Os lo voy a contar.
Érase una vez una chica que siempre decía la verdad, que la enarbolaba en un estandarte de sinceridad axiomática a cualquier instante de la vida. Con ella alejaba a los indeseables, a todos esos que tienen la lengua rota y se arrastran como serpientes, que husmean en busca de cualquier entrepierna de temperatura deseada, para robarla por una sola noche. Ella, armada con ese escudo de honestidad inquebrantable, provocaba sus quebrantos lanzando sinceras flechas envenenadas. Ella, para sí misma, era el superhéroe castigado por el mundo cruel y falso, mundo indigno de cualquier piedad por mentiroso. Ella, tenía unas tetas de increíble movimiento pendular.
Juntos nos escribimos una historia de integridad brutal, en la que yo recibía notificaciones informadas cuando salía por Madrid con esos pantalones que dejaban ver sus nalgas, cuando el piercing de su ombligo subía y bajaba entre risas con amigas. Todas notificaciones firmadas con la misma frase a pie de página... no voy a irme sin ti, no te vayas. Yo correspondía a cada prenda desnudada con una simple capa más de alma. Nos inventábamos viajes entre polvo y polvo, nos leíamos a Cortázar en la cama y le buscábamos los porqués jugando con los pies bajo la manta. Nos emborrachábamos a cervezas en los parques y escribíamos relatos con spray negro en las fachadas, donde colgaba muerta la ropa de otra gente, su vida, sus bragas.
Y cuando ya no hubo más que desnudarse, cuando ya no había más piel que dejar caer y nos miramos de frente sin cortinas, cuando no hubo fundido en negro después de cada frase genial... ella aparecía como único artista en los créditos del final de la película.
Aprendí la honradez de la mentira, a desengancharme de la heroína temblando dentro de una bañera de recuerdos congelados.
Dentro de poco hará unos años.
Gracias por la clase magistral.
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