jueves, 24 de abril de 2014

Algunas piezas desencajadas

   Hubo un momento en el que pudimos detener esto. Podrías haberte refugiado de la lluvia en otro portal en la misma calle, podríamos habernos mirado simplemente, sin sonreír, podríamos incluso haber disimulado. ¿Quién coño iba a imaginar una tormenta como aquella en pleno mes de abril? Eso fue lo primero que me dijiste. Yo ya me había fijado en aquel jersey empapado que se pegaba a tus tetas en un abrazo glorioso, en aquellos vaqueros no tan ajustados por debajo de tus caderas, en aquel trozo de piel que me enseñabas a un paso de tu ombligo, en el que una gota de lluvia no tan perdida, había decidido quedarse.

   Mi mente fue como un autómata indecente, imaginando en modo automático cómo resbalarían mis gotas de sudor en tu espalda una noche de verano. Si no me hubieses hablado, si simplemente hubiese logrado zafarme de tu voz y corrido hasta el coche, si tus ojos no fueran tan marrones ni tan tristes, si hubiese habido alguien esperándonos podríamos haberlo detenido. Pero superé mis miedos de animal herido, recuperé de la estantería del fondo de la sala todos aquellos axiomas de terapia de autoestima, en los que tanta pasta había gastado. Ni siquiera recuerdo mi primera frase, pero sí el modo en el que se mezclaron nuestras huidas, la manera en que la realidad se curvaba sobre tu cuerpo haciendo imposible escapar de ti.

   Cuando nos sentamos en aquella barra hacía dos horas que no llovía. Yo sabía ya que tenías 25, que las agujas de tu reloj giraban de izquierda a derecha y que tú girabas con ellas cada noche, regresando a un pasado que te convertía al masoquismo sentimental. No nos contamos las historias porque no hacía falta. Lamimos las heridas mojadas en cerveza negra de barril, tan amarga como los días que las habían abierto. En privado, sin siquiera mencionarlas.
   Y las palabras salían de tu boca como una procesión de monedas de cofre enterrado, que yo había descubierto, inocente de mí, mientras peleaba con esta tela de araña que nos teje determinado tipo de rutina de fracaso.

   No follamos aquella noche, ni siquiera me acerqué a rozar tu mano cuando me pasabas la siguiente pinta, pero no podía apartar los ojos de tu cuello, leyendo en él tus latidos acelerados cuando me contabas cómo se ve la Alhambra desde San Nicolás, a solas, en algunas noches de invierno. Cómo se respira el frío bajando el albaicín cuando ya no queda nadie en las callejuelas.
   No me atreví a decirte que lo sabía, que es el mismo frío que se respira de noche en una habitación helada, cuando te sientas a escribir y sólo te salen vómitos de tu vida sin digerir, cuando ensucian el papel en blanco con rencores infectados, y te sube la fiebre de la soledad y la tristeza tras dejar la impostura al otro lado de la puerta.

   Podría haberlo detenido en aquel momento, haber confesado mi error, haber ahogado el deseo en una jarra más de cerveza, en lugar de decirte que quería volver a verte. Deberías haberte negado en lugar de escribirme tu teléfono en el antebrazo. Deberíamos haber evitado que, a finales de junio, ya supiera cómo resbala mi sudor en tu espalda una noche de verano, cómo es el sonido de tus bragas rozando la piel cuando las bajo, qué palabras te digo al oído en medio de un orgasmo, en el que dentro de ti se acuesta un poco de esperma mezclado con algunas piezas de mi alma.

   Así no sabría ahora, escribiendo aquí sentado, cómo se ve la Alhambra desde San Nicolás a solas en una noche de invierno. Así no temblaría de miedo por tener que levantarme a respirar el frío del albaicín desierto, mientras regreso a la cama de un hostal barato. De ese modo quizá no estuviese atado al anhelo de tus pies regresando.


0 comentarios:

Publicar un comentario

 
;