Es cierto. Tengo tendencia a convertirlo todo en místico, lo admito. Supongo que es una estrategia inconsciente para dar sentido, para que las piedras no sean piedras desnudas y ya está. La mayoría del tiempo ni siquiera me doy cuenta pero, a veces, en ciertos momentos de lucidez, me pregunto si no sería más fácil ver agua en la lluvia y no historias tristes. Como si fuera una decisión personal y no el único modo que conozco de seguir en pie.
He perdido la cuenta de los ojos que me han mirado con cierto toque de lástima, o con miedo, como si hubiese escapado por la puerta de atrás del manicomio, escondido entre la ropa sucia camino de la lavandería. No me gusta asustar, pero me quedo con la magia, aunque sea insensato y los muros sean muros y las guerras se pierdan.
Ni siquiera sé lo que trato de decir.
Intentaba empezar hablando de Chartres y de su laberinto para pies descalzos, de la luna como personaje, de que lo importante es el camino y no el destino y, de algún modo, terminar confesándote que me jode cuando pierde el Madrid, que tengo cosquillas y me duele la espalda, que a veces me siento mayor pero no tanto y que, aunque te pinte a ratos de oración, me gustas más cuando te manchas los labios de salsa.
Que si me quitas la primera capa y te asomas, sabrás que no necesito más que una historia real que me ensucie la ropa para no olvidarte. Que sólo soy otro tipo asustado coleccionando salidas de emergencia.
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