Sufro una enfermedad anacrónica que me hace nadar en círculos, como si fuera un pez payaso con una de las aletas demasiado pequeña. Nunca me había pasado, mi única forma de nadar hasta ahora había sido en línea recta hacia tierra firme, por esas cosas de mi miedo a ahogarme. Pero ahora, desde que apareció este virus, ando preguntándome cuál será la temperatura del mar en aquella playa sin arena que me enseñaste cuando tú estás dentro.
Es difícil convivir con algo así, te lo aseguro, siempre ando cambiando el centro alrededor del que me muevo sin acercarme, como una especie de órbita nómada de los anhelos que se refieren a ti.
Algunos días simplemente me despierto, y me imagino que soy las páginas en blanco del cuaderno que usas para escribir tus pasos. Te veo llevándome bajo el brazo, sentándote en el Parque del Oeste después de clase, y abriéndome para contármelo todo en tinta negra. Así puedo mirarte por dentro sin esconderme, como si confiaras en mí.
Otras veces giro alrededor del sexo, de tu cuerpo y el mío en una fusión troglodita de esperma y de saliva. Veo las sábanas manchadas de sudor y de nosotros, veo tus ojos vendados sin un centímetro más de tela sobre tu piel, y nuestra ropa a los pies de la cama, como los despojos amontonados de la mentira que ocultan.
Nos veo reales... a ti y a mí.
No siempre me ocurre... va y viene. El resto del tiempo se decolora en telones de rutina para ganarse el pan sin circo, en conversaciones de ascensor con parada en el infierno, y en alguna que otra cerveza con los que me soportan. No te echaría tanto de menos si entre tus pulseras me guardaras un sí resbalándote por la muñeca.
Pensándolo aquí y ahora, alma arriba sobre el colchón... creo que después de tanto tiempo, esto se ha convertido en algo simplemente crónico, sin ana.
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