Yo tuve una vez una casa al otro lado del camino que se cruza cuando no puedes más. No era una casa grande, era más bien un agujero en la tierra húmeda siempre a la sombra, y yo un gusano de esos alargados y marrones, que cuando éramos pequeños nos gustaba tanto mirar después de la lluvia.
Casi no salía de casa excepto para ir a trabajar, y cada noche hibernaba despierto sin comida ni bebida masticando restos de historias sin final. Las pocas veces que abría la puerta me arrastraba por las aceras siempre pegado a la pared, por ese miedo de todos los que se sienten pequeños a ser pisados por cualquiera. Las historias de las que me alimentaba se iban amontonando sobre el colchón en hojas arrancadas de cuadernos, con los bordes mordidos, como en medio de un otoño de libros.
Lo malo de ser tan pequeño es que cada vez que te deshaces en una página cualquiera, menguas un poco más, y ya no había a mi alrededor gusanos más diminutos que yo mismo. Era ya tan, tan pequeño, que ni siquiera pude salir escondido porque tuve ataques de terror al cielo abierto.
Ahora me has visto por la calle, y quizá esperes que te cuente el modo en que dejé de ser gusano marrón, o quizá el motivo, superado ya, que me llevó a cruzar el camino. Siento decepcionarte, no tengo respuestas fuera de una niebla de razones inválidas, rescatadas en balde de entre algunos textos colgados en la pared. Tampoco te diré que lo hice solo, porque no es verdad, ni que no hubo gente grande agachándose en el barro, cogiéndome entre los dedos con cuidado para que no me rompiera, y subiéndome a sus hombros para que pudiera mirar, y ya sabes el asco que da una lombriz ciega intentando terca bajarte por el brazo.
Cuando llegaste yo ya podía caminar, con una ligera cojera en la garganta.
Y ahora, cada vez que te miro la espalda cuando te vas, y ése modo en que las calles se curvan sobre ti mientras te alejas, me leo en la palma de la mano izquierda los restos de la dirección de mi casa al otro lado del camino, y me da por sonreír.
A la tinta de miedo con que está escrita, sólo le falta un billete de tren en tu bolsillo, sin estación de destino, para desaparecer. Puedo hacer solo este viaje, pero sería la hostia compartir litera contigo con una condición... si te rindes y te vienes conmigo habrá ratos que dolerán, cada día será el primero y el último, sin más, y si después de un polvo no te apetece besarme, haz el favor de bajarte en la próxima estación.
Considéralo una cláusula de seguridad contra la comedia, y su maldita costumbre de dejar las heridas abiertas.
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