y sus ojos y su piel eran tan claros que no podía mirarla sin cegarme.
Un par de piercings, tatuajes...
ya sabéis lo que me ponen esas cosas sin exagerar.
Su cuerpo parecía estar a punto de quebrarse,
imaginaba sus manos sobre un piano o creando al óleo con caballete y sin pincel,
sucia de colores.
Sus uñas estaban pintadas de negro...
y ya sabéis lo que me pone el negro sin exagerar.
Tenía los pechos pequeños,
puntiagudos,
y la primera vez que los vi
no pude evitar rozar la punta de mi lengua con la yema de los dedos.
No fue el vestido azul,
ni sus botas,
ni el bolso cargado de apuntes,
ni el libro de Borges tumbado a su lado, lo que me hizo fijarme en ella.
Fue la mirada perdida más allá del cristal,
su cuerpo,
su forma triste de brillar.
su forma triste de brillar.
Fue su historia de chica de ciudad dibujada en sus pulseras,
de metros y andenes de tren,
en Madrid,
tan lejos del cielo.
Fue la estricta mancha de soledad que sus pies dejaban sobre el suelo.
Ahora existía justo a mi lado,
sentada frente a mí,
compartiendo las llagas a la vista de cualquiera que supiera mirarla.
Recolectaba canciones que hablan de lo mismo
en un viejo ipod a punto de capitular...
a veces temblaba.
Yo había abandonado a Ángel González para hacerle el amor,
incluso follamos por follar cuando su rodilla rozó la mía al levantarse.
Su boca contaba labios perdidos en voz baja cuando llegamos a su estación.
No estaba tan lejos de mi casa,
pero cuando se ha bajado de aquel vagón
pensé que me había muerto.
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