Telefilmes de ésos de después de comer, con directores ejecutables, basados en hechos reales. 

Así que camino por las calles aquejado de este trastorno no descrito hasta esta noche y, lo más grave, es que ninguno de esos maestros de cámara consigue superar la versión de la historia que me deshace, y que es la mía. 

Cuando cojo el timón es siempre al llegar del trabajo, sentado en una esquina del sillón. Justo cuando apareces en la otra, con la espalda apoyada en el brazo de tela marrón, con las piernas cruzadas sobre los cojines, descalza, enseñándome el cuello y tu hombro izquierdo sin cubrir por la camiseta, mirándome y sí, lo admito, sonriéndome mientras me hablas. Es eso, y lo que sé que viene después cuando nos vamos a la cama, y más tarde cuando nos despertamos y te vas y no me importa, porque sé que vas a volver, y que no te necesito todo el tiempo, pero que te necesito y te tengo.

Es eso lo que de verdad me anuda la garganta disfrazado de hechos irreales, lo que me hace morder la claqueta marcando el final de esta enajenación mental permanente desde que apareciste. Es sólo por eso que tengo que atarme con esposas a una rutina en la que no estés antes de que sea tarde. 

Lo verdaderamente jodido es que no quiero hacerlo. 

Que podrías liberarme las muñecas con la llave que llevas al cuello. 

Y que para esta mierda no conozco otro tratamiento.

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