viernes, 4 de abril de 2014

Casi sin batería

   Mandé al exilio todas las precauciones en cuanto me tomé la tercera cerveza. Verte un instante más en aquella barra con el tipo de la sonrisa perfecta, me estaba empezando a poner enfermo. Afortunadamente él no tenía ni idea de lo que coño quería decir maniqueísmo, ni gnosticismo, ni la mayéutica de Sócrates, ni toda esa legión de palabras que me había aprendido de memoria un minuto antes buscando en la wiki, y que solté a modo de insulto intelectual mientras te reías, para hacerme el interesante. El tipo corrió a refugiar sus labios de anuncio, tan suaves, al oído de algunas piernas que supuso más entregadas. Yo me quedé con los tuyos.

   Confieso que tuve que buscar tu nombre, a la mañana siguiente, hurgando en tu cartera mientras dormías. No suelo recordarlos, ni robarlos de su escondite al lado de un billete de diez y otro de cercanías caducado, no suelo hacer ruido cuando cierro la puerta sin despedirme. No fue por tu voz hablándome al oído mientras follábamos, no fue por las uñas de tus manos con su esmalte transparente, ni por tus caderas con la curva perfecta para las mías, ni por tu pelo, mitad rubio, mitad perdido sobre la almohada. No sé por qué lo hice. Quizá por tu forma de entornar los ojos, mientras me asegurabas que yo tampoco tenía la más puta idea de lo que significaba esa cosa de Sócrates. Quizá porque sabía que tampoco te importaba.

   Aquella mañana volví a la cama sabiendo cómo te llamabas, tres letras, y queriendo saber quién eras. Y resultó que no eras Penélope, deshilando polvos en las noches de Madrid a la espera de que alguien volviera de la guerra. Resultó que te faltaba el mismo trozo que a mí me habían arrancado, y que por eso era imposible que encajásemos sin condón ni filigranas. Resultó también que me amamantaba de tus palabras más que de tu pecho, como un crío que aprende. Y que una noche me senté a escribir, aquí mismo, como ahora, y no me salía más que tu cuerpo sobre el blanco de la pantalla y el misterio en que te vestías.

   La dirección contraria fue la mía, y yo un conductor suicida buscándote a ciento veinte, para estamparme de frente contra tu ombligo tatuado, contra tu mente, contra tu boca, contra tu presencia. No me daba cuenta de que los perdedores son perdedores y punto, de que la gente está de paso aunque nos joda, de que sangrar tanto te acaba matando, porque se necesita sangre en las tripas, y si no... ¿de dónde iban a salir las historias?

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