Yo sentía
aún
el sabor del barro frío en la garganta,
las gotas de lluvia que nunca había cubierto de paraguas
se me clavaban entonces en los párpados cerrados.
Delante de mí se había terminado el camino,
sólo podía avanzar a ciegas
entre una niebla de preguntas de ésas que nunca quieres responder,
por si te cortan,
por si te arañan.
Fue un día cualquiera,
otra mañana de miércoles alineada,
veinticuatro horas más de asedio.
Os juro que tenía la guardia alta,
que cuando te levantas de la lona te acostumbras a no dejar de moverte.
No fue porque la buscara,
no fue porque la necesitara...
tendríais que haberla visto.
La ciudad se nos quedó pequeña
y nos construimos un campamento a las afueras bajo las sábanas.
Éramos nómadas entre su casa y mi casa.
Firmamos la sentencia de muerte al miedo follando en su portal,
ejecutamos el silencio a cualquier hora,
sin preguntar.
Cuando me perdí en su cuerpo fue sin billete de vuelta,
aprendí a dibujar uniendo sus lunares,
aprendí a caminar.
Habíamos firmado un contrato verbal,
no había fecha prevista de resaca,
ni tratamientos,
ni mes que viene.
Era por su forma de hablar,
de abofetear al mundo.
Era su forma de correrse,
su luna creciente en una línea y la mía llena,
su modo de colgarse de mi voz y anudarla entre los dedos
para preguntar siempre por qué.
Su bendita costumbre de violarme la mente en vertical.
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